—¿Dónde estás? —masculló—. Hace tres días que tratamos de localizarte.
—Lo siento. Tenía un problema con el móvil. Estoy en el extranjero, yo…
—Mat… —dijo, en un suspiro—. Es increíble. ¡Ha despertado!
Tardé un segundo en asimilar la noticia. Ni Foucault ni Svendsen estaban al corriente. De otro modo, me lo habrían dicho. Todo se precipitaba. Pero en lugar de alegrarme por su recuperación, experimenté un oscuro presentimiento, previendo lo peor. Lesiones irreversibles. Luc reducido a un estado vegetativo.
—¿Cómo se encuentra? —pregunté con una voz neutra.
—Perfectamente.
—¿No hay secuelas?
—No, no hay secuelas.
El tono de Laure expresaba alguna reticencia.
—¿Cuál es el problema?
—Dice… En fin, ha visto algo. Durante el coma.
Podía sentir el hielo bajo mi piel, quemándome los nervios y paralizando mis miembros. Conocía el resto pero aventuré:
—¿Qué?
—Ven. Quiere hablar contigo personalmente.
—Estaré allí esta noche.
Colgué y desperté a Manon suavemente. Le expliqué la situación. Como yo, no tuvo tiempo de alegrarse. Otra amenaza pesaba sobre Luc: la presencia del diablo en el fondo de su mente. Si creía haber visto el infierno, su conclusión sería que Manon había visto lo mismo en 1988. De golpe, ella se convertiría en una Sin Luz.
La sospechosa número uno del asesinato de su madre.
Manon encendió la lámpara y cogió su ropa. Observé un detalle: huellas de pinchazos en los brazos.
—¿Qué son esas marcas?
—Nada.
Se puso las bragas y el sostén. La cogí del brazo y miré mejor.
—Son los matasanos —dijo, soltándose—. Me sacan sangre.
—¿Hay médicos aquí?
—No. Vienen de fuera. Me auscultan todos los días.
—¿Te han hecho otros análisis?
—He ido al hospital varias veces —contestó ella, poniéndose la camiseta.
—¿Has pasado exámenes médicos?
—Giopsias, escáneres. No acabo de entenderlo —confesó, sonriendo—. Quieren que esté en buena forma.
Siempre hay que esperar lo peor, para evitar sorpresas. Lo que presentía desde mi llegada se confirmaba con el tiempo. Zamorski me había mentido. Él y su cuadrilla no protegían a Manon; la estudiaban como a una vulgar cobaya. Creían que estaba poseída. Una criatura maléfica, físicamente distinta del resto de los seres humanos.
Tuve ganas de vomitar. El nuncio, con su aire de entendido y sus peroratas de viejo guerrero, me había engañado. Era igual que Van Dieterling. Creía en los Sin Luz y en la presencia del demonio en el fondo del alma humana. Estaba seguro de que Manon era una de ellos. ¡Quizá hasta el Anticristo en persona!
Cogí el teléfono fijo que estaba sobre la mesilla de noche. Desmonté el auricular y encontré un micrófono. Levanté la lámpara de la mesilla y le di la vuelta: otro micro. Estuve a punto de echarme a reír; aquello era grotesco. Dirigí la luz hacia el techo. Enseguida localicé en un ángulo el ojo electrónico de una cámara infrarroja. Pensé en la noche de amor que acabábamos de pasar bajo la atenta mirada de los sacerdotes. De pura rabia, tiré la lámpara al suelo.
—¿Qué coño haces?
Imposible responderle. Mi saliva se había quedado bloqueada en la garganta. Me puse la camisa, el pantalón y el jersey. En cuanto me calcé los Sebago salí a la galería. Corrí hasta mi celda. En el patio la lluvia golpeaba y golpeaba, rebotando sobre las baldosas, el tejado, los ángulos de piedra. Ni siquiera esas trombas podrían arrastrar la mierda que había allí.
Una vez en mi habitación, cogí la 45 y salí nuevamente. Adiviné dónde estaba el despacho del nuncio; a esa hora, había muchas probabilidades de que ya estuviera trabajando.
Al bajar un piso, percibí, a través del estrépito del chaparrón, el bullicio de un ajetreo en el ala opuesta. Las saludables y vivaces benedictinas ya estaban listas para el ángelus.
Entré sin llamar. Zamorski estaba en su escritorio, con el rostro inclinado sobre el ordenador y las gafas caladas sobre la nariz. A su alrededor, en las estanterías, abundaban los relicarios: cofres de plata sellada y ánforas de cobre.
—¿Qué están haciendo con Manon?
El nuncio se quitó las gafas, sin manifestar la menor sorpresa.
—La protegemos.
—¿Con escáneres y micrófonos?
—La protegemos contra ella misma.
Cerré la puerta dando un golpe con el talón y avancé un paso.
—Usted siempre ha creído que estaba poseída.
—Digamos que hay una duda razonable.
—¡La ha convertido en un conejillo de Indias!
—Manon es un caso único.
La flema de Zamorski no tenía fisuras.
—Siéntate. Todavía tengo que explicarte algunas cosas.
No me moví. El nuncio habló en un tono hastiado, cuidadosamente calculado:
—Nos vemos obligados a mantener esta… vigilia psicológica.
Solté una carcajada amarga.
—¿Qué es lo que busca? ¿Un «666» tatuado en su piel?
—Haces como si no lo comprendieras. Manon es la señal del diablo. Cada latido de su corazón es un acto del demonio. Cada segundo de su vida es un don de Satán. ¡En el mundo de Dios, Manon debería estar muerta! Es una aberración, según las leyes de Nuestro Señor.
Las palabras de Bucholz acerca de Agostina: «La prueba física de la existencia del diablo». Zamorski prosiguió:
—Manon se curó por un milagro del diablo. Entró en contacto con él durante el coma. Fue salvada por él y recibió sus órdenes.
—¿Cree que ella mató a su madre?
—No me cabe la menor duda. Sin ayuda de nadie.
—Joder —dije casi riendo—. Pero ¡si me había hablado de un inspirador, de un hombre en las sombras!
—Para no asustarte. Solo hay un inspirador: el mismo diablo.
Sentí un inmenso agotamiento. Me hundí en la silla delante del escritorio, con mi arma entre las piernas. Saqué fuerzas para decir:
—Conozco el expediente a fondo. Manon no tiene los conocimientos necesarios para cometer semejante crimen. El criminal es un químico. Un entomólogo. Un botánico. Agostina tampoco tenía ese perfil y, a pesar de su confesión, su culpabilidad no se sostiene. Pero ¡la de Manon es aún más absurda!
La sonrisa del polaco volvió a aparecer. Una sonrisa que me daba asco. Apreté el puño sobre la culata de la Glock. Ese solo contacto me calmó los nervios.
El nuncio se puso de pie, rodeó el escritorio y habló en un tono compasivo.
—No conoces ese expediente tan bien como crees. Biología, química, entomología, botánica: esas eran las asignaturas de Manon en la facultad de Lausana. Parece que hubiera escogido la formación adecuada para ese asesinato.
Hechos nuevos que podían interesarme como madero. Pero el hastío me aplastaba hasta el punto de reblandecerme el cerebro. La voz del prelado me sonaba lejana, como amortiguada por una capa de algodón. En tono reconfortante, añadió:
—No tenemos ninguna certeza. Pero debemos vigilarla.
—¿De modo que cree usted en el diablo? ¿En su realidad física?
—Por supuesto. Es la antifuerza, Mathieu. La vertiente negativa del universo. Crees ser un católico moderno pero tienes prejuicios del siglo pasado. ¡El siglo de las ciencias! Crees que los problemas pueden resolverse con un psiquiatra o con una camisa de fuerza «química». Solo ves la superficie. Acuérdate de Pablo VI: «El mal no es solo una deficiencia, es una eficiencia, un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor». Sí, Mathieu, el diablo existe. Le ha devuelto la vida a Manon. La vida que Dios le había quitado.
—Pero ¿a qué vienen esas investigaciones? ¿Esos análisis, esas extracciones de sangre?
—Si el diablo es lo que la fe nos enseña, es decir, una infección, entonces Manon tiene los rastros de la enfermedad. Está completamente infectada.
—¿Qué es lo que busca? —Reí otra vez, sarcástico—. ¿Una vacuna?
Posó su mano sobre mi hombro.
—No te lo tomes a broma. Manon, Agostina y Raïmo están en el punto de convergencia de dos mundos: el físico y el espiritual. Un espíritu acudió para salvar sus cuerpos. Y sus cuerpos llevan ahora la señal de ese espíritu. El espíritu negro de la Bestia. ¡En Manon vive una célula madre del mal!
Me puse de pie; ya había escuchado bastante. Me dirigí hacia la puerta.
—Se ha equivocado usted de siglo, Zamorski. Habría hecho estragos en la Inquisición.
Con una rapidez sorprendente, el nuncio dio la vuelta a mi alrededor y se me plantó delante:
—¿Qué harás?
—Nos marchamos. Manon y yo. Volvemos a Francia. Y no intente retenernos.
—Manon sabe algo —dijo el polaco, palideciendo—. ¡Debe decírnoslo!
—Ella no sabe nada. No se acuerda de nada.
—El mensaje está en el fondo de ella misma.
—¿Qué mensaje?
—El Juramento del Limbo.
—¿De modo que también usted ha llegado hasta ese punto? ¿Busca lo mismo que los Siervos?
—El pacto existe —dijo, alzando la voz—. Debemos conocer el contenido. ¡Por todos los medios posibles!
—¿Por eso me trajo usted aquí?
Una sonrisa. El nuncio recuperaba la sangre fría.
—Manon no ha confiado nunca en nosotros. Creímos que un joven procedente de Francia… —Se detuvo—.Y tuvimos razón. Después de esta noche…
Me ruboricé a mi pesar. Imaginé a los sacerdotes enfundados en sus sotanas, asistiendo a una escena erótica frente a los monitores de vigilancia. Giré el pomo.
—Manon confía en mí, es cierto. ¡Y utilizaré esa confianza para arrancarla de sus garras!
—Si cruzas ese umbral, no podré hacer nada por ti.
—Soy mayorcito para arreglármelas solo.
—No sabes nada. No imaginas el peligro que os espera fuera.
—Hemos pasado el día y la noche en la ciudad. No nos ha pasado nada.
Zamorski volvió a su escritorio y cogió un periódico polaco: la edición del día anterior de la
Gazeta Wyborcza
. En la portada, la foto de un cadáver sobre un charco de sangre en una acera.
—No leo polaco.
—«Nuevo asesinato ritual en Cracovia.» El quinto vagabundo muerto en menos de un mes. Devorado por los perros. Sobre la acera, con sus vísceras, alguien había trazado un pentagrama. Sin contar con los dos cuerpos de niños trisómicos encontrados la semana pasada río arriba en el Vístula. La autopsia ha revelado que los habían obligado a violarse el uno al otro.
—¿Se supone que debo aterrorizarme?
—Están aquí, Mathieu. Han venido a buscar a Manon. Quizá son unos vagabundos que esperan fuera. O unos sacerdotes rezando en la iglesia de al lado. Están por todas partes. Esperan su momento.
—Probaré suerte. Nuestra suerte.
—No tienen nada que ver con los asesinos que persigues normalmente. Son soldados, ¿comprendes? Los herederos de siglos de abominaciones. La versión moderna de los demonios que acompañan a Satán en las fachadas de las catedrales.
Le mostré mi automática.
—Yo también tengo argumentos modernos.
—Te lo suplico. No salgas de aquí.
—Vuelvo a París. Con Manon. Y no trate de impedirlo. Podría ir a mi embajada y hablar de rapto, de secuestro, de abuso de poder. Seguiré con mi investigación. Es lo que quería, ¿no?
—¿Y ella?
—Ella vivirá conmigo.
Zamorski cabeceó lentamente.
—Te has metido en un buen lío, Mathieu. Lo habías previsto todo para enfrentarte contra el diablo. Salvo el amor.
Abrí la puerta y le lancé una mirada dura.
—No permitiré que la utilice. La ha convertido en un objeto de investigación. En un cebo para los subyugados. Quizá, hasta para el mismo demonio. Según su lógica, espera que Satán se manifieste en el interior de su cuerpo. Está usted dispuesto a todo para provocar esa llegada. He conocido maderos de su calaña. Maderos capaces de lo peor, en nombre de lo mejor. Maderos que creían estar por encima de las leyes. Y en cierto modo, por encima de Dios.
—No blasfemes.
—Continuaré con mi trabajo, Zamorski. A mi manera. Sin mentiras ni manipulación.
El nuncio se apartó, de mala gana.
—Si fuera fiel a esos principios, me limitaría a rezar por ti y por Manon. Pero os protegeremos, a pesar vuestro.
—No necesito a nadie.
—En tiempos de paz, tal vez. Pero la guerra ha empezado.
Mediodía.
Y el día no despuntaba.
Una bruma espesa aplastaba la ciudad. Las calles ya no existían. Los edificios semejaban masas minerales; montañas que se elevaban más allá de las nubes, como en una pintura china. Algunas ramas bajas brillaban de humedad, pero sus contornos se perdían en el vapor nacarado. Todo estaba desierto. Cracovia estaba vacía. Solo algunos coches se deslizaban entre la niebla con los faros encendidos antes de desvanecerse como barcos fantasmas.
No había previsto eso. Salíamos de una opresión para caer en otra. El portal de Scholastyka se cerró pesadamente detrás de nosotros. Tomé la mano de Manon y caminamos por la acera. Ella había preparado una bolsa ligera, del mismo tamaño que la mía. Mirada a la izquierda; luego a la derecha. No se veía nada a tres metros. Di algunos pasos vacilantes. El mundo no solo había desaparecido; los vapores nos sumergían hasta borrarnos.
Creí recordar. Si bajábamos por la izquierda y tomábamos la calle Sienna, cruzaríamos la avenida Sw. Gertrudy. A pesar de esa nube blanca, allí encontraríamos un taxi. Nuestros pasos resonaban sobre la acera. La humedad les daba una especie de brillantez sonora; un taconeo húmedo que se elevaba en el aire tornasolado.
Avanzábamos en silencio. Como si una sola palabra pudiera despertar nuestro miedo. Los edificios parecían desarraigados. Avanzaban con nosotros, desgarrando las crestas de plata como si fueran rompehielos. Un coche pasó. Tuvimos el tiempo justo de dar un paso hacia el costado. Sin saberlo, caminábamos sobre la calzada. El vehículo nos dejó atrás, lentamente. Escuché cómo los parabrisas marcaban la cadencia,
chac-chac-chac
, y luego se desvanecía.
Reemprendimos el camino. El velo de gasa se abría con reticencia y se encerraba inmediatamente a nuestro paso. Ya no estaba seguro de que camináramos por la calle Sienna. Imposible leer las placas con los nombres. Nuestra única referencia era la línea de farolas. Algunas luces estaban encendidas en las ventanas, penetrando en la opacidad de los pisos. Imaginé los hogares cálidos, en los que la gente, atareada, se preparaba la comida de mediodía. El contraste con esa imagen acentuaba nuestra soledad.