Ya estaba otra vez en la correcta longitud de onda.
—Y el liquen, ¿Svendsen tiene alguna novedad?
—Los botánicos han identificado la familia a la que pertenece. Una esencia africana. Una cosa que crece dentro de los grandes árboles tropicales, bajo la corteza, en el momento de su descomposición. Parece que también se puede encontrar en algunas cuevas europeas, si el calor y la humedad son los adecuados. Pero según los especialistas, la presencia de ese liquen es más frecuente en África central.
—¿En los mismos países que el escarabajo?
—Prácticamente sí. Gabón, el Congo, África central.
Gabón. Ya me lo habían mencionado una vez durante la investigación pero no me acordaba de cuándo, dónde o cómo. De todos modos, los datos eran insuficientes para considerar a ese país un elemento recurrente. Pero en mi cabeza daba vueltas la hipótesis de un sospechoso que había vivido en África central.
—Trata de ver si hay un colectivo gabonés o centroafricano en los departamentos del Jura —dije—. Comprueba también si hay antiguos expatriados en esa región.
—Eso no será moco de pavo.
—Utiliza la red administrativa. El registro civil. La pasma. La seguridad social. Mira sobre todo en internet, utilizando esas palabras clave.
Foucault no tuvo tiempo para contestarme. Cambié de cuestión, con la cabeza ya en otra cosa.
—¿Y Raïmo Rihiimäki? ¿Has recibido el expediente?
—Todavía no. Pero he vuelto a hablar con los maderos de Tallinn. Parece una historia gore. Que sepamos, Rihiimäki ha cometido por lo menos cinco crímenes, uno de ellos el de una mujer y su cría, de siete años, en un pueblo del norte. Sin contar con dos violaciones, tres asaltos a mano armada y un largo etcétera. Una especie de loco errante estilo Roberto Succo. No le dispararon a quemarropa, como creí entender en un principio. Fue acorralado por los maderos de una aldea con un nombre impronunciable y apaleado hasta la muerte. Hemorragias en el fondo del ojo, fractura de cráneo, traumatismos múltiples, ya te imaginas… Los maderos se desfogaron. El tío había aterrorizado ese lugar durante un mes.
—¿Y el coma?
—¿Qué pasa con el coma?
—El que sufrió después de ahogarse.
—Mat, nadie ha relacionado ese asunto con sus crímenes. Solo tú has…
—¿Te sería posible conseguir su historia clínica?
—¿En estonio? ¡Buena suerte, colega!
—¿Puedes conseguirlo o no?
—Lo intentaré. ¡Con un poco de suerte estará redactado en ruso!
No me tomé la molestia de reírme.
—Tenme al corriente.
—¿Cómo?
—El móvil. Tengo cobertura.
—¿Y tú? ¿Qué tal si me dijeras algo más?
Ahora me tocaba echarle unas migajas a Foucault.
—El gendarme asesinado, en el Jura. Su nombre es Stéphane Sarrazin. Pero es falso. En realidad, se llama Thomas Longhini.
—¿El crío que buscábamos?
—El mismo. Convertido en gendarme; adepto al satanismo en sus ratos libres. Su asesinato tiene relación con mi caso.
—¿De qué modo?
—Todavía no lo sé. Llama al SPRJ de Besançon y pregúntales si tienen informes sobre las pruebas recogidas en casa de Sarrazin. Había una frase escrita con sangre.
—¿Estabas allí?
—Yo descubrí el cuerpo.
—No se te puede dejar solo ni un minuto.
—Comprueba si han analizado la frase. Si había huellas u otros indicios. Pero no te pongas en contacto con los gendarmes, ¿entendido? No deben saber que este asunto nos interesa. Y mucho menos con la juez, una mujer llamada Corine Magnan.
—¿Eso es todo, mi general?
—Sí. Ponte en contacto con el grupo especializado en sectas de los Servicios de Información de la Policía. Comprueba si tienen un expediente sobre un grupo satánico. Unos tíos que se hacen llamar los Siervos de Satán. O, a veces, los Escribas.
Silencio. Foucault tomaba nota. A modo de conclusión, dije:
—Sigue adelante con todo eso. Volveré pronto. Entonces te daré los detalles.
Colgué. Esos tanteos no conducían a nada pero me había vuelto a poner en marcha. Y mantenía la esperanza de que esos datos se cruzaran en alguna parte. Un punto de intersección que indicara quizá no un nombre, pero por lo menos una dirección que seguir.
Llamé a Svendsen. A pesar de que era tarde, su «dígame» era vivaz. Sin embargo, en cuanto reconoció mi voz, me echó la caballería encima.
—¿Qué coño haces? ¡No hay modo de encontrarte! ¡Ni siquiera tienes buzón de voz!
—Estoy en Polonia.
—¿En Polonia?
—Olvídalo. Necesito que hagas algo para mí.
—Tengo muchas novedades.
—Lo sé. Acabo de hablar con Foucault.
El sueco soltó un gruñido, decepcionado por no ser el primero en informar sobre sus hallazgos.
—Se ha cometido un asesinato en Besançon —dije—. Un gendarme.
—Lo he leído. En
Le Monde
de ayer por la tarde.
De modo que el asesinato había atraído la atención de algunos periódicos nacionales. Era una señal. El caso Simonis iba a estallar. En adelante, mi equipo tendría no solo que eludir a los gendarmes, sino también a los medios de comunicación. Proseguí:
—Habrá una autopsia. Quisiera que llamaras a Guillaume Valleret, el forense del hospital Jean-Minjoz de Besançon.
—No lo conozco.
—Sí. Acuérdate, te había pedido información sobre él.
—¿El depresivo?
—El mismo. Pídele detalles sobre el cuerpo.
—¿Por qué me los daría?
—Ya ha hablado conmigo acerca de Sylvie Simonis.
—¿Es el mismo caso?
—El mismo asesino, a mi modo de ver. Juega con la degeneración de los cuerpos. Pregúntale a Valleret si ha observado algún trabajo de ese tipo en el gendarme.
—¿El cuerpo ya estaba descompuesto?
El olor en las fosas de la nariz, la moscas a mi alrededor, la cerámica manchada de sangre.
—No tanto como el de Sylvie Simonis, pero el asesino ha acelerado el proceso.
—¿Has visto el cadáver?
—Habla con Valleret. Interrógalo y llámame de vuelta.
—¿Ese asesino es el tío que buscas desde el principio?
Sobre los azulejos del cuarto de baño: solo tú y yo. Sobre el panel del confesionario: te esperaba. Como si yo no lo buscara a él, sino él a mí. Alejé esos pensamientos y concluí:
—Habla con el forense. Eres tú quien debe conseguir las respuestas.
—Lo llamaré a primera hora de la mañana.
Corté la comunicación. Tumbado, observé los muros que me rodeaban. Negros, gruesos, indestructibles. Los mismos que protegían a Manon.
Inmediatamente, ella volvió a convertirse en el centro de mis pensamientos. Aureolada de pensamientos estremecedores, de febrilidad adolescente. «No», me dije, sacudiendo la cabeza. Había hablado en voz alta. Debía concentrarme exclusivamente en la investigación.
Interrogar a Manon Simonis.
Sondear su memoria e irme de Polonia. Antes de perder la objetividad sobre ella.
Miércoles, 6 de noviembre
Llevaba dos días deambulando por Cracovia, tratando de eludir a Manon. No había modo de enfrentarme a la princesa. Había contraído una enfermedad y aún me debatía, negándome a sucumbir a mis sentimientos. Se podía expresar de otro modo: estaba aterrorizado ante la idea de no agradarle, de fracasar.
Olvidé el caso y desperdicié esos días vagando por la ciudad, sin ni siquiera escuchar los mensajes. No obstante, al despertar aquella mañana, decidí volver a mi tarea. Me levanté y encendí el móvil. Escuché el buzón de voz. Foucault. Svendsen. Varias llamadas, cada vez más impacientes. Los llamé en el acto. Contestadores. Eran las siete de la mañana.
Me vestí sin ducharme; hacía demasiado frío. Encendí el ordenador. Mis e-mails. Ni rastro del expediente de Raïmo Rihiimäki en inglés. Ningún mensaje importante. Consulté los periódicos habituales.
La République des Pyrénées. Le Courrier du Jura. L’Est républicain
. Los artículos sobre los asesinatos de Bucholz y de Sarrazin perdían interés poco a poco. Ya no tenían sustancia.
Volví al presente. Desde la noche anterior, una idea me rondaba, sutilmente. Husmear un poco en el convento monasterio; sus actividades me parecían cada vez más oscuras, a pesar de la visita guiada de Zamorski.
Había tratado de volver al cuartel general subterráneo. Imposible. Sensores biométricos, cámaras, células fotoeléctricas. La zona estaba extremadamente protegida, más cerrada que una instalación militar. El resto de las habitaciones de la planta baja también tenían su parte de misterio. El día anterior había dibujado un plano del claustro. Los edificios en torno a la torre central formaban dos L; cada una de ellas correspondía a una orden: las benedictinas al nordeste, los sacerdotes al sudoeste. Cada zona poseía una capilla; no había ningún espacio común excepto el refectorio, donde hombres y mujeres comían alternativamente.
Me concentré en el sector sudoeste. Había sombreado con lápiz las partes ya visitadas. En la planta baja, los despachos administrativos. A continuación, una biblioteca. Unos seminaristas preparaban sus tesis sobre episodios de la historia religiosa de Polonia. Luego, la capilla y un espacio de recreo. Me faltaba conocer dos salas, en la intersección de los dos cuerpos de la L. Apostaba por el despacho privado de Zamorski y una sala de reuniones secreta.
Me puse la chaqueta y decidí dar un paseo matinal. Las benedictinas rezaban el ángelus y los sacerdotes desayunaban. Era la hora ideal.
Caminé por el paseo y bajé. Estaba amaneciendo. En el ángulo que formaban las dos galerías, me detuve frente a la puerta que correspondía a la habitación de mayor tamaño: supuestamente, la sala secreta. Saqué mi llave maestra. Frescor de la piedra. Olor de boj y de cipreses. El frío individualizaba cada sensación. Deslicé la primera llave y me di cuenta de que la puerta ni siquiera estaba cerrada.
Otra capilla.
Más larga, más estrecha, más misteriosa.
Por unas ventanas angostas se entreveía el azul del alba. Unas hileras de sillas frente a los pupitres con sus tapas cerradas se sucedían hasta el coro. El rosetón, en el vitral blanco del fondo, parecía arrugado como papel de plata.
Di algunos pasos. Lo impresionante de aquel lugar era la calidad excepcional del silencio y la pureza del frío. Mis ojos se acostumbraron a la penumbra. Ahora distinguía los colores. Las columnas eran blancas, el suelo era de cerámica, de un ocre suave, el enlucido de los muros era verde pastel. En ese lugar no había nada que me interesara, pero una fuerza me impulsaba a permanecer allí.
De pronto, la estancia se iluminó.
—El blanco, el rojo y el verde. Los colores del príncipe Jabelowski, el fundador del monasterio.
Me volví. Zamorski estaba en el umbral de la sala, con la mano posada aún en el interruptor. Fingí desenvoltura.
—¿Dónde estamos?
—En una biblioteca.
—No veo ningún libro.
Zamorski caminó por el pasillo central y abrió la tapa de un pupitre. Las encuadernaciones de piel brillaban como lingotes de oro sellado. Cogió un volumen. Sonó un chasquido; el ejemplar estaba atado con una cadena. Una varilla de hierro negro pasaba a lo largo de la madera donde se alineaban los anillos. Había oído hablar de ese tipo de bibliotecas que databan del Renacimiento. Lugares donde los libros eran prisioneros.
—La sala se construyó en el siglo XV —confirmó el nuncio—. Se ha conservado a pesar de las guerras, las invasiones, el nazismo, el comunismo. Un lugar simbólico que nos interesa en grado sumo.
—¿Quieren ustedes hacer un museo? —pregunté en tono irónico.
Dejó el pesado volumen infolio produciendo un ruido lúgubre.
—Este lugar es emblemático de nuestra lucha, Mathieu. En 1450, después de la guerra husita que había destruido numerosos centros religiosos, el príncipe Jabelowski hizo construir este claustro. Tenía un proyecto. Fundar una congregación nueva, después de haber sufrido una experiencia mental digamos, particular.
—Quiere usted decir…
—Un Sin Luz, sí. Después de caer de un caballo, Jabelowski entró en coma. Cuando se despertó, pretendió haber visto al diablo. Debió de ser convincente, ya que numerosos monjes lo siguieron y cambiaron el hábito. Su monasterio tenía como misión recopilar la palabra del Maligno. En ese sentido, se puede considerar a Jabelowski el fundador de la secta de los Siervos de Satán.
Todo se relacionaba: un Sin Luz había fundado la orden de los Siervos. Y, ahora, estos últimos perseguían a los Sin Luz. Zamorski estaba a varios metros de mí. El frío de la nave se erigía entre los dos.
—Si es un monasterio maldito, ¿por qué se instalaron ustedes en él?
—Sin duda por la afición a las paradojas.
—Deje de jugar conmigo. A los ojos de los Siervos, Scholastyka debe de tener una enorme importancia, ¿no?
—¡Es su basílica de San Pedro! Se supone que Jabelowski está enterrado bajo la estructura del edificio.
—¿No tratan de comprarlo? ¿De visitarlo?
Zamorski hizo gala de una sonrisa elocuente. Por fin comprendí.
—Ustedes han transformado este lugar en un búnker porque los están esperando.
—Sí, podemos suponer que algún día intentarán penetrar aquí.
—Y ustedes los están esperando. Este monasterio es una trampa. Una trampa en la que han puesto un cebo: Manon.
El polaco soltó una carcajada.
—¿Dónde crees que estás? ¿En Fort Alamo?
Por más que fingiera divertirse, sabía que había acertado. Los sacerdotes querían atraer a los satanistas a su bastión. Se avecinaba una batalla medieval. Di algunos pasos hacia él. Ahora estábamos frente a frente.
—Los Siervos también tienen otras actividades —susurró—. Principalmente, tratamos de obstaculizar su carrera.
—¿Qué carrera?
—La carrera hacia el mal. Ciega, desenfrenada.
Abrió otro pupitre, no contenía incunables encadenados, sino carpetas con espirales de metal. Abrió una de ellas y me mostró una fotografía plastificada.
—¿Conoces la cita: «No hay ideas, solo hay actos»?
Me pasó la carpeta. El rostro de un cadáver, con la boca abierta y un gancho hundido en la lengua. Pensé en los Apocalipsis, escritos apócrifos que describían el infierno: «Algunos de ellos pendían de sus lenguas».
El polaco volvió la página, con un chasquido de la hoja. Un tronco humano; sus cuatro miembros estaban desperdigados en un vertedero municipal. Otro chasquido. El cuerpo de un niño, minúsculo, desecado como una momia, hecho jirones, atado a una picota. Luego, un caballo con los ojos arrancados y los genitales cortados. La bestia parecía flotar sobre un inmenso charco negro.