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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaca, Thriller

Esclavos de la oscuridad (77 page)

BOOK: Esclavos de la oscuridad
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—¿Pretende impedírmelo?

—No pretendo nada —dijo—. No puede verla. Lo sabe.

—¡Soy inspector jefe de la Criminal!

—Tranquilícese.

Había gritado en un lugar lleno de maderos. Todas las miradas cayeron sobre mí. Me pasé la mano por el rostro, húmedo de sudor. Mis dedos temblaban. Magnan me cogió del brazo y, suavizando algo el tono, me propuso:

—Venga. Vayamos a mi despacho.

El control de seguridad y luego, a la derecha, un pasillo sembrado de puertas. Sala de reunión. Mesa blanca, hilera de sillas, paredes beige. Terreno neutral.

—Usted conoce la ley tan bien como yo —dijo la juez cerrando la puerta—. No haga el ridículo.

—¡No tiene nada contra ella!

—Simplemente quiero interrogarla. No estaba segura de que aceptara venir sin medidas coercitivas.

—¡Joder! ¿Para declarar sobre qué?

—Sobre su propia experiencia. Quiero buscar en sus recuerdos.

Caminé por detrás de las sillas sin sentarme, descontrolado.

—Manon no recuerda nada. Lo ha dicho una y otra vez. Joder, es usted sorda ¿o qué?

—Tranquilícese. Tengo que estar segura de que no ha vivido una experiencia similar a la de Luc, ¿comprende? Hay novedades.

—¿Novedades?

—Vi a Luc Soubeyras anoche. Su estado empeora.

Palidecí.

—¿Y ahora qué le pasa?

—Una especie de crisis. Pidió hablar conmigo, urgentemente.

—¿Cómo estaba?

—Vaya a verlo. No puedo describirle lo que he visto.

Golpeé la mesa con las dos manos.

—¿A eso llama una novedad? ¿A un hombre en pleno delirio?

—Ese delirio es un hecho. Luc pretende que Manon Simonis ha sufrido el mismo trauma. Dice que ella permanece bajo la influencia de aquella vieja vivencia. Una conmoción que podría haber liberado en ella instintos asesinos.

—¿Y usted cree esas gilipolleces?

—Tengo un cadáver entre manos. Quiero interrogar a Manon.

—¿Cree que está loca?

—Tengo que asegurarme de que es totalmente dueña de sí misma.

Comprendí otra verdad. Alcé la vista hacia el techo.

—¿Hay un psiquiatra allá arriba?

—He designado a un experto, sí. Examinará a Manon después de que yo le haya tomado declaración.

Me hundí en una silla.

—No lo soportará. Joder, usted no se da cuenta.

Corine Magnan se acercó. Por encima de la fila de sillas, su mano rozó la mesa de reuniones.

—Actuaremos con mucho cuidado. No puedo descartar que la clave del caso se encuentre en esa zona oscura de su mente.

No contesté. Pensaba en las palabras que Manon había dicho en latín, unas horas antes. «
Lex est quod facimus…
» Ya no estaba seguro de nada.

Corine Magnan se sentó frente a mí.

—Seré sincera, Mathieu. En este caso, voy un poco a ciegas. Y quiero ir paso a paso. No puedo desechar ninguna hipótesis.

—Suponer que Manon esté poseída es cualquier cosa menos una hipótesis.

—Todo en el caso Simonis es anormal. El método del asesino. La personalidad de Sylvie, una fanática de la religión, sospechosa de infanticidio. Su hija, víctima de un asesinato, atravesando la muerte sin recordar nada. El hecho de que el homicidio que nos ocupa sea la copia exacta de otros asesinatos, igualmente retorcidos. ¡Y ahora Luc Soubeyras que se hunde voluntariamente en el coma hasta perder la razón!

—¿Tan mal está?

—Vaya a verlo.

Observé su rostro de cerca; sus pecas me recordaban a las de Luc. Esa piel lechosa, seca, mineral, que encerraba cierta dulzura pero también un misterio. Magnan no era antipática, solo se sentía perdida con aquel expediente. Cambié de tono.

—¿Cuánto tiempo durará el interrogatorio?

—Algunas horas. No más. Luego, la verá el psiquiatra. Al final de la tarde estará en libertad.

—No utilizará hipnosis o algo así, ¿verdad?

—El caso ya es bastante extraño. No lo compliquemos más.

Me levanté y caminé hasta la puerta, con los hombros caídos. La magistrada me acompañó hasta el vestíbulo. Allí, se volvió y me apretó el brazo amistosamente.

—Lo llamaré en cuanto hayamos terminado.

Cuando empujé las cristaleras del exterior, un rayo de luz me atravesó el corazón. Abandonaba a la mujer que amaba. Y ni siquiera sabía quién era verdaderamente.

Inmediatamente, tomé una decisión. Se me hizo un nudo en la garganta.

Tenía que darme prisa.

Pero primero debía hacer una visita.

Las doce y cuarto.

Me di una hora, ni un segundo más, para dar ese rodeo.

108

—Hemos tenido un problema.

—¿Qué problema?

—Luc está actualmente en Ingreso Forzoso. Se ha vuelto peligroso.

—¿Para quién?

—Para sí mismo. Para los demás. Lo hemos trasladado a una celda de aislamiento.

Pascal Zucca ya no estaba rojo, sino blanco. Y su actitud no tenía nada de aquella soltura de nuestro encuentro del día anterior. Se adivinaba una tensión latente bajo su semblante inexpresivo.

—¿Qué ha pasado? —repetí.

—Luc ha sufrido una crisis. Muy violenta.

—¿Ha atacado a alguien?

—A nadie. Ha destruido material sanitario. Ha arrancado un lavabo.

—¿Un lavabo?

—Estamos acostumbrados a ese tipo de hazañas.

Sacó un cigarrillo de su bolsillo: un Marlboro Light. Le di fuego con mi Zippo. Después de una calada, murmuró:

—No me esperaba una evolución tan… rápida.

—¿Puede ser una simulación?

—Si lo es está muy lograda.

—¿Puedo verlo?

—Obviamente.

—¿Por qué «obviamente»?

—Porque es a usted a quien quiere ver. Por eso se ha cargado todo eso en su habitación. Primero ha hablado con la magistrada, luego ha exigido que viniera usted. No he querido ceder a otro chantaje. Resultado: lo ha roto todo.

Recorrimos el pasillo de los ojos de buey sin decir palabra. Zucca caminaba de una manera mecánica, que no tenía nada que ver con el ágil corredor del día anterior. Me hizo entrar en un consultorio. Un despacho, una camilla, armarios para fármacos. Tiró de la cortina veneciana de una ventana interior que daba a otra estancia.

—Está ahí.

Miré entre los listones. Luc estaba desnudo, sentado en el suelo, envuelto en una manta blanca y gruesa que parecía un quimono de yudo. La habitación estaba vacía. Nada de mobiliario. Ninguna ventana. Ningún pomo. Las paredes, el techo y el suelo eran blancos y no había ningún enchufe.

—Por el momento está tranquilo —comentó Zucca—. Lo hemos medicado con Haldol, un antipsicótico que supuestamente permite al paciente diferenciar entre realidad y delirio. También le hemos inyectado un sedante. Las cifras en principio no le dirán nada, pero hemos tenido que alcanzar unas dosis impresionantes. No entiendo cómo ha podido suceder. Semejante degradación, en tan poco tiempo…

Observé a mi mejor amigo a través del cristal. Estaba postrado bajo la manta, inmóvil. Su piel lampiña, su cráneo afeitado, su rostro ausente, en ese espacio absolutamente vacío. Se diría que se trataba de una performance de arte contemporáneo. Una obra nihilista.

—¿Me comprenderá?

—Creo que sí. No ha dicho ni una sola palabra en toda la mañana. Le abriré.

Salimos de la consulta. Mientras el médico deslizaba la llave en la puerta, le pregunté:

—¿De verdad es peligroso?

—Ya no lo es. De cualquier manera, su presencia conseguirá apaciguarlo.

—¿Por qué no me ha llamado más temprano?

—Le dejé un mensaje en su despacho, anoche. Yo no tenía su número de móvil y Luc no conseguía recordarlo.

Cogió el pomo y se volvió hacia mí.

—¿Recuerda nuestra conversación de ayer? ¿Acerca de lo que Luc había visto en el fondo de su inconsciente?

—No es algo que se olvide fácilmente. Habló usted del infierno.

—Hoy, esas imágenes lo acosan. El anciano. Los muros llenos de rostros. Los gemidos del pasillo. Luc está aterrorizado. La fuerza que utilizó anoche se explica por ese terror. Un terror que, literalmente, lo supera.

—Entonces, ¿se trata de una crisis de pánico?

—No solo eso. Es agresivo, cruel, grosero. Le ahorro los detalles.

—¿Me está diciendo que parece un… poseso?

—En otra época habría sido un firme candidato a la hoguera.

—¿Cree que su estado empeorará?

—Ya se habla de internarlo en el Henri-Colin. Nuestro servicio para pacientes graves. Pero a mi modo de ver, no hay que apresurarse. Su estado podría mejorar.

Entré en la habitación mientras la puerta se cerraba detrás de mí. Cada detalle era como una bofetada. La blancura de la luz, integrada en el techo. El cubo rojo colocado en un rincón para hacer las necesidades. El colchón en el que Luc estaba sentado, que parecía una colchoneta de gimnasia.

—¿Qué tal? —pregunté, en tono informal.

—En pelotas.

Soltó una breve risa socarrona; luego se metió debajo de la manta, como si tuviera frío. En realidad, el calor era sofocante. Me aflojé la corbata.

—¿Querías verme?

Luc tuvo un espasmo, con la cabeza baja. Su pierna apareció entre dos pliegues de la tela. Se rascó con violencia. Poniendo una rodilla en el suelo, repetí:

—¿Por qué querías verme? ¿Puedo ayudarte en algo?

Alzó los ojos. Bajo las cejas pelirrojas, las pupilas tenían un brillo amarillento, febril.

—Quiero que me hagas un favor.

—Dime.

—¿Te acuerdas del pasaje de la prisión de Cristo?

Empezó a recitar, con los ojos dirigidos hacia el techo:

Dijo Jesús a los príncipes de los sacerdotes, oficiales del templo y ancianos que habían venido contra Él: «¿Cómo contra un ladrón habéis venido con espadas y garrotes? Estando yo cada día en el templo con vosotros, no extendisteis las manos en mí; pero esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas».

—No entiendo.

—Es la hora de las tinieblas, Mat. El mal ha triunfado. No habrá vuelta atrás.

—¿De qué hablas?

—De mí.

Tiritó. El frío parecía haberse apoderado de él, contaminado, hasta los huesos. Como la materia que constituía su ser.

—Me he sacrificado, Mat. Me he matado a mí mismo, como cuando tomé las armas en Vukovar. Pero esta vez, no habrá redención, no habrá resurrección. Satán es el gran vencedor. Está invadiéndome. Pierdo el control.

Traté de sonreír pero no lo logré. No pude. Luc era un mártir total. No solo había sacrificado su vida, sino también su alma. No conocería la salvación en el cielo, dado que su martirio consistía, precisamente, en haber renunciado a ella.

Una carcajada desgarró su boca.

—En el fondo me siento liberado. Ya no experimento esa eterna exigencia del bien. He soltado el timón y siento que voy a la deriva.

—No puedes abandonarte.

—No has entendido nada, Mat. Soy un Sin Luz. Todo lo que puedo hacer es dar mi testimonio. —Posó el índice sobre su sien—. Describir lo que ocurre aquí, en mi mente.

Hizo una pausa, agachado, concentrado, como si estuviera examinando su ser interior con un microscopio.

—Una parte de mí todavía es consciente de mi caída. Una parte aterrorizada. Pero la otra, cada vez más grande, goza de esa liberación. Es como un tintero que va volcándose en mi cerebro. —Rió—. Soy un infiltrado, Mat. Me he infiltrado entre los condenados. Dentro de poco tiempo estaré perdido para la causa.

Sentí crecer la irritación en mí. Todo mi proceder se oponía a esa retórica, a esa posición. Quería dirigir la investigación desde lo racional, lo concreto, y Luc se dejaba llevar por supercherías.

—Me has dicho que querías pedirme un favor —dije, impaciente—. ¿De qué se trata?

—Protege a mi familia.

—¿De quién?

—De mí. Dentro de un par de días, sembraré la violencia y el terror. Y empezaré por los míos.

Posé mi mano sobre su hombro.

—Luc, aquí te están tratando. No tienes nada que temer. Tu…

—Cierra el pico. No sabes nada. Muy pronto, esta habitación de aislamiento no me impedirá actuar. Muy pronto, todos confiaréis nuevamente en mí. Aparentemente, habré recuperado la salud mental. Pero será entonces cuando me volveré realmente peligroso.

Suspiré.

—¿Qué quieres que haga, concretamente?

—Pon vigilancia delante de mi casa. Protege a Laure. Protege a las niñas.

—Es absurdo.

Me lanzó una mirada penetrante, como si quisiera entrar en mi mente.

—No soy la única amenaza, Mat.

—¿Cuál es la otra?

—Manon. Querrá vengarse.

Era demasiado delirante. Me levanté.

—Tienes que curarte.

—¡Óyeme!

Durante un breve instante, el odio lo desfiguró. Durante un breve instante creí en el reino de Satán.

—¿Crees que me perdonará por haber declarado en su contra? No la conoces. No sabes nada de su espíritu. No sabes nada de Aquel que habita en ella. Actuará tan pronto como le sea posible. Destruirá lo que más quiero. Su expresión inocente es una máscara. Está completamente saturada por el diablo. Y no puede perdonarme. Estoy traicionando su secreto, ¿lo entiendes? Querrá detenerme. ¡Y vengarse destruyendo a los míos!

—Estás delirando.

—Hazlo. En nombre de nuestra amistad.

Retrocedí un paso. Sabía que Zucca nos observaba a través de la cortina. Volvería para abrir la puerta. Mi intención era interrogar a Luc acerca de lo que recordaba después de despertar. Quería saber si recordaba a un médico en particular, que hubiera pasado a verlo varias veces. Un posible Visitante del Limbo.

Pero renuncié a preguntarle nada.

Con Haldol o sin, Luc ya no hacía ninguna distinción entre la realidad y su delirio.

La puerta se abrió a mis espaldas. Luc se enderezó en el colchón.

—Manda a unos hombres. Te lo suplico, por favor. No te cuesta nada, ¿no?

—De acuerdo. Cuenta conmigo.

109

De vuelta al despacho.

Los expedientes habían llegado por fax y por e-mail.

El informe de la comisión internacional de expertos sobre el caso de Agostina Gedda.

La historia clínica y psiquiátrica de Raïmo Rihiimäki.

La lista de todos los que habían estado en contacto con Luc en el Hôtel-Dieu.

Sin quitarme el abrigo, imprimí los dos últimos documentos recibidos por e-mail y empecé a leer el fax con la lista de los expertos que habían certificado el milagro de Agostina. El famoso Comité Médico Internacional:

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