—Profesor Andreas Schmidt
Universität zu Köln
Albertus-Magnus-Platz
50923 KÖLN - DEUTSCHLAND
—Doctora Maria Spinelli
Policlinico Universitario
Viale A. Doria - 95125 CATANIA - ITALIA
—Doctor Giovanni Ponteviaggio
Ospedale dei bambini G. di Cristina
Piazza Porta Montalto —8
90134 PALERMO - ITALIA
—Profesor Chris Hartley
King’s College London
Strand, London WC2R 2LS - ENGLAND, UNITED KINGDOM
—Doctor Martin Gens
Centre Hospitalier Psychiatrique de Liège
Site du Petit Bourgogne
Rue Professeur-Mahaim 84
4000 LIÈGE - BELGIQUE
—Profesor Moritz Beltreïn
Centre Hospitalier Universitaire Vaudois
Rue du Bugnon 46
1011 LAUSANNE - SUISSE
—Monseñor Filippo de Luca
Caritas Diocesana di Livorno
Via del Seminario, 59
57122 LIVORNO - ITALIA
—Pierre Bucholz
Bureau des Constatations Médicales
Les Sanctuaires
1, avenue Monseigneur-Théas
65108 LOURDES CEDEX FRANCE
Un nombre me saltó a la vista: Moritz Beltreïn. ¿Qué coño hacía en ese listado? Como especialista internacional en el coma, no era extraño que la Curia romana hubiera solicitado sus servicios para estudiar el caso de Agostina. Sin embargo, cuando le mostré el nombre de la mujer de Catania, pretendió no conocerla. ¿Por qué mentirme?
Cogí los folios relativos a Raïmo Rihiimäki, recién impresos. Con un rotulador fluorescente marqué los nombres propios en el texto estonio. Pasé el rotulador sobre cada uno de ellos, todos eran de origen báltico y no me decían nada.
Al final del documento, encontré un párrafo redactado en inglés. Un informe con las conclusiones de un especialista extranjero, que había viajado allí para corroborar la recuperación de Raïmo.
Estuve a punto de gritar.
La firma decía ¡Moritz Beltreïn!
Las líneas se confundieron delante de mis ojos. ¿Sería el suizo el Visitante del Limbo? ¿O al menos estaría relacionado con la serie de asesinatos? ¿Ese profesor con los pies puestos tan firmemente en la tierra, el mismo que se me había reído en la cara cuando le había hablado de milagros y de diablos?
Saqué de la impresora la lista de Eric Thuillier: los médicos, los especialistas y las enfermeras que habían estado en contacto con Luc después de que despertara. En total, una treintena de nombres.
Recorrí la lista de patronímicos con mi Stabilo. En la parte superior de la segunda página, cuatro sílabas me arrancaron un gemido: Moritz Beltreïn. ¡Estuvo presente en el servicio de reanimación del Hôtel-Dieu los días 5, 7 y 8 de noviembre!
Presente desde el primer día consciente de Luc Soubeyras.
Mis pensamientos seguían el ritmo de mi corazón.
Sacudidas y torrentes.
Moritz Beltreïn, el Visitante del Limbo.
El individuo indescifrable. El sosias de Elton John. ¿El verdadero creador de los Sin Luz? ¿El manipulador que se introducía subrepticiamente en el inconsciente de los rescatados y mataba según un ritual demoníaco?
Descolgué el teléfono y llamé a Thuillier. Lo abordé sin preámbulos:
—Quería hablarle de un médico suizo. Moritz Beltreïn.
—Sí. ¿Qué pasa?
—¿Lo conoce?
—Por supuesto. Una eminencia.
—Por su lista, veo que estuvo en el Hôtel-Dieu cuando Luc salió del coma.
—Una casualidad. Estaba de paso por París. Entrevistó a Luc porque está escribiendo un libro sobre el coma. O un artículo, no recuerdo exactamente.
—¿Qué opinión le merece?
—Es un genio. Con su trabajo ha revolucionado las técnicas de reanimación. Está al corriente de todo lo que sucede en este campo. Nada se le escapa.
Alternancia de latigazos ardientes y helados en mi rostro. Beltreïn encajaba perfectamente en el perfil del Visitante. Estaba informado de los casos de reanimación más espectaculares de todo el mundo. Contaba con una sólida red internacional. Estaba constantemente concentrado en esos confines indefinibles de la mente: el coma. La muerte. El despertar. Un hombre que, detrás de su apariencia de médico racionalista, debía de estar fascinado por el limbo de la inconsciencia.
—¿Sabe si visitó varias veces a Luc?
—¿A qué vienen esas preguntas?
—Trate de recordar.
—Sí, ha venido varias veces. Es amigo del director de nuestro servicio. Le repito que está escribiendo un libro.
Un especialista en reanimación. Un experto en anestesia. Un médico que podía jugar con las fronteras de la mente humana. De repente lo vi, de pie en la habitación, inyectando a Luc un compuesto de iboga, luego reapareciendo caracterizado, luminiscente, bailando en la oscuridad.
El diablo albino del pasillo.
—La primera vez —dije casi sin aliento—, usted mencionó unas marcas de pinchazos en los brazos de Luc.
—¿Y?
—En estos últimos días, ¿ha observado si había otras más recientes?
Por fin, Thuillier comprendió adónde quería llegar.
—¿Cree que Beltreïn es su doctor Mabuse?
—Había marcas recientes, ¿sí o no?
—Imposible afirmarlo. Un reanimado es un auténtico colador. Las perfusiones, los tratamientos, los…
—Gracias, doctor.
—Espere. Conozco a Beltreïn desde hace mucho tiempo y..
—Volveré a llamarlo.
Corté sin que mis sospechas disminuyeran. De una manera o de otra, Beltreïn estaba relacionado con los Sin Luz. Miré el reloj las tres menos veinte. Y seguía sin tener noticias de Manon.
En el hervidero de mi cabeza, un plan se concretaba. Tomar el primer TGV con destino a Lausana para interrogar a Beltreïn cuando regresara del seminario. Mejor aún: registrar su piso antes de que llegara.
Quizá era una manera estúpida de desperdiciar ocho horas del día.
Quizá, por el contrario, era el último capítulo de mi investigación.
Llamé a Foucault y le pedí que fuera a buscar a Manon cuando saliera de la detención preventiva y le hiciera compañía. Estaba seguro de que sabría ganarse su confianza. Foucault no había colgado aún y yo ya marcaba el número de la estación de Lyon.
TGV, en primera.
Un largo y confortable fuselaje, atravesando bosques, llanuras, colinas. Con la frente pegada a la ventana, imagino un serrucho monstruoso que corta el paisaje, que lo abre como si fuera un vientre. En mi piel, el bramido del viento, el deslizamiento sordo de los rieles, que refuerzan aún más la impresión de acorazado, de búnker lanzado a máxima velocidad.
A mi alrededor, hombres con corbata, los ojos entrecerrados sobre sus portátiles, los rostros inclinados sobre los móviles. Conversaciones telefónicas. El mismo tono grave, de entendidos, conciliador, con los mismos tratos comerciales, el mismo materialismo encarnizado. Todo eso, captado a través de mi pesadilla.
¿Quién podría creer que voy al encuentro de un brutal asesino?
Moritz Beltreïn, el Visitante del Limbo.
Por enésima vez, sopeso los argumentos a favor y en contra.
A favor. Su presencia junto a los cuatro sospechosos del caso. Sus mentiras con respecto a Agostina y a Raïmo durante nuestro primer encuentro. Sus conocimientos acerca del coma, de la reanimación, de la farmacología. Y su lugar de residencia, cerca de los valles del Jura, una región que siempre he percibido como la cuna del asesino.
En contra. Como especialista mundial en reanimación, Beltreïn puede haberse cruzado en el camino de los rescatados por razones profesionales. Sus características físicas: ¿cómo ese hombrecillo de gafas gruesas podría convertirse en un ángel filiforme, un anciano luminiscente, un niño con las carnes en jirones?
Una vez más, surge la duda. Después de todo, mi postulado inicial, el Visitante del Limbo, no tiene ninguna base. Quizá todo es solo un espejismo… Un delirio personal.
Meto la mano en el portafolio y saco la documentación sobre Beltreïn que he imprimido antes de salir. Una biografía completa, gracias a fragmentos encontrados en la página de internet del hospital universitario de Lausana y a artículos descargados de periódicos suizos.
Nacido en 1942, en el cantón de Lucerna. Estudios en Zurich. Facultad de medicina, cirugía cardiovascular, hasta 1969. Harvard (PBBH)
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desde 1970 hasta 1972. A continuación, Francia, donde forma parte del equipo de cirugía del hospital de Bordeaux: 1973-1978. Finalmente, regreso a Suiza, al Hospital Universitario de Lausana, donde en 1981 es nombrado jefe del Servicio de Cirugía Cardiovascular.
Paso de largo la interminable lista de distinciones, las conferencias y seminarios en todo el mundo. Entre los artículos busco una sombra, un error entre líneas. Nada. Ni el menor asomo de creencia esotérica. Ni el menor problema en las instituciones donde ha trabajado. Ni la menor sospecha, la menor mancha en ningún terreno.
Soltero, sin hijos, es un hombre que está completamente dedicado a su oficio. Un genio de la investigación, un orgullo nacional, que salva vidas como otros van a fichar a la fábrica.
Contemplo las fotografías de los artículos. Rostro redondo, flequillo corto, gafas gruesas. Una cabeza de caniche peludo, con algo opaco, abstracto, disimulado. ¿El Visitante del Limbo?
Imposible lograr que se incline la balanza.
Ni hacia un lado ni hacia el otro.
Lausana.
En la primera agencia de automóviles de alquiler que veo, escojo un clase E, para pasar inadvertido entre las berlinas suizas. Consulto el buzón de voz antes de arrancar. Ningún mensaje. Ni noticias de Manon ni de mis hombres.
Arranco tragándome la rabia.
Si Corine Magnan la retiene esta noche, iré a buscarla personalmente.
Conduzco en dirección al CHUV, recorriendo las pendientes y las avenidas sobre las que están suspendidos los cables de los tranvías. Veo las dependencias de Champs-Pierres. Sus fachadas blancas, sus jardines zen, sus globos lunares y sus pequeños pinos.
Subo al servicio cardiovascular y encuentro a la estudiante, fiel en su puesto. Con su caja de Tic-Tac.
—¡Hola! —exclama—. Me había prometido que no volvería.
—Lo que demuestra… —empiezo a decir estúpidamente—. Necesito imperiosamente ver al doctor Beltreïn.
—Pues se le ha escapado. Ha pasado por aquí un momento y ha vuelto a salir.
—¿Tiene la dirección de su casa?
Se levanta, izando una deliciosa sonrisa en la cima de su silueta.
—Mejor aún. No se ha ido a su piso de Lausana. Está en su chalet. En Riederalp.
Saco del bolsillo el plano de la agencia de automóviles y lo abro sobre el mostrador.
—¿Dónde queda?
La joven nota que mis manos tiemblan pero se abstiene de hacer comentarios. Posa el índice sobre el mapa.
—Aquí, pasado Bulle.
Cojo un bolígrafo y dibujo un círculo rodeando el nombre del pueblo.
—Una vez allí, ¿cómo encuentro el chalet?
—Es fácil —contesta, cogiendo mi pluma y trazando el camino—. Diríjase hacia Spiez. Al llegar a Wessenburg, coja por la izquierda. Parcossola, es el nombre del arquitecto que proyectó la casa. Es conocido en la región.
Me parece que la muchacha está bien informada. Durante un instante, me pregunto si no tiene una historia con Beltreïn los fines de semana. Su fresco aliento a Tic-Tac agudiza mis sentidos.
—¿Volverá por aquí?
La balanza sigue oscilando en mi cabeza.
Beltreïn, el predador. ¿Pro o contra?
—Lo dudo mucho.
—Eso ya lo dijo la otra vez.
—Es cierto.
Inshallah
!
Salgo a toda prisa.
Sudor helado, sin aliento.
Rodeo el lago nuevamente y encuentro el paisaje de mi primer periplo. Las luces lejanas sobre las laderas de las colinas, titilando con suavidad, como brasas dispersas.
En Vevey, giro hacia Bulle y tomo la autopista E27; luego salgo de la vía rápida y subo hacia las cimas, en dirección a Spiez. Pienso en mi paso por el puerto de Simplon; parece que hayan transcurrido siglos desde la persecución por los túneles.
Wessenburg.
La información de Julie Deleuze es correcta: la dirección de la Villa Parcossola está indicada. Abandono la calzada brillante para tomar una carretera nevada. La expresión del paisaje cambia como la de un rostro. Los pinos, cada vez más densos, cada vez más negros. Los ventisqueros opacos, azulados, haciendo eco a las nubes aceradas, por encima de los montes.
Veo una señalización en un camino de pálida gravilla. Una vena blanca en el cuerpo negro del bosque. Me deslizo bajo las coníferas. Paso por una central eléctrica. Un bloque gris que emerge entre los matorrales y aumenta, misteriosamente, la soledad del lugar.
Después de una curva, los árboles se abren y revelan la villa.
Una estructura formada por varias terrazas de hormigón se apoya sobre las rocas, entre las que cae una cascada. Apago las luces y espero que la casa se perfile bajo la luz de la luna. Me recuerda una célebre obra de Frank Lloyd Wright, la Casa de la Cascada, concebida con el mismo principio. Suspendida sobre el agua.
Paro a unos cincuenta metros de la zona de aparcamiento. No hay ningún coche estacionado. Cojo la linterna eléctrica, los guantes de látex y salgo del coche de un salto.
Camino hacia la residencia, siguiendo siempre el costado más oscuro del sendero. El estrépito del torrente apaga el ruido de mis pasos sobre la gravilla.
Ahora abarco la villa con una sola mirada. Cada nivel, rematado por una terraza de hormigón, avanza sobre el torrente, desafiando las leyes de la física. La casa, maciza en la parte trasera, hace de contrapeso. Todo está oscuro. A la izquierda, dos torres cuadrangulares de ladrillo enmarcan un estrecho vestíbulo acristalado. El agua plateada y los pinos negros se reflejan en el cristal, creando la ilusión de que penetran en la casa.
Sigo avanzando y me fijo en un detalle. Las luces no están apagadas. Las ventanas están obturadas con persianas enrollables. ¿Está Beltreïn dentro? Camino bajo las terrazas y subo por una pasarela que discurre sobre el torrente. Las salpicaduras de agua vuelan por el aire y me azotan el rostro.
Paso bajo el cuerpo del edificio. Al final de la pasarela, una escalera de hormigón conduce a la planta baja, hacia un césped plateado. Avanzo y me vuelvo. La fachada principal de la residencia está allí. Con su portal, su timbre y su cámara de vigilancia. La grava brilla bajo la luna. Parece una escenografía.