Continué:
—Entonces, ¿está de acuerdo con mi hipótesis?
—Me parece cogida por los pelos. Es excesivamente complicada. Habría que mezclar varios productos: uno para aletargar al paciente, otro para prevenir los efectos secundarios de la iboga; luego la iboga en sí, diluida en un compuesto…
—Y también algo que facilite el poder de sugestión.
—¿Y eso?
—Durante la operación, el manipulador se le aparece al superviviente, caracterizado, disfrazado como si fuera el diablo. Penetra en el trance, por así decir. Se integra en la alucinación, durante el ritual bioquímico.
—¿Como el anciano del que ha hablado Luc?
—Exactamente. En el momento de la experiencia, cuando el sujeto tiene la impresión de salir de su cuerpo y divisa el túnel, el asesino surge, maquillado, disfrazado.
—¿Qué pasa si el sujeto está inconsciente?
—No lo estaría del todo. Es cuestión de dosificar los productos, ¿no? Quizá mi aprendiz de brujo provoca un estado de semiinconsciencia.
Thuillier rió nerviosamente:
—¿No le parece que está cargando un poco las tintas? ¿Para qué organizar semejante follón?
—Creo que tengo que vérmelas con un criminal genial, un homicida que juega con la patología de las víctimas. Un hombre que crea su propio universo maléfico, alejado de la especie humana. Sería como un asesino metafísico.
—¿A Luc Soubeyras lo habrían drogado cuando despertó?
—Es lo que supongo.
—¿En mi servicio?
—Comprendo que pueda chocarle. Además, no tengo ni el menor asomo de una prueba, ni siquiera un indicio. Excepto por la presencia de la iboga en mi investigación.
Thuillier parecía reflexionar.
—¿Tiene otro pitillo? —preguntó por fin.
Le pasé el paquete arrugado y luego cogí uno a mi vez. La sala empezaba a parecer un
hammam
. A través de la primera nube azulada, murmuró:
—Se mueve usted en un mundo más bien… aterrador.
—Es el mundo de la persona que busco. No el mío.
Durante algunos segundos, expulsamos bocanadas de humo en silencio. Fui yo quien retomó el hilo de la conversación. Mis ideas se ordenaban.
—Si estoy en lo cierto, significa que el visitante se ha introducido en su servicio con algún pretexto. O quizá forma parte del equipo de especialistas que han tratado a Luc. ¿Podría ver la lista de médicos que lo han visitado?
—No tengo inconveniente. Pero puedo asegurarle que conozco a los matasanos que…
—Sea como sea, ese hombre ha sido informado del despertar de Luc. ¿Quién estaba al corriente?
Thuillier se pasó la mano por los cabellos.
—Habría que hacer una lista, de médicos pero también de los equipos de enfermeras, farmacéuticos, el personal administrativo. Una considerable cantidad de gente. Eso sin contar con internet. Es posible que la noticia se haya sabido de diversas maneras. Aunque solo sea a través de un pedido de determinados fármacos.
Apunté mentalmente las diferentes vías. Thuillier levantó la cabeza.
—Si he comprendido bien, ¿Luc sería una víctima entre otras?
—Sospecho que existe una serie, sí.
—¿Y ese fulano estaría siempre a la cabecera del reanimado?
—No, no siempre. Creo que también condiciona a los supervivientes después de despertar. Se aprovecha de la fragilidad de sus mentes. Cuando el sujeto sufre la alucinación años más tarde, piensa que está rememorando una NDE que vivió en el momento del coma. Como si, de repente, se descorriera un velo en su memoria.
Mientras enunciaba mis suposiciones, notaba que mi corazón se aceleraba. Tenía la sensación de que mi sangre se largaba. Con mis palabras, con mis reflexiones, el Visitante del Limbo tomaba forma.
Un creador de Sin Luz.
Un diablo encarnado en la tierra, fabricando pacientemente su ejército.
El neurólogo se puso de pie y me palmeó amistosamente el hombro.
—Vayamos a tomar un café. Me parece que está bajo mucha presión. Le escribiré la lista. Y también le daré la documentación sobre la iboga. Uno de mis estudiantes investigó sobre ella el año pasado. ¡Siempre hay algún aficionado a estas historias psicodélicas!
La noche del viernes, la rue Myrrha hacía realidad todas sus promesas.
Bares destartalados, conciliábulos en las aceras, yonquis pegados a los muros, putas anglófonas congeladas bajo los portales… y patrullas de polis municipales. La lluvia nublaba la noche, pero nunca había visto las cosas tan claras. Tenía mi hilo conductor. La iboga. Como los Siervos de Satán, mi Visitante necesitaba esa planta.
De vuelta a la casilla de salida.
En casa de Foxy, la bruja.
La caja de escalera brillaba con mil luces minúsculas. Por los agujeros tapados, las puertas agrietadas, las fisuras del parquet, cada piso titilaba: bombillas desnudas, lámparas de gas, velas, creando un miserable mundo de magia. Trepé por esa espiral, enfrentándome a los olores a mandioca, a fritanga y a orina.
El energúmeno del piso de Foxy me reconoció. Se hizo a un lado para dejarme entrar en la vivienda okupa antes de seguir mis pasos. Atravesando el laberinto de habitaciones, vi a las chicas que se preparaban, de rodillas sobre sus esteras, como si fueran a rezar, mirándose en pequeños espejos o haciéndose la manicura con un esmero de artista.
Otro tipo, con el rostro tapado por las sombras. Mi acompañante le hizo una señal y pude pasar. Levanté la cortina de lona. Los bibelots acartonados, los baúles, las botellas, las lentas oleadas de humo; no faltaba ningún detalle. Un mundo rastrero y mágico donde las patas de bicharracos, los ramos de arbustos, los rosarios de conchas y caracolas parecían flotar amenazadoramente.
Foxy estaba sola. Sentada en el suelo, con la túnica abierta, manipulaba trozos de paneles de abejas que mordisqueaba como si fuesen galletas. Antes de que la saludara, escuché su risa ahogada.
—
Honey
, has vuelto a encontrar mi camino —dijo en inglés.
—Muchos caminos llevan hasta ti, Foxy.
—¿Qué se te ofrece, rey mío?
—Siempre lo mismo. Información sobre Massine Larfaoui.
—Agua pasada.
—No me lo contaste todo la última vez. No me hablaste de la iboga negra.
Rompió los alveolos y la miel corrió entre sus dedos. Puse una rodilla en el suelo.
—Me importa un rábano que trafiques, Foxy. Vende lo que quieras a quien quieras.
—No vendo iboga negra. Es una planta sagrada. Peligrosa para el espíritu. No encontrarás a nadie que te la venda.
No mentía; sin duda, la iboga negra era tabú. Sin embargo, el producto había circulado por París. Zamorski me lo había asegurado y yo confiaba en sus fuentes.
—Larfaoui la conseguía. ¿Cómo lo hacía?
—Era un asunto muy feo. No quiero hablar de eso.
—Quedará entre nosotros.
Dejó sus nidos dorados y cogió mi mano. Sus dedos estaban pegajosos. En tono indolente, murmuró:
—¿Te acuerdas de nuestro acuerdo?
Asentí. Sus cicatrices brillaban a la luz de las velas. Hizo chasquear su lengua rosada.
—Es por mis chicas.
—¿Tus chicas?
Agitó la cabeza, imitando a una cría desconsolada.
—Larfaoui les pedía que la buscaran.
—¿En tu casa?
—¡Te repito que yo no toco eso! Además, esa raíz no crece en mi país. Ellas tenían otros contactos.
—¿Gaboneses?
—Otras chicas, sí, que conocían a un brujo. Cosas de negras.
—¿Cuándo descubriste el tráfico?
—Justo antes de la muerte de Larfaoui.
—¿Cómo fue?
—El vendedor de cerveza vino a verme. Necesitaba a mamá.
—¿Por qué?
—Buscaba iboga negra. Creía que yo podía ayudarlo. Se equivocaba.
—¿Por qué te la pidió a ti? ¿Te habló del tráfico de tus chicas?
—Larfaoui lo desembuchó todo. Estaba muy nervioso. Necesitaba la planta. Para un cliente… especial.
La sangre hervía dentro de mis venas. Con o sin razón, sentía que me acercaba al Visitante del Limbo.
—¿Qué te dijo sobre ese cliente?
—Nada. Salvo que siempre quería más. El cabileño tenía miedo.
—¿Cuándo fue exactamente?
—Ya te lo he dicho, unas dos o tres semanas antes de su muerte.
—Y Larfaoui, ¿te pareció que temía por su vida?
Alzó sus grandes ojos lentos hacia mí. Me había soltado las manos para volver a su tejemaneje con los alveolos.
—Contéstame —insistí—. ¿Crees que ese cliente podría haberse cargado a Larfaoui?
—Todo lo que puedo decirte es que los que buscaban la iboga negra son peligrosos. Posesos. Satánicos. Larfaoui no encontró la planta. De eso, estoy segura.
Foxy se equivocaba. Sobre la escena del crimen, Luc había encontrado un alijo de iboga negra. Imaginé otra opción: el Visitante del Limbo y el asesino del sábado eran uno solo. Larfaoui había cumplido con el pedido, pero por alguna razón desconocida, el Visitante lo había asesinado y no se había llevado la iboga.
—Y Larfaoui —dije—, ¿no habló a tus chicas de su cliente? ¿No les dijo algo que me permita identificarlo?
Foxy hizo correr un líquido viscoso en la fuente: sangre roja conservada a la adecuada temperatura. Luego cogió una pila grande de bronce. Con su voz sepulcral, respondió:
—Sí. Larfaoui habló con las chicas. Estaba muerto de miedo. Decía que el hombre era… diferente.
—¿En qué sentido diferente?
Su cabeza se balanceó sobre su largo cuello negro. La conversación la irritaba, o la inquietaba.
—Según Larfaoui, perseguía un objetivo.
—¿Qué objetivo?
—
Honey
, no insistas. No está bien recordar todo eso.
—La primera vez, me dijiste que el asesino de Larfaoui era un sacerdote. ¿Crees que ese podría ser el cliente?
—Vete. Tengo que preparar protecciones para mis chicas.
Estaba chorreando. El humo del incienso hacía que me picaran los ojos. Todo parecía rojo, como si mis ojos inyectados en sangre tiñeran mi visión. A través de esa pantalla, el Visitante del Limbo se materializaba. Lo imaginé, sin rostro, comprando la iboga negra para preparar sus cócteles químicos, las inyecciones que administraba a los futuros Sin Luz.
Me puse de pie. Foxy seguía machacando lentamente, con los ojos fijos sobre la fuente. Tac-tac-tac.
—No nos pierde de vista. Nos tiene acorraladas —murmuró.
—¿Quién?
—El que ha matado a mi chica. El que ha matado a Larfaoui.
Mi garganta ardía como si hubiera fumado un canuto de incienso.
—Soy yo quien lo tiene acorralado —la contradije.
La bruja se rió, socarrona. Subí el tono; mi voz era casi un graznido.
—No me subestimes. ¡Nadie ha ganado la batalla todavía!
—No sabes con quién te enfrentas —dijo, con una expresión de piedad burlona—.
Honey
, ¡no has entendido nada!
Cuatro de la mañana
Una llamada.
La voz de Foucault.
—He encontrado un sitio para tu amiga. Rue des Trois-Fontanots, en Nanterre.
La dirección de unas dependencias del Ministerio del Interior, que albergaban varias secretarías.
—¿Irás?
—Vengo de allí. Asunto concluido.
—¿Has hecho lo que te pedí?
—Todo el expediente está escaneado, colega. La parte que concierne a Manon.
—¿Dónde estás?
—Llegando a casa. Me apetecería dormir unas horas, si no te molesta.
Foucault vivía en el Distrito 15.°, detrás del barrio de Beaugrenelle.
—Estoy en République —dije girando la llave de contacto—. ¿En la puerta de tu casa dentro de diez minutos?
—Te espero.
Aceleré por la vía rápida de la orilla izquierda. La lluvia había cesado. La atmósfera de un amanecer aún lejano flotaba sobre un París espejeante. Nadie en las calles ni el mundo consciente. Me gustaba esa sensación. La del ladrón solitario y libre. La del gamberro que vive a contracorriente de los demás hombres, sobre el eje del espacio y del tiempo.
Dejé atrás Beaugrenelle y giré a la izquierda por la avenida Émile Zola, hasta cruzar la rue du Théâtre. Localicé el Daewoo de Foucault con los faros apagados. En cuanto me vio, dio un salto y se reunió conmigo en el coche.
Apenas se sentó me pasó un USB.
—Aquí está todo. He copiado las actas de los interrogatorios y las he comprimido.
—¿Es compatible con el Mac?
—Seguro. Te he adjuntado un programa para leer las transcripciones.
Miré el rectángulo plateado en el hueco de mi mano:
—¿Cómo has logrado entrar en el despacho de Magnan?
—He mostrado la identificación. Lo más sencillo siempre funciona; me lo enseñaste tú. El guardia estaba medio dormido. Le he dicho que estaba en pleno interrogatorio y que necesitaba un expediente. Hasta le he mostrado el llavero de mi casa diciéndole que la juez me había dado las llaves de su despacho.
Debería haberlo felicitado, pero eso no formaba parte de nuestro ritual.
Prosiguió:
—He echado un vistazo a las transcripciones. No tienen nada contra ella.
—Gracias.
Foucault abrió la puerta. Lo detuve.
—Mañana por la mañana quiero veros a ti, a Meyer y a Malaspey. A las nueve.
—¿En el despacho?
—En el Apsara.
—¿Consejo de guerra? —preguntó sonriendo.
Le contesté con un guiño.
—Díselo a los demás.
Asintió y cerró la portezuela. Atravesé el Sena y tomé la vía rápida en sentido contrario. Diez minutos más tarde, estaba en la rue de Turenne. Me sentía cansado y aturdido, pero estaba impaciente por leer los elementos de Magnan.
Aparqué en el paso de cebra en la esquina de mi calle. Estaba tecleando el código de mi portal cuando divisé el coche de los guardaespaldas. Un sexto sentido me advirtió que estaban echándose un sueño: la inactividad en el coche, los vidrios empañados. Una especie de inercia indefinible. Golpeé la ventanilla. El hombre pegó un salto, dándose con la cabeza en el techo.
—¿Esa es forma de vigilar el edificio?
—Lo lamento, yo…
No esperé sus explicaciones. Subí la escalera de cuatro en cuatro, presa de una repentina ansiedad. Abrí la puerta, atravesé el salón. Pasé al dormitorio conteniendo el aliento: Manon estaba allí, dormida.
Me apoyé en el marco y me relajé. Contemplé su silueta, que se insinuaba bajo el edredón. Una vez más sentí ese estado extraño, confuso, que no me abandonaba desde Polonia. Entre excitado y embotado. Una febrilidad en la punta de las extremidades, que a la vez me electrizaba y me anestesiaba.