—Aquel día, Sylvie me dio un ultimátum. Me advirtió que si yo no hacía algo, se encargaría ella misma. En ese momento no la comprendí. Esa historia me superaba totalmente. Ella me acosó todo el mes de octubre, repitiéndome que yo no comprendía nada, que no era un verdadero sacerdote. No cesaba de repetir un pasaje de las epístolas de Pablo a los tesalónicos: «Entonces se manifestará el inicuo, a quien el Señor Jesús matará con el aliento de su boca, destruyendo con la manifestación de su venida». —Tomó aliento—. Ya no sabía qué hacer. ¡Un exorcismo! ¿Por qué no la hoguera? Y cada vez le repetía a Sylvie que lo único urgente era visitar a un psiquiatra. Al final, le dije que iba a encargarme yo mismo. En cierto sentido, creo… me temo que precipité los acontecimientos. Nunca supe la verdad sobre Manon, pero Sylvie era una buena candidata al psiquiátrico.
Mariotte tenía razón, pero la locura de Sylvie tenía su lógica. La mujer no había actuado impulsivamente, llevada por un ataque de pánico; había preparado su plan cuidadosamente. No para evitar la prisión sino para salvar la memoria de su hija. Para que nadie pudiera jamás sospechar su móvil.
—A partir de noviembre dejó de venir. Creí, esperé, que las cosas se hubieran arreglado. Lo demás ya lo sabe. Todo el mundo lo sabe.
El padre Mariotte se calló nuevamente. Todavía seguía midiendo el abismo de sus errores. Con voz apenas perceptible prosiguió:
—Desde aquel día vivo en la duda.
—¿La duda?
—No tengo ninguna prueba fehaciente contra Sylvie. Después de todo, tal vez no fue lo que sucedió.
—¿Por qué no se lo dijo a los gendarmes?
—Imposible.
—¿Por qué?
—Usted sabe por qué.
—¿Ella estaba bajo secreto de confesión?
—Sí, siempre. Cuando me enteré de la muerte de la niña yo mismo rompí el confesionario a hachazos. Nunca lo he reconstruido. No puedo escuchar una confesión dentro de esta iglesia.
—¿Por eso tiene esa celda al lado, en el pasillo?
Su silencio era un asentimiento. La evocación de la celda me trajo otro recuerdo a la memoria.
—Según su opinión, ¿quién ha escrito te ESPERABA dentro del confesionario?
—No lo sé. Ni quiero saberlo.
Acabé con la cronología de los hechos.
—Después del drama, ¿volvió a ver a Sylvie?
—Por supuesto, esta ciudad es pequeña. Pero ella me evitaba.
—¿Nunca vino a confesarse?
—Nunca. Su silencio era de piedra. —Abrió las manos y las colocó delante de sí—. Una enorme piedra que sellaba mi propio interrogante. Yo estaba emparedado dentro, ¿comprende?
—¿Qué pensó cuando se enteró de la muerte de Sylvie Simonis el verano pasado?
—Le he dicho que no quiero pensar en eso.
—Quizá hubo alguien en esta ciudad que conocía la verdad. Alguien que decidió vengar a Manon.
—¿El asesinato se ha confirmado? Los gendarmes nunca dijeron que…
—Se lo digo yo. ¿Qué opina de Thomas Longhini?
El sacerdote recuperó su expresión azorada.
—¿Qué pasa con Thomas?
—Cuando se lo acusó del asesinato de Manon, prometió que volvería. Podría haber querido vengar a la niña.
—Usted está mal de la cabeza.
—Yo no he inventado el cadáver de Sylvie.
—Déjeme. Debo rezar.
Las lágrimas caían por sus mejillas. Su expresión era impasible. Nada parecía poder alcanzarlo. Empezó a murmurar el célebre salmo 22:
No te apartes de mí, que se acerca el peligro;
ven en mi ayuda, que a nadie tengo que me socorra
[…]
Me derramo como agua;
todos mis huesos están dislocados.
Mi corazón es como de cera
que se derrite dentro de mis entrañas.
Su voz se apagaba detrás de mí mientras yo atravesaba la iglesia.
Sobre la plaza respiré la noche a pleno pulmón. La plaza estaba hundida en las tinieblas y ofrecía un reflejo exacto de mi estado de ánimo. Una zona negra, helada, sin referencias ni luz.
De pronto, el parpadeo de unos faros penetró la oscuridad.
Un coche estaba aparcado en la plaza.
El Peugeot azul del capitán Sarrazin.
«Ha tardado lo suyo», pensé dirigiéndome hacia el vehículo.
—Suba.
Di la vuelta al Peugeot y me senté a su lado. En el habitáculo flotaba un agradable olor a limpio. Un rigor impecable, excluyente, que hacía temer la posibilidad de ensuciar el tapizado.
—¿Bebe estando de servicio, inspector?
Mi aliento apestaba a alcohol.
—No estoy de servicio. Solo de vacaciones.
—¿Ahora tiene las cosas más claras?
No respondí. En la oscuridad, el gendarme sonreía. Me puso la pistola sobre mis rodillas y luego, en tono paciente, prosiguió:
—Sale de la iglesia. Parece aturdido. Ha debido de interrogar a Mariotte.
—¿Qué tal si me habla de su investigación? Ganaríamos tiempo.
—Le he dado todo el día. Dígame qué sabe. Luego veré si vale la pena ayudarlo.
Me preguntaba sobre ese cambio de actitud. Pero no tenía nada que perder. Resumí el asunto: Manon, una posesa. Su madre la había matado para librarla del demonio. La elaboración de la coartada. La venganza del infanticidio, catorce años más tarde.
El gendarme permaneció en silencio. Ya no sonreía.
—Según usted, ¿quién ha vengado a Manon? —preguntó por fin.
—El que la quería como a una hermana. Thomas Longhini.
—¿Lo ha encontrado?
—No. Pero es mi prioridad.
—¿Por qué habría actuado catorce años más tarde?
—Porque en la época de la muerte de Manon, el crío tenía solo catorce años. Su plan había madurado, su decisión se había fortalecido. Había prometido volver y volvió.
—Por tanto, ¿él también es un loco de atar?
No contesté. Con un acto reflejo, hice un gesto hacia mi paquete de Camel. Encender un pitillo allí era una profanación. El silencio volvió a reinar.
—Ahora le toca a usted. ¿Por dónde anda en su investigación?
—Más o menos en el mismo punto que usted.
—¿Está de acuerdo con mis conclusiones?
—Sí, en cuanto a la culpabilidad de la madre. Pero no tengo más pruebas que usted. Y nunca he podido consultar el expediente judicial. Se trata de un asesinato muy antiguo, por lo que ha prescrito. A mi modo de ver, el juez De Witt destruyó el expediente.
—¿Por qué?
—Es demasiado tarde para averiguarlo. Murió hace dos años.
—¿Está usted de acuerdo en cuanto al autor del asesinato de Sylvie?
—No. No puede ser Thomas Longhini. Es imposible.
La inflexión de su voz transmitía una absoluta certeza.
—¿Cómo lo sabe? ¿Lo ha encontrado?
—Nunca lo perdí de vista.
—¿Dónde está? —grité.
—Delante de usted.
Una sensación pegajosa llenó mi boca.
—Soy Thomas Longhini. Prometí volver y aquí estoy. Prometí terminar la investigación y me convertí en gendarme. Incluso en capitán, en Besançon. Cuando Sylvie fue asesinada conseguí que me adjudicaran el caso.
—Las gentes de aquí, ¿saben quién es usted?
—Nadie lo sabe.
—No le creo. Su historia no es verosímil.
—La muerte de Manon no es creíble. Nunca pude aceptarla.
—¿Siempre supo que Sylvie era la infanticida?
—Cuando era adolescente estaba seguro. Manon tenía miedo; temía a su madre. Más tarde dudé. Ahora, estoy nuevamente convencido.
—Según usted, ¿quién mató a Sylvie?
No dudó un instante.
—El diablo.
Sonreí. No era cuestión de volver a caer en otra historia de superstición. Pero Longhini-Sarrazin se inclinó sobre mí.
—Hay algo que usted no sabe. Un elemento primordial para comprender los hechos. Manon estaba poseída verdaderamente. El diablo la había elegido.
Era una conspiración. ¡Una conspiración de zumbados! Enfundé la pistola y giré la manilla.
—Ya he oído bastante.
Sarrazin bloqueó la puerta.
—Es el núcleo de la historia. ¡Tenga los huevos de seguir hasta el final!
El gusto a pegamento me secaba el gaznate. Tenía la lengua hinchada, la garganta pastosa.
—Estaba con ella cuando pasó todo —prosiguió—. Siempre estábamos juntos. Ella se había convertido en alguien distinto. Un demonio.
—Y ahora el diablo ha regresado para vengarse, ¿no es así?
—No le hablo de un fauno con cabeza de macho cabrío. Hablo de un poder oscuro que ha actuado utilizando la mano de un tercero.
—¿De quién?
—Todavía no lo sé. Pero lo averiguaré.
—¿Qué pruebas tiene?
—Es simple. El diablo se venga siempre de la misma manera. Ha habido otros casos de asesinatos con insectos, líquenes y todo eso.
—No. Lo he investigado. A escala nacional. Nunca nadie ha sufrido las torturas de Sylvie Simonis. Nunca un asesino ha descompuesto un cuerpo sirviéndose de ácidos e insectos.
—En Francia, no. Pero en otros sitios, sí.
—¿Dónde?
—En Italia. La Bestia golpeó allí. En Catania, Sicilia. La Bestia no conoce fronteras.
Sarrazin hablaba con seguridad. La suficiente como para despertar en mí una nueva duda. Vi pasar la máscara de Pazuzu y luego volví a la razón. Siempre existía la posibilidad de que un asesino se creyera el diablo y actuara en cualquier parte de Europa. Sarrazin añadió:
—En todo caso, su colega estaba de acuerdo conmigo.
—¿Quién?
—Luc Soubeyras.
—¿Lo ha visto? ¿Lo conoce?
—Trabajábamos juntos. Pero él no era como usted. Él creía en el diablo. A usted había que ponerlo a prueba. Es por eso por lo que he dejado que se las arreglara solo.
—¿Y en qué punto de su investigación estaba Luc?
—Como yo. Como usted. Después, se fue a Italia. Y no ha dado más señales de vida.
Un destello, hielo y fuego mezclados. Una información de Foucault: Luc había viajado a Catania, en Sicilia, el pasado 17 de agosto.
—Le propongo lo siguiente —dijo Sarrazin—.Vaya a Italia. Yo seguiré buscando aquí. Fue usted quien propuso que trabajáramos en equipo.
Yo no perdía nada por tener un aliado allí. Además, si existía realmente una pista en Sicilia debía seguirla. Cogí la manilla.
—Primero comprobaré su información acerca del caso italiano. Si es correcta, acepto.
Abrí la puerta. Sarrazin me cogió el brazo.
—Antes de irse, vuelva a Bienfaisance. Al lugar donde el cuerpo fue descubierto.
—¿Por qué?
—El diablo firmó su crimen.
Por un breve instante pensé en el crucifijo, pero el gendarme hablaba de otra cosa.
—¿Dónde tengo que buscar?
—Encuéntrelo solo. Todo esto es una iniciación, ¿comprende?
—Comprendo. ¿Tiene pilas?
—
Pronto
?
Acababa de marcar el número del móvil de Giovanni Callacciura, ayudante del fiscal de Milán. Hacía un año había trabajado con él en un caso de asesinato de un médico romano en París. Un simple crimen para mí, un crimen de venganza y corrupción para él. Y una sólida amistad entre ambos.
—
Pronto
?
Me puse el teléfono bajo el mentón; la carretera serpenteaba cada vez más. El viento hacía que el coche diera bandazos, mientras que las copas de los pinos se inclinaban sobre el haz luminoso de los faros. Aceleré a fondo hacia Notre-Dame-de-Bienfaisance.
—Sono
Mathieu Durey.
—¿Mathieu?
Come stai
?
La voz risueña. La frescura en la entonación. A mil leguas de mi pesadilla. Le expliqué el motivo de mi llamada. La naturaleza del asesinato. La posibilidad de un crimen idéntico en Sicilia. Mi italiano salía con fluidez. El magistrado se partió de risa.
—Nunca podría trabajar en casos de ese tipo. Demasiado sórdidos. ¿Qué quieres que haga?
—Que busques información sobre ese crimen de Catania.
—De acuerdo. ¿Sabes en qué año?
—No. Creo que es bastante reciente.
—¿Y es urgente?
—Es candente.
—Investigaré desde mi casa. Ahora mismo.
Le di las gracias. Ni una palabra sobre que eran las nueve de la noche de un domingo. Ni un comentario acerca de que no había llamado desde hacía seis meses. Mi concepto de la amistad: ninguna obligación, solo la de responder «presente» en el momento preciso. Mantuve pisado el pedal del acelerador mientras ganaba altura.
Los recuerdos de mi primera visita a Bienfaisance volvían; la fuerza de la montaña, el triunfo de las aguas… Ahora, todo estaba oscuro. Maraña de amenazas y de espesores atormentados por el viento. Las palabras de Sarrazin en mi cabeza, derramándose en cada curva, como golpes de mar sobre el puente de un buque a la deriva.
El cartel de la fundación Notre-Dame-de-Bienfaisance apareció. Aceleré. Ni hablar de llamar a la puerta de las misioneras, ni de caminar media hora. Arriba debía de haber otro camino que llevara directamente al mirador. Al cabo de dos kilómetros, di con un sendero que señalaba la dirección de la Roche Rêche; el nombre mencionado por Marilyne Rosarías.
Continué dando tumbos durante unos minutos. Un aparcamiento de tierra roja a mi derecha. Un cartel: LA ROCHE RÊCHE, 1.700 metros de altura. Pasé de largo la zona de aparcamiento y me alejé hacia la maleza. Un absurdo acto reflejo de discreción. Apagué el motor, abrí la guantera y cargué la linterna con las pilas que me había dado Sarrazin.
Fuera, el viento azotó mi rostro. Alternativamente, la borrasca parecía o bien querer arrancarme el abrigo o bien hundírmelo en el cuerpo. Caminé encorvado bajo la tempestad, siguiendo el sendero. Llevaba a una explanada con la hierba cortada, salpicada de mesas y bancos de madera. A lo lejos, más abajo, vi el llano que me interesaba. Entre los dos sitios, el burbujeo negro de los pinos.
Me hundí en el bosque, guiándome solo por el sonido de la cascada, que llegaba hasta mí entre los bramidos del viento. La densa vegetación oponía resistencia. Las ramas me herían el rostro. Las zarzas trababan mis pasos. Bajo mis pies, el pedregal crujía, rodaba, a medida que atravesaba los matorrales.
Pronto estuve completamente perdido; confundía el ruido del agua con los crujidos del follaje. Decidí seguir avanzando, seguir la pendiente; tenía la certeza de que hallaría una salida.
Por fin, surgí de los árboles como quien sale de detrás de un telón y accedí al claro; un golpe de suerte. Me detuve y observé el lugar, que ya conocía. Un círculo de hierbas bajas que se extendía hasta el precipicio. Bajo la luna, la superficie era de plata. Me tomé unos segundos para ordenar mis ideas y luego seguí caminando. Longhini-Sarrazin había dicho: «El diablo firmó su crimen». De modo que allí había una huella, un indicio satánico. ¿Lo habían encontrado los gendarmes? No. Solo Sarrazin había vuelto al lugar y había descubierto ese detalle.