Manon había deslizado su brazo bajo el mío. Caminábamos rápidamente, sin hablar. En la gran plaza del mercado, aminoramos el ritmo al pasar bajo la Sukiennice, el mercadillo de paños con arcadas amarillas y rojas, Renacimiento puro. Vuelo de palomas, ráfagas de frío. Una especie de intenso suspenso, de tensión inflamada planeaba en el aire.
A hurtadillas, observé el perfil de Manon. Bajo el arco de cabellos, la nariz exquisita, perfecta, compartía una complicidad misteriosa con la infancia. Y también con el reino marino. Un pequeño guijarro pulido por siglos de mareas. Y siempre esa ceja levantada en un gesto de asombro, que parecía interrogar al mundo, ponerlo frente a sus verdades. La realidad había dicho demasiado o no lo suficiente.
Volvimos a nuestra cadencia. Yo ya no prestaba atención a los puntos de referencia que había localizado los días anteriores. Recorríamos al azar las calles, las avenidas, las alamedas. Podrían habernos atacado en cualquier instante, pero estaba tranquilo; Manon no habría podido salir del monasterio sin la condición de que uno o varios de sus ángeles guardianes nos siguieran a distancia. No los buscaba pero sabía que estaban allí, velando por nosotros. Alzacuellos, músculos tensos.
Ahora charlábamos, tan rápidamente como caminábamos. Como para recuperar el tiempo pasado, esos días perdidos por mi culpa. Ese nerviosismo no llevaba a ninguna parte, porque el reloj se había detenido. Para nosotros, los minutos ya no se sucedían. La sensación era que el mismo instante se repetía, cada vez más fuerte, cada vez más denso. Como cuando una partícula roza la velocidad de la luz y empieza a hincharse, a acumular energía pero sin poder cruzar nunca esa frontera. Habíamos llegado a ese punto extremo. La excitación no cesaba de aumentar en nosotros, de amplificarse, sin que pudiéramos cruzar una especie de línea de felicidad indecible.
Manon me ametrallaba a preguntas.
—¿Te gustan las novelas policíacas?
—No.
—¿Por qué?
—Las palabras nunca tienen el mismo peso que la realidad.
—¿Y los videojuegos?
Mi único contacto con esa actividad había sido una partida de programas robados, encontrada en casa de un homosexual asesinado. Siguiendo esa red, habíamos podido llegar hasta su cómplice, que también era su amante y su homicida. Inventé una respuesta esperando que la divirtiera.
—¿Fumas porros?
Fuera cual fuese la pregunta de Manon, yo trataba de ser divertido, superficial, cómplice. Intentaba evitar mi gravedad natural. Mis esfuerzos eran vanos, lo sabía. No estaba dotado para la despreocupación. Pero la alegría de Manon bastaba para los dos y ese paseo parecía encantarle, más allá de mi presencia y de lo que pudiera decirle.
Nos detuvimos en la cima de una colina, cerca del castillo de Wawel. Estábamos frente al río Vístula, oscuro, inmóvil, sumergido en su propia masa. Experimentamos la sensación de descubrir de golpe la materia prima con la que toda la ciudad había sido modelada, esculpida, trabajada.
Caía la noche. Instante extraño, angustioso, que conocen todas las ciudades, en el momento en el que las sombras aparecen, antes de que las farolas tomen el relevo. Hora misteriosa en la que la verdadera noche recupera sus derechos, borrando siglos de civilización.
Más allá del río, la ciudad se hundía en las tinieblas. Las tonalidades de los muros adquirían un reflejo azulado y se apagaban en un gris violáceo. Las calzadas, las aceras, se acercaban a los morados, mientras que las placas de hielo arrojaban todavía resplandores rosáceos con los últimos fuegos del sol.
—¿Regresamos? —preguntó Manon.
La miré, sin responder. El día se apagaba en sus ojos mientras que la penumbra, por contraste, hacía palidecer su rostro. Tiritaba dentro de su anorak perlado de gotitas. Estábamos sentados en un banco. Como no me movía, me tomó de la mano como una niña pequeña que atrae el mundo hacia ella, dándole forma según sus deseos.
—Ven.
Me resistí.
Pensé en Manon Simonis, asesinada por su madre porque estaba poseída. En la pequeña violada, que mataba animales y profería obscenidades. En la niña muerta que había resucitado gracias a Dios o al diablo. Toda la investigación de Sartuis se acumulaba en mi garganta. Entonces, sin comprender lo que hacía, atraje a Manon hacia mí y la besé apasionadamente.
Taberna cobriza, banquetas de escay, arañas de cristal de colores. Unos gitanos tocaban frenéticamente el violín y el címbalo sobre una tarima. Era el único refugio que habíamos encontrado en las callejuelas nocturnas. A pesar del bullicio, del humo, del tufo a grasa y a alcohol, nos sentíamos ligeros y solos en el mundo. Un diálogo íntimo exclusivo, secreto, subyugante.
Con cada observación, incluso en la manera de formularla, percibía una armonía, una complicidad única entre nosotros. Manon me robaba las palabras de la boca. Tenía una manera muy personal de levantar el mentón, de alzar la voz para tomar la palabra y expresar, en el mismo instante, lo que yo iba a decir. Esa fusión nos propulsaba hacia una felicidad inconsciente, que superaba nuestras diferencias: de edad, de nuestros destinos y de que acabábamos de conocernos.
Las horas volaron. Los platos pasaron. Nuestros ojos lloraban a causa del humo. Encendí un Camel con el postre, aunque solo fuera para hacer mi aportación al ambiente, y le pregunté por fin por su pasado.
Se puso rígida inmediatamente.
—¿Tratas de tirarme de la lengua?
—No —contesté exhalando una bocanada que fue a reunirse con la bruma que flotaba en el techo—. Solo quería saber si hay alguien en tu vida.
Sonrió y se estiró con ese gesto suyo tan singular. Pareció recordar que, en adelante, no había espacio entre nosotros para la desconfianza y la resistencia. Entonces habló. Sin irse por las ramas ni eludir nada. Relató su traumática infancia; sus años en el internado, acosada por la amenaza de un asesino; las extrañas visitas de su madre, que no cesaba de rezar. Luego su adolescencia en Lausana, sus estudios en el instituto y en la facultad, donde se había hecho más fuerte. Tenía un grupo de amigos y lugares «seguros», y se apoyaba siempre en sus referentes familiares: su madre, que no había faltado ni un solo fin de semana desde su «renacimiento»; sus abuelos paternos, instalados en Vevey, y también el doctor Moritz Beltreïn, su salvador, que se había convertido en una especie de padrino benevolente.
Dieciocho años.
Había empezado a viajar, a dejar la puerta entreabierta, a no volverse constantemente para ver si la seguían. Iniciaba una nueva vida. Hasta la muerte de su madre. De repente, todo se derrumbó. La paz, la confianza, la esperanza. Los viejos terrores regresaron con mayor intensidad. Ese asesinato demostraba que todo era cierto. Un peligro se cernía sobre su familia. Un peligro que la había golpeado a ella, en 1988. Y que le había arrebatado a su madre en 2002.
Cuando Zamorski le propuso partir a Polonia, en espera de que el criminal fuera detenido, ella aceptó. Sin titubear ni un instante. Ahora, contaba los días esperando el desenlace de su propio misterio.
Todo eso yo lo sabía, o lo había adivinado. En cambio, lo que ella ignoraba, porque ya no lo recordaba, era que había sido corrompida por unos pervertidos y luego su propia madre había intentado asesinarla. No era yo quien se lo diría. Ni esa noche, ni al día siguiente. Sonreí, atontado por el vodka, y me di cuenta de que seguía sin obtener la información que me interesaba.
—Tienes a alguien en Lausana, ¿sí o no?
Soltó una carcajada. Los efluvios de grasa y frituras, el calor, la voz de la cantante, nada de aquello existía para ella. Ni tampoco para mí. Estaba como en el fondo del mar, sordo por la presión, pero distinguía ciertos ruidos con extraordinaria agudeza. Como cuando se perciben, en plena inmersión, los choques agudos o las resonancias graves que el agua transporta.
—Tuve un lío —confesó—. Uno de mis profes de la facultad. Un hombre casado. Fue un infierno interminable, con algunos instantes felices. Yo no tenía las cosas claras.
—¿Qué quieres decir?
Ella vaciló y luego prosiguió con voz grave:
—En el fondo lo que amaba era ese secreto, ese dolor. Y la vergüenza. Esa especie de… envilecimiento. Como cuando se empina el codo, ¿sabes? Saboreas cada trago y al mismo tiempo sabes que estás destruyéndote, cayendo un poco más bajo con cada vaso.
Uniendo el hecho a la palabra, vació su vodka de un trago y continuó:
—Creo… En fin, ese sabor a muerte, a prohibido, era una reminiscencia de mi propia vida. Mi familiaridad con la nada, con el secreto. —Posó sus manos sobre las mías—. No estoy segura de ser capaz de vivir una historia pura, ángel mío. —Se rió nuevamente, con ligereza pero sin alegría—. ¡Estoy hecha para la basura! Tengo gustos de zombi.
Si buscaba un muerto viviente, yo era el hombre indicado. Yo mismo, después de Ruanda, pertenecía a la muerte. Ese injerto que no había prendido pero que estaba allí, en el fondo de mí mismo, infectando cada instante de mi existencia… El crepitar del hierro, la voz chisporroteante de las radios, los cuerpos que rebotaban bajo mis ruedas, como los latidos del corazón. Y la mujer que no había podido salvar…
Llené nuestras copas y brindé, más tranquilo. Ese episodio no alteraba la pureza de Manon. Por mucho que dijera, nada manchaba su inocencia. Aunque esa inocencia procediera de una infancia maléfica y de un suceso atroz. Aunque su único recuerdo amoroso fuera una aventura adúltera.
Sentía en ella una exigencia, un rigor que reconocía. Una forma de transparencia que no tenía nada que ver con la virginidad, pero que sacaba su fuerza de las pruebas vividas, del mancillamiento. Una aspiración, una llamada espiritual que se elevaba por encima de los abismos y que alimentaba su belleza en el combate.
De pronto, cogiendo su abrigo, dijo:
—¿Nos vamos?
Caminamos bajo la niebla, flotando por encima de nuestros cuerpos. Toda la ciudad parecía inestable, irreal. Edificios, monumentos, calzadas, flotaban entre las brumas, como una inmensa nave espacial que despegara en una nube de humo.
No tenía la menor idea de qué hora era. Quizá medianoche. Quizá más tarde. Pero no estaba tan borracho como para olvidarme del peligro, siempre presente. Los Siervos, que rondaban por la ciudad buscando a Manon… No cesaba de volverme, de escrutar los callejones sin salida, los portales. Aquella noche llevaba conmigo la Glock, pero había descuidado bastante la vigilancia. Rogaba que los guardias de Zamorski siguieran aún nuestros pasos… y que hubieran bebido menos que yo.
El camino parecía interminable. La referencia era el Planty, el gran parque que rodea la ciudad antigua. Una vez que encontráramos los jardines, solo había que seguir por ellos y dejarse llevar hacia el centro.
Bajo el portal de la Scholastyka, Manon tocó la campanilla. Un hombre sin rostro ni alzacuello nos abrió. Al verlo nos reímos, tambaleándonos sobre nuestras inestables piernas.
Caminamos en silencio por la galena. Yo ya no reía. Angustiado, veía cómo se acercaba la intersección de las dos L. El momento de separarse, el momento de decir algo… Me devanaba los sesos tratando de encontrar las palabras adecuadas, un gesto que no fuera un acto sino una invitación.
Llegamos a la puerta mientras yo seguía rompiéndome la cabeza. Manon vivía en el sector de las benedictinas. Iba a balbucear unas palabras cuando ella posó sus dedos en mi nuca. Su lengua se deslizó en mi boca y pronunció otras palabras, las que yo nunca habría encontrado. Retrocedí hacia el muro. Sentí la piedra fría contra mi espalda mientras Manon seguía presionando mis labios hasta ahogarme.
Me desprendí del abrazo pero seguí a su lado. Sus ojos se habían vuelto tan negros como el cuarzo volcánico. Las bocanadas de vapor escapaban de sus labios anhelantes.
La sentí entre mis manos, ebria, despeinada, dispuesta; y adiviné en su rostro un esfuerzo por no desaparecer, no borrarse en la noche. Esta vez, tomé la iniciativa y me hundí de nuevo en su boca.
Pero me detuvo, murmurando:
—No. Ven.
Para empezar, el frío de su habitación. Luego la puerta, que se cierra a sus espaldas cuando la abrazo y la empujo con mis labios hacia la madera. Le quito el abrigo, ella arranca el mío. Nuestros gestos son torpes, difíciles. Nuestras bocas están pegadas la una con la otra. Y siempre, la inmensidad helada nos rodea.
Caemos en la cama. Le quito el jersey. Su respiración taladra mi oído. En la penumbra, su piel se desvela, aparece su sostén y yo siento un mal físico; mi deseo es un estallido, una fisura. Su rostro, nocturno, nunca me ha parecido tan puro, tan angelical, mientras su cuerpo despierta en mí un imperio, un mundo oculto que siempre he rechazado. Caigo y me alimento intensamente de esa caída.
La ropa todavía nos estorba; nos liamos con las mangas, los botones. Al cabo de un instante, Manon queda delimitada por las figuras geométricas de su ropa interior. Blanca, penetrante, implacable. Las puntas que me hieren y me atraen, me cortan y me fascinan. Estoy listo para explotar en el sentido orgánico: chorro de sangre y de fibras.
Caigo de espaldas. Encima de mí sus senos se revelan: pesados, tiernos, adorables. Un milagro de la gravedad que se libera creando su propio calor. Su estremecimiento me viola en lo más hondo. Me incorporo. Ella se pega nuevamente contra mis hombros, se hunde entre mis brazos. Pierdo definitivamente el control. Nada tiene ya sentido. Excepto que nos tenemos el uno al otro, asustados, inquietos por el deseo que nos atenaza.
Ella me acaricia, me guía, me manipula. Es como si me arrancara otras prendas: los estratos que se han acumulado durante tantos años, las decisiones que me han forjado, las mentiras que me han tranquilizado. Ese minuto es tan intenso que concentra en su violencia la dilatación de tiempos ya vividos, de años aún por vivir.
Siento flojera, debilidad, lentitud ante ese único objeto de atracción: senos hinchados, tan blancos, tan libres, coronados por areolas rosadas que tiemblan encima de mi rostro. Medio ardiendo medio helado, alzo la mano buscando ese contacto.
Pero ya no es el momento de caricias. Manon, en cuclillas sobre mi vientre, coloca sus manos en mi nuca. No comprendo qué ocurre. Es la lección vital más violenta de mi existencia. Ella se aferra a mi cuello, inclinada sobre mí y comienza una búsqueda extraña, obstinada, a golpes de cadera.