Alcé la vista, apenas perturbado. Estaba anestesiado contra el horror.
—Este tipo de actos conciernen más bien al campo policial, ¿no cree?
—Por supuesto. Nosotros solo somos centinelas. Observadores. Acechamos sus crímenes. Tomamos nota de los sitios, de sus convergencias en el mapa de Europa. Por lo que sabemos, los Siervos se acantonan dentro de las fronteras del Viejo Mundo. Por ejemplo, no hemos observado nada en Estados Unidos.
—Concretamente, ¿qué hacen ustedes?
—Vigilamos. Localizamos sus guaridas. En el mejor de los casos, nos anticipamos y avisamos a las autoridades. Pero, en realidad, no nos prestan mucha atención. A los policías les trae sin cuidado curar y mucho menos prevenir.
—¿Cómo pueden localizarlos antes de que actúen?
—Los Siervos tienen su talón de Aquiles. Una debilidad que nos permite localizarlos. Se drogan.
—¿Qué tipo de droga?
—Una sustancia específica. Los Siervos no se conforman con buscar obstinadamente la palabra del diablo. Intentan hacer el viaje ellos mismos.
—No entiendo.
—El viaje al más allá. La muerte temporal. Se inducen voluntariamente el coma para tratar de hablar con el demonio.
—¿Existen drogas capaces de producir ese estado?
—Una sola: la iboga. Una planta africana muy potente y muy peligrosa que se utiliza para ciertas ceremonias. Su nombre exacto es
Tabernanthe iboga
. Contiene ibogaína, un estimulante psicodélico que permite recrear la experiencia de la muerte inminente. También la llaman la «cocaína africana».
—Puedo imaginar una droga que provoque una NDE, pero ¿cómo cerciorarse de que dicha experiencia es negativa?
Zamorski sonrió.
—Me place charlar contigo, Mathieu. Tu rapidez mental nos hace ganar tiempo. Tienes razón. Existe una droga más específica aún, que garantiza un resultado negativo: la iboga negra. Su nombre la define con toda propiedad. Una variedad rara de la planta. Créeme, no es un producto que se encuentre fácilmente. Los Siervos están siempre buscando esta sustancia. Nosotros mismos estamos en el mercado. Acechamos a los traficantes y, a través de ellos, a los seres satánicos.
Una chispa en el fondo de mi mente. Como cuando se frota una cerilla. Esa pista africana, inesperada, encajaba con otros elementos de mi investigación. Específicamente, con el expediente que había dejado de lado: Massine Larfaoui. Traficante de drogas. Relacionado con la comunidad africana. Un asesino profesional lo había matado una noche de septiembre de 2002.
¿Sería posible que ese primer expediente también perteneciera al caso? Pero primero debía comprender el principio del viaje.
—Ese viaje —pregunté—, ¿es realmente un equivalente de la experiencia de los Sin Luz?
—Por supuesto que no. Nada puede reemplazar la muerte. La puerta a la nada. Pero, aun así, los Siervos intentan acercarse, a pesar de que corren el riesgo de perder la razón o incluso la vida. La iboga negra es un producto extremadamente peligroso.
—¿Cómo funciona la droga? Quiero decir, ¿qué efectos provoca en el cerebro?
—No soy un especialista. La ibogaína es un alcaloide que bloquea ciertos receptores de las neuronas. En ese sentido, provoca sensaciones próximas a las que se viven en situación de asfixia. Pero una vez más, este trance artificial no tiene nada ver con una verdadera NDE negativa. Para ver al diablo hay que arriesgar el pellejo. Transitar por la muerte.
—¿De dónde procede esa planta exactamente?
—De Gabón, como la iboga común. Allí, la iboga está en el núcleo del culto iniciático más popular: el
bwiti fang.
Gabón, lugar de origen del escarabajo y del liquen. Un nuevo destello me atravesó. Ahora sabía dónde había oído hablar de Gabón. En el burdel de Saint-Denis. El bailarín en trance. El rostro risueño de Claude, colocado hasta las cejas: «Ha bebido un producto local. Un hierbajo de su país». El hombre había ingerido iboga.
No cabía duda, los hilos se conectaban. La primera investigación, el caso Larfaoui. La comunidad africana y sus drogas específicas. Los Siervos en busca del producto.
Puse las cartas sobre la mesa.
—Luc Soubeyras investigaba el caso del asesinato de un cervecero.
—Massine Larfaoui. Estamos al corriente.
—¿Tenía Larfaoui alguna relación con la iboga negra?
—Desde luego. Era el proveedor oficial de la planta. El abastecedor de los Siervos. Créeme que no le quitábamos los ojos de encima.
—¿Sabe quién lo asesinó?
—No. Es otro enigma. Quizá un Siervo. Quizá un cliente con mono. Siempre es peligroso frecuentar a esa gente.
—A Larfaoui no lo asesinó un aficionado. Lo hizo un profesional.
Zamorski hizo un gesto evasivo.
—En esa cuestión estamos en un callejón sin salida. Luc tampoco había avanzado sobre esa pista. Además, nada demuestra que el asesinato esté relacionado con la iboga.
Zamorski no planteaba otra posibilidad: que un miembro de su propia brigada hubiera eliminado al traficante por una razón u otra. Después de todo, Gina, la prostituta testigo del asesinato, había hablado de un sacerdote. Una vez más, imaginaba al nuncio con una automática en la mano. La imagen era cada vez más nítida.
Recapitulé:
—De modo que todo eso no es más que una pista adicional. Los Siervos se concentran sobre todo en los Sin Luz, ¿correcto?
—Correcto. Para ellos, nada puede reemplazar la confesión de aquel o aquella que ha «visto» al diablo.
—¿Alguien como Manon?
Los ojos de acero de Zamorski se posaron sobre mí.
—Seguimos sin saber si Manon vivió una verdadera experiencia negativa —murmuró.
—Para saberlo, tendría que recuperar la memoria.
—O jugar limpio.
—¿Cree que miente? ¿Que simula la amnesia?
—Eso tendrás que decírmelo tú. Se supone que ibas a interrogarla.
Su voz había cambiado. La autoridad se filtraba entre las palabras. Era la confirmación de una sospecha que albergaba desde mi llegada: a Zamorski, mi expediente le traía sin cuidado. Me había «importado» a Polonia solo para que tirara de la lengua a Manon. Para que me ganara una confianza que él nunca había podido conquistar.
—¿A qué estás jugando con Manon? —preguntó, repentinamente irritado—. Hace dos días que la eludes.
—¿Ha ordenado que me sigan?
—No hay secretos en este claustro. Repito mi pregunta. ¿A qué estás jugando? —Gritó de repente—. ¡La clave de la investigación se encuentra en el fondo de su memoria!
Retrocedí y miré fijamente el rosetón que dominaba el coro. El día gris hacía vibrar sus pétalos plateados.
—No se preocupe. Tengo mi estrategia.
En materia de estrategia, no había logrado vencer el miedo.
Y no había ningún cambio a la vista.
Fui a mi celda y escuché los mensajes de voz.
Dos mensajes. Foucault, Svendsen.
Llamé a mi adjunto.
—¿En qué punto estás? —pregunté directamente.
—En el Jura no he conseguido ningún resultado. Los gendarmes están atascados con el caso Sarrazin. Los escarabajos siguen bien escondidos. Y los gaboneses no están precisamente haciendo cola esperándonos. En toda la región de Franche-Comté solo he encontrado siete. Todos inofensivos.
—¿Y los exiliados?
—No es fácil localizarlos. Estamos en ello.
—¿Has encontrado información sobre los Siervos?
—Nada. Nadie los conoce. Si se trata de una secta, es el grupo más secreto de…
Interrumpí a Foucault y le ordené que abandonara esa vía. Prefería atenerme a los datos de Zamorski, especialista en todas las ramas de ese sector.
A cambio, pregunté:
—¿Sigues teniendo a mano el expediente de Larfaoui?
—¿El caso de los estupas?
—Sí. Tal vez tiene alguna relación con nuestra historia.
—¿«Nuestra»? Joder, no tengo la sensación de que compartas mucho conmigo, por el momento.
—Espera a que regrese. Vuelve a revisar el perfil de ese tipo, como traficante. Trata de hablar con los estupas para ver si saben quiénes eran sus proveedores, cómo hacían las entregas normalmente y quiénes eran sus clientes habituales. Comprueba también las últimas llamadas que Larfaoui hizo antes de morir. Sus cuentas. Todo. Y averigua si hay un sustituto en el mercado. Que te ayuden Meyer y Malaspey.
—¿Qué hay que buscar?
—Una red específica. Algo que gira alrededor de una droga africana: la iboga.
—¿Viene de Gabón?
—Desde luego, no se te puede ocultar nada. Ese país tiene algo que ver en el asunto, eso está claro. Pero todavía no sé hasta qué punto. Vuelve a llamarme esta noche.
Colgué y telefoneé a Svendsen.
—Hay novedades —dijo el sueco con voz apasionada—. Es increíble. Tenías razón. El cuerpo de Sarrazin ha sido trabajado.
—Cuéntame.
—Las vísceras del tío estaban gangrenadas. Seriamente descompuestas. Como si hubiera muerto un mes atrás, mientras que los hombros apenas presentaban rigor mortis.
—¿Tienes alguna explicación?
—Una sola. El criminal le hizo beber ácido. Esperó a que las entrañas se pudrieran en el interior del abdomen. Luego le abrió el vientre de arriba abajo.
De modo que el homicida de Sarrazin también había jugado con la muerte. ¿Era también el asesino de Sylvie Simonis? ¿Un Sin Luz? ¿O era el inspirador de aquellos que se habían beneficiado de los milagros del diablo?
Volví a ver la corteza tallada del pino: yo protejo a los sin luz. Una sola certeza, y no era insignificante: Manon no había asesinado a Sarrazin. En esa fecha, ella ya estaba exiliada en Scholastyka.
Svendsen continuaba:
—El cabrón operó en carne viva. Con toda la paciencia del mundo, desenrolló los intestinos de su víctima en la bañera, mientras el tipo todavía estaba vivo… y consciente.
La conocida sensación de hielo en mis venas. Me acordaba de que el gendarme no tenía señales de ligaduras.
—Sarrazin no estaba atado.
—No. Pero los análisis toxicológicos revelan la presencia de poderosas sustancias paralizantes. No podía moverse mientras el otro lo despedazaba.
Volví a ver la escena del crimen. El cuerpo acurrucado, en posición fetal. La bañera llena de vísceras. Las moscas zumbando en el aire viciado.
—¿Y los insectos?
—Se han encontrado huevos de las moscas
Sarcophagidae
y
Piophilidae
que no tenían por qué estar allí. Al menos, unas horas después de la muerte. Es tan delirante como el caso de tu relojera, Mat. No cabe duda alguna.
—Muchas gracias. ¿Te han enviado el informe?
—Valleret me lo manda por e-mail. Es simpático el hombre.
—Estudia todos los detalles. Es muy importante.
—¿Qué tal si me contaras algo más?
—Más adelante. Todos esos hechos definen un método. —Dudé pero continué, aclarando mis ideas en voz alta—: Una especie de… método originario que un hombre desarrolla por medio de otros criminales.
—No entiendo nada —dijo Svendsen—, pero parece apasionante.
—Tan pronto como llegue a París te lo explicaré todo.
—Un trato es un trato, no lo olvides, colega.
Me sumergí de nuevo en mi expediente, tratando de encontrar una vez más los hechos implícitos, las convergencias entre todos esos datos.
Las campanas del monasterio daban las once cuando aparté los ojos de mis apuntes. El tiempo había pasado volando. La hora del almuerzo de las benedictinas. El momento preciso para escabullirme; no corría el menor riesgo de encontrarme con Manon, que comía con las hermanas. Me puse varios jerséis y luego me enfundé el abrigo.
Caminaba a paso rápido bajo la arcada cuando una voz me interpeló:
—Hola.
Manon estaba sentada al pie de una columna, arrebujada en una parka guateada. Una bufanda y un gorro completaban el atuendo. Tragué saliva con dificultad; de golpe, tenía seco el gaznate.
—¿Y si me lo explicaras?
—Explicarte ¿qué?
—Por dónde andas. No te he visto el pelo desde tu llegada.
Me acerqué. Su rostro tiritaba en tonalidades rosadas. El frío había cristalizado su sangre, suave vaho bajo sus mejillas.
—¿Debo rendirte cuentas?
Levantó las dos palmas en el aire como si mi agresividad fuera un arma que la apuntara.
—No, pero no te hagas ilusiones. Aquí nadie tiene libertad de movimiento.
—Eso es lo que tú crees. Lo que te conviene.
Se apartó de la columna y se estiró. Su nuca era gracia pura. Una revancha por todos los hombros encorvados, por todas las siluetas vulgares del universo.
Sonriendo, preguntó:
—¿Qué quieres decir, podrías ser más explícito?
Estaba plantado delante de ella, con las piernas separadas y el cuerpo tenso. La parodia del madero haciendo de perdonavidas. Pero seguía teniendo la garganta seca y tuve que tragar saliva dos veces antes de poder hablar.
—Esta situación te conviene. Quedarte aquí, escondida en este convento, mientras en Francia se lleva a cabo la investigación por el homicidio de tu madre.
—¿Estás diciendo que huyo de la pasma?
—Tal vez huyes de la verdad.
—No tengo la sensación de que la verdad esté a la vista. No podría hacer nada allí.
—¿De modo que no quieres saber quién asesinó a tu madre?
—Es tu trabajo, ¿no?
Cuanto más acertadas eran sus respuestas, más me irritaban. Su sonrisa persistía. La encontré fea. Dos pliegues de amargura atravesaban sus mejillas haciendo que pareciera más dura, más mayor.
—Decididamente, no eres más que una estudiante estúpida.
—Encantador.
—¡No tienes la menor conciencia de lo que realmente ocurre!
—Gracias a ti. No me has dicho ni la mitad de lo que sabes.
—¡Por tu bien! Todos estamos protegiéndote. —Me di una palmada en la frente—. ¿Tienes serrín en la cabeza o qué?
Ella ya no sonreía. Sus mejillas se habían ruborizado. Se puso de pie y abrió la boca para responderme con el mismo tono. Pero, de pronto, se echó atrás y preguntó con voz dulce:
—No estarás ligando conmigo, ¿verdad?
Me quedé subyugado por la pregunta. Hubo un silencio, luego solté una carcajada.
—No lo he hecho tan mal, ¿no?
—Desde luego.
Cracovia —Krakow— constituía un mundo en sí misma, con sus colores, sus luces, sus materiales, sus matices. Un universo tan coherente y específico como el de un gran pintor. Los tonos estudiados de Gauguin, los claroscuros de Rembrandt… Un mundo de tonalidades de tierra, de barro, de ladrillo, en el que las hojas muertas parecían responder a los tejados de color sanguina y a los muros ennegrecidos por la suciedad.