—Supongo que los Siervos no pertenecen a esa categoría.
—En absoluto. Los Siervos son verdaderos seres satánicos, que viven por y para el mal. Llevan una vida ascética, exigente, implacable. Asesinos, verdugos, violadores; practican el mal fríamente, con orden y rigor. Son el equivalente de nuestros monjes. Poderosos, numerosos e invisibles. Para ellos no se trata de fornicar en el altar de una iglesia o de besar el culo de un chivo. Son auténticos criminales que buscan la trascendencia a través del mal y de la destrucción. Su comunión es el homicidio, el sufrimiento, la depravación. Además, están firmemente unidos. Un proyecto secreto los hermana.
Encendí otro cigarrillo, aunque solo fuera para alimentar mi personal infierno íntimo.
—Un proyecto que consiste en…
—En recopilar los mandamientos del diablo. Cuando no matan, los Siervos buscan la palabra de Satán.
Zamorski tomó aliento. Seguía caminando de un lado al otro de la estancia. Más que nunca, su estampa marcial recordaba a un general durante una campaña. Continuó:
—Tenga en cuenta que el dogma satánico sufre una laguna fundamental: no hay libro sagrado. Ni rastro de un texto. En la historia del satanismo, encontrará infinidad de biblias negras, de volúmenes de demonología, de escrituras enigmáticas e indescifrables, de testimonios. Pero nunca una obra que pretenda transcribir la palabra del demonio en el sentido consagrado del término. Contrariamente a lo que se dice, el diablo es parco en palabras.
En un destello, volví a ver al sacerdote de Lourdes con su sotana raída: «No tienen libro, ¿comprende?». Aquel fanático hablaba de los Siervos.
—¿Dónde se encuentra esa palabra? ¿Dónde está escrita? —pregunté.
Un reflejo ladino pasó por sus ojos.
—¿Y usted me lo pregunta? —Abrió las manos—. ¡Estamos hablando precisamente del objeto de su investigación!
Debí imaginarlo. Los Sin Luz. Los únicos seres en el mundo que establecían, durante el coma, un contacto real con el demonio.
—¿Los Siervos van detrás de los Sin Luz?
—Ese es el sentido de su búsqueda. Para los Siervos, esos seres que han vivido un milagro son depositarios de una palabra única. Una palabra que deben dejar escrita en su libro. Por eso también se les llama los Escribas. Escriben al dictado del diablo.
—Supongo que su prioridad es descifrar el Juramento del Limbo, ¿verdad?
Zamorski estuvo de acuerdo.
—Su proyecto se reduce a este objetivo: descifrar el Juramento. Las palabras que permiten esperar al Maligno y pactar con él.
—¿Cazeviel y Moraz pertenecían a esta secta?
—Desde hace mucho tiempo.
—Eso significa: ¿antes de que Manon se ahogara?
—Por supuesto. Fueron ellos los que corrompieron a la niña. La condicionaron, le inspiraron los actos satánicos que ella cometía en aquella época. No sabemos con exactitud qué querían hacer. Sin duda, crear una especie de criatura malsana que llamara la atención del mismo Satán.
—¿Cuándo se enteraron de que Manon estaba viva?
—En el momento de la muerte de Sylvie Simonis.
—¿Sabe cómo llegaron a saberlo?
—Por Stéphane Sarrazin.
El nombre del gendarme me explotó en la cara.
—¿Por qué él? ¿Por qué les habría avisado?
El nuncio contuvo una sonrisa.
—Porque era su cómplice. Stéphane Sarrazin, cuando todavía se llamaba Thomas Longhini, también era un Siervo. Formaba equipo con los otros dos, para corromper a la niña.
Otra verdad fallida. Siempre había percibido la complicidad de los tres hombres, pero sin poder probarla. El famoso axioma del treinta por ciento. Los tres, Moraz, Cazeviel y Longhini, habían provocado, indirectamente, la muerte de Manon. Pero yo todavía era escéptico.
—En 1988 —proseguí—.Thomas Longhini tenía trece años. Era un adolescente. Moraz era relojero. Cazeviel, chatarrero. ¿Cómo habrían podido conocerse?
—No ha buscado lo suficiente en su pasado. Richard Moraz no era solamente relojero. Era coleccionista e incluso encubridor. Así conoció a Cazeviel, que le vendía objetos robados.
—¿Y Thomas?
—Thomas era un pervertido. Un vicioso. Lo que lo excitaba era penetrar en casa de la gente por la noche. Observarla. Sustraerle sus bibelots. Así conoció a Moraz. Le vendía las piezas hurtadas.
Moraz, Cazeviel, Longhini: tres aves nocturnas asociadas para el robo e intrusión. Más tarde habían descubierto otro interés común: el culto al diablo.
Imaginaba el resto. Con el paso de los meses, Thomas Longhini había debido de encariñarse con Manon y no quiso seguir descarriándola. Tuvo miedo. Habló con sus padres y luego con su psiquiatra, Ali Azoun, pero sin poder confesar toda la verdad. Únicamente insinuaba, pero lo esencial estaba allí. Longhini quería detener el maleficio de Manon. Lo que había empezado como un juego perverso —la corrupción de la niña— se estaba volviendo peligroso. Manon actuaba realmente como una posesa. Y su madre, que había perdido el control, estaba dispuesta a destruirla.
—Sí, comprendo —proseguí—. Los tres cómplices no descubrieron que Manon estaba viva hasta el verano pasado. Entonces, pensaron que podía ser una Sin Luz. Una criatura que el demonio había salvado. Por lo tanto, un ser que les interesaba extremadamente.
—Exacto. Salvo que, entretanto, Manon desapareció. O bien sintió la amenaza de esos fanáticos o bien temía al asesino de su madre.
Tomé nota de que Zamorski no consideraba la culpabilidad de Manon, lo cual me alivió, de una manera oscura, inexplicable. Ya no quería que Manon fuera culpable.
En cuanto al resto, mis datos encajaban con esos elementos. El trío buscaba a Manon, como yo. Moraz y Cazeviel habían decidido matarme para impedir que la encontrara antes que ellos. En cambio, Longhini, alias Sarrazin, había decidido asociarse conmigo. ¿Por qué? ¿Preveía matarme, una vez hubiera cumplido mi misión? ¿O contaba conmigo para que hiciera salir a la superficie a otros Sin Luz?
Volví al punto primordial. ¿Sabía Zamorski dónde se escondía Manon? La duda me consumía, pero primero quería sondear a mi posible asociado.
—¿Por qué me cuenta todo esto?
—Ya se lo he dicho: me interesan sus informaciones.
—Parece usted saber mucho más que yo.
—Sobre la investigación Simonis es cierto. Pero hay otras ramificaciones en el expediente.
—¿Agostina Gedda?
—Por ejemplo. Sabemos que usted la interrogó en Malaspina. Queremos una transcripción de ese testimonio.
—Entonces, ¿Van Dieterling no coopera con usted?
—Tenemos puntos de vista distintos sobre el problema, se lo repito. Él lo recibió a usted en la Curia romana. En la biblioteca apostólica del Vaticano se guardan archivos de la mayor importancia. Documentos que usted ha consultado.
El cardenal no me había dejado hacer nada pero decidí marcarme un farol.
—Es cierto que poseo textos que podrían enriquecer sus expedientes. ¿Y usted? ¿Qué tiene para mí? Revelarme la existencia de los Siervos no es suficiente. Tarde o temprano, lo habría descubierto.
—Esa era la parte gratuita de nuestro acuerdo. Algo necesario para convencerlo de que no avanzamos a ciegas.
—¿Dispone de otra moneda de cambio?
—Una moneda irresistible.
—¿Cuál?
—Manon Simonis.
—¿Sabe dónde se encuentra?
—En realidad, la tenemos bajo nuestra protección.
La noticia me bloqueó la respiración, pero conseguí decir:
—¿Dónde?
Zamorski cogió mi impermeable y me lo lanzó.
—¿Le da miedo viajar en avión?
En el corazón de la noche, el aeropuerto de Bourget parecía como lo que era: un museo al aire libre. Un Louvre de la aeronáutica, donde las esculturas eran los Mirage, los Boeing, los cohetes Ariane. En la oscuridad lluviosa se presentían los aviones bajo las cubiertas de lona, los hangares llenos de máquinas voladoras, los fuselajes brillantes y las alas con escarapelas pintadas.
El Mercedes negro de Andrzej Zamorski se deslizaba por la avenida inundada. Admiraba, una vez más, el lujo del habitáculo: cristales tintados, asientos de piel, techo acolchado, puertas forradas con palo de rosa.
—Mi pequeño país tiene recursos —comentó el emisario del Vaticano—. Me proporcionan los medios necesarios cuando me envían a tierras hostiles.
—¿Francia es territorio hostil?
—Aquí solo estoy de paso. Vamos. Hemos llegado.
El coche se detuvo delante de un edificio con la planta baja iluminada. Saqué mi bolsa del maletero. Zamorski había aceptado pasar por mi domicilio para permitirme recoger algunas cosas, entre ellas mi expediente.
En la sala, dos pilotos repasaban el plan de vuelo; unos auxiliares con aspecto de guardaespaldas nos invitaron a champán, café y a un tentempié. A la una de la mañana, hacían lo posible por mostrarse más frescos que una rosa.
Un Falcon 50EX maniobraba en la desierta zona de aparcamiento de los aviones, hiriendo la noche con sus luces. De pie delante de los cristales, reflexioné. Un prelado capaz de fletar un jet privado en plena noche; decididamente, Zamorski no era un religioso corriente. Pero ya nada me asombraba. Me dejaba llevar por los acontecimientos; me dejé acunar, incluso, por una sensación de irrealidad, observando las luces que se reflejaban sobre la pista mojada.
—Vamos. El piloto se impacienta.
—¿No hay control de aduana?
—Pasaporte diplomático, querido amigo.
—¿Adónde vamos?
—Se lo diré durante el vuelo.
A mi pesar, me rebelé.
—No pondré un pie a bordo sin saber adónde vamos.
El polaco cogió mi bolsa.
—Vamos a Cracovia. Manon está escondida allí. En un monasterio. Un lugar totalmente seguro.
Seguí al eclesiástico por la zona de estacionamiento. Su traje negro brillaba tanto como el asfalto húmedo. Observando su puño cerrado sobre el asa de mi bolsa, me dije que un arma automática en esa mano no quedaría fuera de lugar. Inmediatamente, asocié esa idea a la Glock que llevaba en el cinturón. Esa salida clandestina tenía una ventaja: nadie me había registrado.
La cabina del Falcon albergaba seis asientos de piel con brazos y mesitas de caoba barnizada. Las luces del techo, minúsculas, brillaban como pepitas doradas. Unas cestas de fruta nos esperaban, al lado de unas botellas de champán que se mantenían frescas en la cubitera. Seis butacas, seis privilegios por encima de las nubes.
—Acomódese donde desee.
Escogí el primer asiento a mi izquierda. Los dos sacerdotes que nos acompañaban desde la iglesia polaca se sentaron detrás de mí. Dos colosos que solo tenían de religiosos el alzacuello y que todavía no habían dicho ni una palabra. Zamorski se sentó frente a mí y luego se ajustó el cinturón. El chasquido fue como una señal; los motores bramaron inmediatamente.
El aparato alzó el vuelo, conservando la atmósfera de ensoñación y de fluidez. Contemplé por el ojo de buey los primeros velos de nubes. El cielo, entre ese algodón de plata, relumbraba con un azul oscuro. Un espejo sin contorno ni límite que atravesábamos con toda facilidad. Ya no era la noche; era el reverso del mundo.
—¿Quiere beber algo?
Zamorski ya cogía hielo picado con la mano. Rechacé con un ademán. Lo que más me apetecía era un cigarrillo. Mi huésped adivinó mis deseos otra vez.
—Puede fumar. Es una de las ventajas de los vuelos privados: estamos como en casa.
Encendí un Camel, sintiendo otra vez desconfianza ante tantas atenciones. ¿Quién era exactamente ese prelado, escondido detrás de sus modales educados? ¿Cuáles eran sus verdaderas intenciones? ¿Adónde me llevaba, exactamente? Tal vez había caído en una trampa cuyo señuelo se llamaba Manon. Después de una larga calada, ordené:
—Hábleme de Manon.
—¿Qué quiere saber?
—¿Cómo conoció su caso?
—De la manera más sencilla del mundo. Por el cura de su parroquia, el padre Mariotte. Después del intento de asesinato en 1988, se confió al sacerdote exorcista de Besançon. La información llegó hasta mí. Nuestras redes están muy estructuradas.
—En aquel momento, ¿sabía usted que Manon estaba viva?
—Una breve investigación nos lo confirmó, sí. A partir de entonces, siempre hemos estado atentos a ella.
—¿Cree que Manon estaba poseída?
—Digamos que había una fuerte presunción de que así fuera.
—¿Por qué?
—Recogimos varios testimonios sobre su actitud antes del asesinato. También estaban los sospechosos del caso: Cazeviel, Moraz, Longhini. A ellos ya los teníamos en nuestras listas. Este caso entraba de lleno en el satanismo.
—¿Y a continuación?
Zamorski se encogió de hombros.
—La niña creció sin problemas ni desviaciones. Ni la menor señal de influencia demoníaca.
—Fue tratada por psicólogos.
—Nada que ver con el diablo. Simplemente, estaba traumatizada con toda esa historia. Lo que, por otra parte, es muy comprensible.
No tenía tiempo para andarme con rodeos.
—¿Cree que ella mató a su madre?
—No.
—¿Por qué esa certeza?
—Se aloja en nuestro monasterio desde hace tres meses. Es inocente. Ninguna mujer podría simular hasta ese punto. Manon es una verdadera… fuente de luz.
Agostina Gedda también había sido una fuente de luz. Para, finalmente, convertirse en un monstruo. Pero quería creer a Zamorski.
—De modo que, según usted, ¿la joven no vivió una experiencia negativa durante su coma?
—Manon no conserva ningún recuerdo de aquel paréntesis. En todo caso, cualquiera que fuera su vivencia durante el coma, esta no influye en su personalidad actual.
Asentí con la cabeza pero pensé en las advertencias que había recibido en Catania, a propósito de Agostina. En las admoniciones de Van Dieterling. En las instrucciones del
Ritual romano
: «Innumerables son los artificios y las traiciones del diablo para engañar a los hombres». ¿A quién podía creer en semejante situación?
Pasé a las generalidades.
—¿Cree, de todo corazón, que los Sin Luz existen? Me refiero a los homicidas que actúan bajo una influencia demoníaca.
—La experiencia negativa existe. Y puede ser traumática.
—¿Hasta el punto de transformar al que la sufre en un ser agresivo, en un asesino?
—En ciertos casos, sí.
—Pero ¿cree que el diablo está detrás de todo esto? ¿Que es una verdadera entidad negativa? ¿Un agente corruptor?