Esclavos de la oscuridad (55 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaca, Thriller

BOOK: Esclavos de la oscuridad
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—Ya conoce usted el caso. Quiero decir, desde el punto de vista criminal. Ya sabe que una llamada anónima orientó la búsqueda hacia un pozo donde…

—Conozco el expediente de memoria.

—Por lo tanto, los gendarmes se dirigieron hacia los pozos más cercanos de la urbanización de Corolles. Iban acompañados por un equipo médico. Cuando el equipo de rescate encontró a la niña, certificó su muerte. Pupilas fijas, corazón detenido, temperatura veintitrés grados. Ninguna duda sobre el deceso. Sin embargo, el médico, un hombre apellidado Boroni, había trabajado en mi servicio el año anterior. Conocía mi especialidad.

—¿Cuál es su especialidad, para ser precisos?

Desde el principio, no comprendía qué tenía que ver un cirujano cardiovascular con la reanimación.

—La hipotermia —respondió Beltreïn—. Desde hace unos treinta años me interesan los fenómenos fisiológicos provocados por el frío. Por ejemplo, cómo la irrigación sanguínea del cuerpo se ralentiza en tales circunstancias. Pero volvamos a Manon. Ese hombre, Boroni, sabía que en caso de mucho frío hay una esperanza, aunque ínfima, cuando se certifica la muerte. Por tanto, procedió como si la niña estuviera viva. Llamó al helicóptero que participaba en la busca y al CHUV, para contactar conmigo. Teniendo en cuenta el tiempo del trayecto, el cuerpo permanecería sin vida durante por lo menos sesenta minutos. Algo que reducía mis posibilidades a cero. Sin embargo, merecía la pena intentar aplicar mi método. ¿Sabe usted qué es una máquina
by-pass
?

El nombre despertaba en mí un vago recuerdo. Beltreïn prosiguió:

—En cada quirófano existe una máquina de circulación extracorporal que se utiliza para enfriar la sangre de los pacientes antes de someterlos a una intervención quirúrgica importante. El sistema consiste en extraer la sangre del enfermo, enfriarla algunos grados y luego volver a inyectársela. Esta operación se realiza varias veces, para crear una hipotermia superficial.

Mi recuerdo se concretó. Para salvar a Luc se había recurrido a esta misma máquina. Una ironía increíble de esa historia. Terminé su exposición:

—Usted quería utilizarla a la inversa, para recalentar la sangre de la niña.

—Exactamente. Ya lo había experimentado una vez en 1978, con un niño muerto por asfixia. El método había permitido reanimarlo. En los años ochenta, repetí la operación varias veces. Hoy en día es una técnica que se utiliza habitualmente en todo el mundo. —Se le escapó una sonrisa de orgullo—. Una técnica de mi invención.

Dejó pasar un momento para que yo midiera la grandeza de su genio y luego continuó:

—La sangre de Manon pasó una primera vez por la máquina y luego se la inyectamos de nuevo, a la misma temperatura pero oxigenada. A continuación intentamos un nuevo ciclo, esta vez a veintisiete grados, luego otro a veintinueve. Al llegar a los treinta y cinco, los monitores emitieron una señal. Después de ese ciclo, las oscilaciones de los monitores se reanudaron. A treinta y siete grados, los latidos cardíacos fueron regulares. Manon, después de haber estado clínicamente muerta durante casi una hora, había vuelto a la vida.

Las explicaciones de Beltreïn encajaban con mi mente cartesiana. Por primera vez, no se hablaba de milagro. Ni de Dios, ni del diablo. Solo de una hazaña médica. El matasanos pareció leerme el pensamiento.

—La recuperación de Manon parecía un prodigio. En realidad, se explicaba debido a la convergencia de tres factores favorables, todos relacionados con la edad de la niña.

—¿Qué factores?

—Para empezar, las proporciones de su cuerpo. Manon era una niña enclenque. Su peso no llegaba a los quince kilos. Este peso favoreció el enfriamiento inmediato. Su cuerpo quedó en hibernación. El corazón empezó a latir más lentamente: de ochenta pulsaciones por minuto descendió a cuarenta pulsaciones. Las reacciones bioquímicas también se redujeron. El consumo de oxígeno de las células bajó considerablemente. Este fue un factor esencial. Permitió que el cerebro siguiera funcionando, con un ritmo mínimo, aunque no llegara a él la circulación sanguínea.

Beltreïn se había entusiasmado, pero lo interrumpí.

—Habla usted de un cuerpo que funcionaba lentamente, pero Manon ya se había ahogado, ¿no? Sus pulmones debían de estar saturados de agua.

—Precisamente, no. Es el segundo factor positivo. La niña se había asfixiado pero no se había ahogado. No había penetrado ni una gota de agua en su garganta.

—Explíquese.

—Los niños poseen un
diving reflex
. Piense en los bebés nadadores. En cuanto se sumergen, cierran instintivamente las cuerdas vocales para impedir que el agua penetre en sus pulmones. En el pozo, Manon se sustrajo al entorno y empezó a funcionar en circuito cerrado.

Tuve una visión fantasmagórica del interior del cuerpo de Manon. Los órganos rojos y negros, latiendo a un ritmo muy débil, preservando, en el agua helada, un mínimo rastro de vida. Beltreïn se acomodó las gafas.

—Existen algunas teorías con respecto a ese reflejo. Hay quien piensa que se trata de un vestigio arcaico, relacionado con nuestros orígenes acuáticos. Cuando un delfín o una ballena se sumerge, un mecanismo innato corta instantáneamente su respiración y concentra la sangre en los órganos vitales. Es exactamente lo que le ocurrió a Manon. Durante su inmersión se transformó en un pequeño delfín. Se refugió, por decirlo de algún modo, en el fondo de sí misma. Pero de ahí a hablar de una paleomemoria…

Beltreïn volvió a callarse dejando en el aire las resonancias de su argumentación. El prodigio de que hubiera sobrevivido era aún más espectacular de lo que él imaginaba. Una niña supuestamente poseída, asesinada por su madre, que había sobrevivido gracias a su memoria de delfín.

—En este punto, es necesario que comprenda usted un hecho esencial. No hubo lucha.

—¿Quiere decir entre Manon y su asesino?

—No. Entre Manon y la muerte. Ella no luchó. El frío se apoderó de ella inmediatamente; la petrificó. Por ese motivo sobrevivió. El menor esfuerzo habría hecho que se ahogara. De alguna manera, la pequeña aceptó la muerte. Es uno de los secretos de mis investigaciones. Si se acepta la nada, si uno se deja llevar por ella, es posible mantenerse en suspenso en una especie de… mundo intermedio. Una media muerte, que también es una media vida.

Pensé en este paréntesis crucial en la existencia de la niña. ¿Qué había visto Manon durante ese «período de interrupción»? ¿El diablo, verdaderamente? Por el momento, me centré en los aspectos fisiológicos de su travesía.

—Ha mencionado usted tres factores.

—Me caen bien los policías. —Sonrió—. Son alumnos que prestan mucha atención.

Chasqueó los labios.

—El tercer factor concierne a la recuperación completa de Manon. A pesar de todo lo que le he explicado, se podía temer que quedaran graves secuelas. Ahora bien, al despertar, Manon tenía un dominio perfecto de sus funciones cognitivas. Ningún problema del habla. Ninguna dificultad de razonamiento. Solo su memoria mostraba una amnesia relativa. Pero su cerebro funcionaba de maravilla.

—¿Cuál es la explicación?

—Su edad, una vez más. Cuanto más joven es un cerebro, más células posee. Lo que significa que dispone de un territorio mayor para distribuir sus funciones. Es evidente que el órgano de Manon sufrió lesiones pero sus capacidades mentales se desplazaron naturalmente hacia el lugar donde las neuronas todavía eran activas. Es lo que se llama movilidad cerebral. Suele verse en el caso de niños que han sufrido algún accidente: reagrupan toda su actividad mental en un solo hemisferio.

Esta alusión a la amnesia me inspiró otra pregunta de madero.

—Cuando despertó, ¿recordaba la escena del crimen? ¿Dijo algo acerca de su agresor?

Rechazó la idea con un gesto.

—No la interrogué acerca de los hechos. Esa era la tarea de los investigadores.

—¿La interrogaron?

—Sí. Pero no recordaba nada de lo ocurrido en la planta depuradora. Un bloqueo. Es muy frecuente al salir del coma. La amnesia puede incluso ser voluntaria. De alguna manera, el cerebro aprovecha el traumatismo para ocultar un episodio que le resulta desagradable.

Manon había borrado aquella escena horrible, pero su madre debía de estar aún conmocionada. Probablemente, en la amnesia vio una segunda oportunidad para ella. Y para el futuro de ambas. Si Manon no recordaba nada, todo podía volver a empezar. El dedo de Dios, siempre presente.

Beltreïn prosiguió, echando por tierra mi razonamiento.

—Cuando le anuncié la noticia de la resurrección de Manon, su madre tomó una decisión extraña. No quiso revelarla a nadie. Tal vez temía que el asesino volviera a intentarlo. O la atención mediática, no lo sé. De modo que se llegó a un acuerdo con el juez, el ministerio fiscal y los investigadores para no comunicar el acontecimiento.

—He investigado en Sartuis. No he encontrado ningún rastro de su vida secreta.

—Y con razón. Manon permaneció aquí, en Suiza. Sus abuelos se mudaron a Lausana.

—¿Se refiere a los padres de Frédéric, el padre de Manon?

—Sí. Creo que Sylvie, la madre, era huérfana.

Las transferencias bancarias en Suiza. Los abuelos, ricos industriales, no necesitaban ese dinero pero Sylvie había querido pagar, cada mes, una pensión. Uno a uno los hilos de la madeja se desenredaban.

—¿Siguió usted en contacto con Manon?

—Nunca la he perdido de vista.

—¿Qué ha sido de ella? Quiero decir, ¿cómo ha sido su vida?

—Totalmente corriente. Es una joven helvética, llena de alegría de vivir. Manon es la encarnación de la alegría.

—¿Ha cursado estudios?

—Biología. En Lausana. Actualmente prepara la tesina.

Sentí una punzada en el pecho. Beltreïn hablaba de Manon Simonis en presente. Aquella joven vivía, respiraba, reía en alguna parte. Pero yo experimentaba un oscuro temor.

—Y en este momento, ¿dónde está?

El médico se puso de pie sin responder y se situó delante de la ventana. Con voz alterada, repetí:

—¿Dónde está? ¿Puedo verla?

Beltreïn se acomodó las gafas con el índice y se volvió hacia mí.

—Ese es el problema. Manon ha desaparecido.

Salté de mi asiento.

—¿Cuándo?

—Después de la muerte de su madre. En junio pasado, Manon fue interrogada por los gendarmes franceses y luego se esfumó.

Apenas aparecido, el fantasma se me escapaba nuevamente. Volví a desplomarme en mi asiento sin poder creerlo.

—¿No ha sabido nada de ella?

—No. El asesinato de su madre despertó los terrores de su infancia. Huyó.

—Debo localizarla. Es imperativo. ¿Tiene usted alguna pista, un indicio?

—Nada. Todo lo que puedo hacer es darle su identidad suiza y su dirección en Lausana.

—¿Cambió de nombre?

—Evidentemente. Después de su resurrección, su madre deseaba que partiera de cero. —Escribió en su bloc de recetas—. Desde hace catorce años, Manon se llama Manon Viatte. Pero estos datos no le servirán de nada. La conozco bien. Es lo suficientemente inteligente como para no dejarse sorprender.

Guardé las señas. El perfil de Manon no cuadraba con los retratos de los otros Sin Luz. En principio, esa muchacha no tenía nada de maléfico.

—¿Tiene usted una foto de ella? ¿Una foto reciente?

—No. Nada de fotos. Aunque le he dicho que Manon llevaba una vida corriente, no es totalmente exacto. Ha vivido en el miedo, obsesionada con el asesino de su infancia. Siguió diversas psicoterapias aquí, en Lausana. Era frágil. Muy frágil. Su madre y sus abuelos la protegían. Al llegar a la mayoría de edad, Manon se independizó, pero siempre estaba en guardia. Para cualquier desplazamiento, tomaba precauciones exageradas. Su piso era un verdadero fortín. Y huía de las máquinas fotográficas como de la peste. No quería que su rostro quedara registrado en ninguna parte. No quería dejar huella alguna. Nunca. Es una pena. —Hizo una pausa teatral—. La echo terriblemente de menos.

De vuelta a la casilla de salida una vez más.

—¿Por qué me ha contado todo esto? —pregunté, asombrado—. Ni siquiera le he mostrado mis credenciales.

—La confianza.

—¿Por qué esa confianza?

—Debido a su amigo.

—¿Qué amigo?

—El policía francés. Me había advertido que usted vendría.

De modo que Luc me había precedido también allí. Y estaba seguro de que seguiría sus huellas. ¿Había previsto su suicidio? Palpé mi abrigo. Todavía tenía en el bolsillo su foto arrugada.

—¿Se refiere a este hombre?

—Luc Soubeyras, sí.

—¿Le contó usted todo esto?

—No fue necesario. Él ya sabía bastante.

—¿Sabía que Manon estaba viva?

—Sí. Estaba siguiéndole el rastro.

Un solo nombre explicaba sus progresos: Sarrazin. El gendarme le había hecho revelaciones. ¿Por qué a él y no a mí? ¿Poseía Luc una moneda de cambio? ¿O un medio de presión sobre el gendarme?

—¿Qué más le dijo?

—Cosas delirantes. Estaba… cómo diría… desquiciado.

—¿En qué sentido?

—Si me lo permite, tengo la impresión de que usted está muy nervioso, pero su amigo se encontraba al límite de la patología. Pretendía que Manon se había salvado por un milagro. ¡Y del diablo, además! Como otra joven, en Sicilia.

—Y usted, ¿qué opina?

Beltreïn lanzó una sonora risa sardónica.

—No quiero oír hablar de todo eso. He dedicado mi vida a un método único de reanimación. He puesto todo mi talento, todos mis conocimientos al servicio de esta investigación. ¡No deseo que se atribuyan mis resultados a supersticiones o a supuestos milagros!

—¿Le mencionó Luc las experiencias de muerte inminente?

—Por supuesto. Según él, el diablo se había comunicado con Manon durante el coma.

—Como científico, ¿qué opina usted de esa hipótesis?

—Absurda. No se puede negar la existencia de las NDE. Pero no hay nada de sobrenatural o místico en esas experiencias. Es un fenómeno bioquímico banal. Una especie de deslumbramiento cerebral.

—Explíquese.

—Las NDE no están provocadas solo por la asfixia progresiva del cerebro. En el umbral de la muerte, el cerebro ya no tiene irrigación. Se produce entonces una liberación masiva de un neurotransmisor, el glutamato. Se supone que el cerebro, como reacción a esta saturación, libera otra sustancia que provoca el flash.

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