Contuve el aliento.
—Una historia aterradora —prosiguió—. ¡La niña estuvo más de una hora sin dar señales de vida!
Saqué mi libreta.
—¿Su nombre?
Pierre Bucholz abrió la boca pero se calló. Acababan de dar un golpe en el cristal.
Se quedó inmóvil durante un segundo y luego se derrumbó encima de la mesa baja.
La espalda empapada de sangre.
Eché una mirada hacia la cristalera. Vi la marca de un disparo en forma de diana. Me tiré al suelo. Un nuevo
plop
sonó. La cabeza del perro estalló. Su cerebro se desparramó sobre el canapé. Al mismo tiempo, el cuerpo de Bucholz cayó al suelo, junto con la colección de jarras de cerveza de Fátima posadas sobre la mesa baja.
Los licores de los monjes explotaron salpicándolo todo. Las estatuillas de la Virgen y de Bernadette quedaron reducidas a polvo. Las velas, los vasos de metal, estallaron. Pegado al suelo, me arrastré bajo la mesa. La casa se hundía, sin huellas de ninguna deflagración. Las cristaleras se hicieron añicos. Los sofás, el canapé, los cojines, salieron despedidos y luego rebotaron, destripándose. Las cómodas y los armarios cedieron, reventándose y dispersando su contenido.
Pensé: «Un francotirador. Silencioso. Mi segundo asesino». Por fin íbamos a poder saldar cuentas. Esa idea me infundió una energía inesperada. Me aventuré a asomar la cabeza mirando la cristalera hecha añicos, para deducir el ángulo de tiro del agresor. Estaba situado en la cima de la colina desde la que se divisaba la casa. Me maldije; una vez más, no llevaba mi pipa. Y no podía arriesgarme a caminar al descubierto hasta el coche.
Arrastrándome bajo las balas, salí de mi escondite y pasé a la cocina, que estaba a mi izquierda. Cogí el cuchillo más grande que pude encontrar y localicé la puerta trasera.
Salí de la casa por el lado de los campos, listo para el duelo.
Un duelo irrisorio.
Un tirador de élite contra un matarife.
Un fusil de asalto contra un cuchillo de cocina.
Repté por el jardín y observé la ladera. No había manera de divisar al hombre camuflado, ni siquiera de ver el reflejo de la mirilla del fusil —hoy en día las miras ópticas están fabricadas con polímeros y el vidrio de precisión está tintado—. Sin embargo, buscaba una señal, un indicio, observando cada monte bajo, cada matorral en lo alto de la colina.
Nada.
Al abrigo de una quebrada, agachado entre las hierbas, inicié el ascenso. Cada cincuenta pasos me asomaba por el flanco del abismo y miraba con la mano en visera. Seguía sin ver nada. Sin duda, el tirador estaba agazapado bajo una alfombra de ramas y de hojas, vestido con un traje de camuflaje. Quizá incluso había construido pacientemente un puesto de tiro, al estilo de los francotiradores de Sarajevo.
Seguí trepando. Por encima, el viento estremecía los cipreses. De pronto, mientras echaba una mirada, distinguí un destello. Furtivo, ínfimo. Un relámpago de metal brillando al sol. Un anillo, una pulsera, una joya. Apreté el paso, levantando bien los pies para amortiguar el ruido de mis zancadas. Ya no pensaba, ya no analizaba. Corría abiertamente hacia el combate concentrado en mi blanco, situado a doscientos metros según una línea oblicua de treinta grados.
Por fin, el punto más elevado de la loma.
Un paso más; mi campo de visión se abrió ciento ochenta grados.
Estaba allí, al pie de un árbol.
Enorme, camuflado, invisible desde abajo.
Llevaba un poncho caqui y una capucha en la cabeza. Con una rodilla apoyada en el suelo, estaba desmontando su arma, o quizá cargándola de nuevo. Un coloso. Bajo la capa, más de ciento cincuenta kilos de carne. El obeso que ya me había bloqueado el paso dos veces. En un callejón sin salida en Catania. En la escalera de los museos del Vaticano.
Hice un amplio rodeo y me acerqué a él por detrás. Ya estaba solo a diez metros. Él estaba desmontando el silenciador de su fusil. El tubo debía de estar ardiendo. No cesaba de cogerlo y soltarlo, como cuando uno quiere coger un objeto demasiado caliente.
Tres metros. Un metro… En ese instante, movido por un sexto sentido, volvió la cabeza. No dejé que terminara el gesto. Me lancé sobre él rodeándole el cuello con el brazo izquierdo y poniéndole el cuchillo bajo el mentón.
—Suelta el fusil —jadée—. De lo contrario te aseguro que acabaré contigo.
Se quedó inmóvil, todavía de rodillas. Arqueado sobre su espalda, tenía la impresión de estrangular a un buey. Clavé el cuchillo un centímetro. Su grasa se hundió bajo la presión sin sangrar.
—Suéltalo, joder… ¡No bromeo!
Dudó unos instantes; luego, arrojó el arma a un metro delante de sí. No era distancia de seguridad. Susurré:
—Ahora, date la vuelta muy despacio y…
Un destello en su mano, un movimiento en arco hacia la derecha. Lo esquivé moviéndome a un lado. El cuchillo de comando silbó en el vacío. Le planté la rodilla en los riñones, obligándolo a agacharse. Volvió a bajar la hoja para alcanzarme por la izquierda. Eludí otra vez el golpe con las piernas dobladas y los talones plantados en el suelo.
Trató de volverse. Su fuerza era alucinante. Otro golpe, por arriba. Esta vez, me hizo un rasguño en la espalda. Gemí y con un movimiento reflejo, le clavé mi arma debajo de la oreja derecha. Hasta el mango. El chorro de sangre de una arteria rayó el cielo.
El mastodonte se inclinó hacia delante, osciló sobre sus rodillas. Seguí el movimiento sin soltar el cuchillo, con un gesto preciso de vaivén, exactamente como un carnicero que está cortando la cabeza de un buey. La sangre formaba pegotes en mis dedos, calentando todavía más mi piel ya ardiente. Sus carnes apretaban mi puño en un abrazo abominable, una violencia de molusco submarino.
En un arranque, apoyó un talón en el suelo y consiguió levantarse, antes de volver a caer hacia atrás. Sus ciento cincuenta kilos se abalanzaron sobre mí. Mi respiración se bloqueó en seco.
Perdí la conciencia un segundo; desperté. No había soltado mi arma. El peso pesado me hundía en el barro, luchando con las manos y los brazos, como un pulpo gigante. Su sangre seguía manando y me ahogaba.
Me asfixiaba. En unos segundos, estaría atontado y sería el final, también para mí. No había logrado alcanzar mi jodido objetivo: que el cuchillo alcanzara la oreja izquierda. Cogí el mango con las dos manos para darle el golpe de gracia.
Luego, empujé con los hombros, con los codos, haciendo un último esfuerzo para liberarme. Por fin, el gordo osciló sobre el costado. Alzó el brazo para alcanzarme una vez más, pero su mano ya no sostenía nada. Giró dos veces sobre sí mismo y cayó rodando por la pendiente varios metros, envuelto en su sangre y en los pliegues del chubasquero.
Salí del barro y me apoyé en el árbol para recuperar el aliento. Pulmones cerrados, garganta bloqueada, cabeza llena de estrellas. De repente, sentí un violento espasmo que subía desde mis tripas. Me volví y vomité al pie del tronco. La sangre latía con virulencia en mi sien. Mi rostro parecía estar cubierto con un barniz helado; un barniz de muerte.
Seguí postrado de rodillas unos minutos. Ausente de todo. Por fin, me levanté y me enfrenté al cadáver. Estaba de espaldas, con los brazos en cruz, cinco metros más abajo. La capucha se había bajado y revelaba una cara gorda rodeada de una barba corta. La herida en el cuello le dibujaba un segundo collar, negro y atroz. En la caída, mi cuchillo se había roto.
Entre los latidos de mis sienes, un pensamiento surgió lentamente.
A ese también lo conocía.
Richard Moraz, primer sospechoso del caso Manon Simonis.
El hombre de los crucigramas. «Hasta pronto, colega», le había dicho en la taberna bávara. Promesa cumplida. Anillos en todos los dedos. Los que me habían enviado señales bajo el sol.
Observé que en el dedo medio de la mano izquierda llevaba un anillo especial.
De repente, todo se aclaró: era en ese dedo donde había visto el símbolo de Cazeviel. La argolla de presidiario ligada a una cadena, cruzada por una varilla horizontal. Me acerqué y observé el anillo. Exactamente el mismo dibujo con relieves de oro.
Levanté la manga derecha del cadáver solo para comprobarlo; el brazo estaba vendado. Arranqué la venda; la herida era limpia, longitudinal, de unos diez centímetros. Era el obeso quien había recibido la cuchillada de Cazeviel en el barullo de los museos del Vaticano.
Acababa de arreglar la segunda parte del problema.
El que había empezado en el puerto de Simplon.
Paisaje quemado por el invierno. Árboles desnudos, calcinados. Campos de tierra negra, removidos como tumbas. Cielo blanco que irradiaba una luz punzante, radiactiva.
Sobre este marco de fondo siniestro, retrocedí y contemplé el árbol en la cumbre de la ladera, que se erguía en completa soledad. Prisionero de la tierra, alzándose hacia el cielo, petrificado de frío. Pensé en mi situación. Un muerto en el suelo, la verdad encima de mí y yo entre ambos.
Ya hacía un tiempo que no dirigía la investigación.
Era ella la que me dirigía y me enviaba directo al infierno.
Decidí rezar. Por Moraz, sin duda relacionado con el secreto de los Sin Luz y con el caso de Manon Simonis, y por Bucholz, víctima inocente cuya maldición, hasta el final, se había llamado Agostina Gedda.
Bajé la cuesta con paso inseguro. El desierto que me rodeaba tenía una ventaja: no había un solo testigo a la vista. Entré en la casa de Bucholz y cogí mi gabardina, que estaba en el vestíbulo. A mi pesar, eché un vistazo a la estancia arrasada, donde estaba tendido el cadáver del médico. Reconstruí mentalmente mis desplazamientos por la casa, para asegurarme de que no había dejado ninguna huella dactilar.
Cerré la puerta de entrada; la mano en la manga.
Me alejé veinte kilómetros del lugar del crimen y luego me detuve en un sotobosque. Allí, cogí una camisa limpia de mi bolsa y me cambié. Sentía punzadas en el hombro pero la herida era superficial. Apilé la camisa, la corbata y la chaqueta con pegotes de hemoglobina, y el cuchillo roto que había recuperado y lo quemé todo. El fuego ardía con dificultad. Aproveché para fumar un Camel. Cuando solo quedaban cenizas y los restos del cuchillo, hice un agujero y enterré las pruebas de mi crimen.
Volví al coche y miré el reloj: las cinco de la tarde. Decidí buscar un hotel en Pau. Dormir y olvidar; mi único objetivo a corto plazo.
Pisé a fondo hacia Lourdes; luego me dirigí hacia el norte por la D940 y tomé la autopista, la Pyrénéenne. De camino, llamé a los gendarmes desde una cabina telefónica, para que pusieran al día sus estadísticas necrológicas.
Al volante de mi coche, murmuré una oración. Esta vez, para mí. El
Miserere
, salmo 51 de David. Mi mente, destrozada, tenía más agujeros que un queso gruyer y no conseguía recordar el texto completo. Pero muy pronto, la investigación, con sus muertos, sus interrogantes, sus grietas, volvió a atraparme. Pensé en Stéphane Sarrazin. No me había puesto en contacto con él desde Catania y me había dejado tres mensajes el día anterior.
Debía haberlo llamado en cuanto descubrí la identidad de Cazeviel. ¿No era el más indicado para exhumar el pasado del criminal? Con Moraz, el gendarme ya tenía trabajo para rato. Marqué su número. Contestador. No dejé mensaje, movido por un reflejo de prudencia, y volví a mis elucubraciones.
Seguía por la autopista. Decidí, una vez más, revisar la situación de mis tres expedientes criminales y compararlos.
Mayo de 1999.
Raïmo Rihiimäki mata a su padre según el método llamado de los «insectos».
Una venganza en caliente, inspirada por el diablo.
Abril de 2000.
Agostina Gedda mata a su esposo, Salvatore, con el mismo método.
Una venganza a sangre fría, también inspirada por el demonio.
Junio de 2000.
Sylvie Simonis es sacrificada según el mismo ritual.
Una venganza más.
La del homicidio de una niña poseída, catorce años atrás.
El único problema era que la niña estaba muerta y enterrada desde hacía catorce años.
No podía haber cometido el crimen.
¿Quién era el Sin Luz del caso Simonis?
¿Quién era el homicida que volvía del limbo, inspirado por Satán?
Frené en seco en plena autopista y me metí en el arcén. Apagué el motor y, a mi pesar, me agarré la cabeza. La respuesta era obvia pero tan demencial, tan desmesurada, que nunca se me habría ocurrido aventurar semejante hipótesis.
Ahora, una pequeña voz me susurraba que probara, solo por intentarlo.
En Sartuis, había algo que nunca había visto y que, precisamente por su ausencia, debería haberme sorprendido.
En ningún momento había tenido en mis manos una prueba tangible de la muerte de Manon Simonis. Censura de los magistrados, discreción de los investigadores, desconocimiento de los periodistas. En todo caso, nunca había visto ni la sombra de un certificado de defunción o de un informe de autopsia.
¿Y si Manon Simonis no hubiera muerto?
Puse primera y aceleré, las ruedas derraparon, dejando restos de caucho sobre el asfalto. Diez kilómetros más adelante, encontré la salida a Pau. Pagué el peaje y di media vuelta en medio de un chirrido de los neumáticos.
Dirección Toulouse.
Primera etapa para cruzar Francia.
Una carrera nocturna para llegar a Sartuis.
A medianoche estaba en Lyon. A las dos, en Besançon. A las tres entraba nuevamente en Sartuis, la ciudad de los relojes parados. Cerca de los valles del Jura, había caído un aguacero sobre la carretera. Ahora, el agua corría sobre los tejados, hinchaba los canalones, formaba torrentes a lo largo de las aceras. La arteria principal parecía ladearse, tambalearse en el vacío de la noche como si fuera una cuba.
Encontré la plaza principal y, con ella, el ayuntamiento. Edificio moderno sin alma ni pasado que se hundía en el barro de la tormenta. Hice el camino a pie, arrastrando hojas muertas y pisando charcos de agua hasta la casa del portero.
Golpeé a la ventana enrejada. Los ladridos de un perro resonaron. Al cabo de dos largos minutos, la puerta se entreabrió. Un hombre me lanzó una mirada estupefacta. En medio del estrépito de la lluvia grité:
—¿Es usted el conserje del ayuntamiento?
El hombre no contestó.
—Usted es el portero, ¿sí o no?