El cardenal hablaba bajando el rostro mientras caminaba. Su sotana de lana negra atravesaba las salpicaduras del sol. Cada palabra parecía suscitar en él una cólera sorda.
—No es necesario que le explique el significado metafísico de semejante experiencia —prosiguió—. Los supervivientes no creen haber contemplado la luz de Cristo, sino todo lo contrario.
—Quiere decir que creen haberse encontrado…
—Con el diablo, sí. En el fondo del limbo.
Pasados unos segundos, susurré:
—Es la primera vez que oigo hablar de ese fenómeno.
—Eso significa que hacemos un buen trabajo. La Santa Sede hace todo lo posible, desde hace siglos, por ocultar ese tipo de visiones. Sería dar una nueva credibilidad al demonio.
—¿A lo largo de los siglos? ¿Quiere decir que existen testimonios antiguos?
Van Dieterling volvió a sonreír con dureza.
—Ya es hora de que conozca usted a los Sin Luz.
—¿Qué nombre ha dicho?
—Desde la Antigüedad esos reanimados negativos tienen un nombre. Los Sin Luz.
Sine Luce
, en latín. Los supervivientes del limbo. Hemos reunido sus testimonios aquí, en nuestra biblioteca. Acompáñeme. Le hemos preparado una selección.
No me puse de pie inmediatamente. Murmuré para mí mismo:
—En la escena del crimen donde se encontró el cuerpo de Sylvie Simonis, había una leyenda tallada en la corteza de un árbol: YO PROTEJO A LOS SIN LUZ…
La voz ronca de Van Dieterling se elevó sobre mí.
—Es hora de que comprenda, Mathieu. Esos asesinatos forman todo. Pertenecen al mismo círculo. Un círculo infernal.
Me volví hacia el eclesiástico.
—¿Agostina ha vivido una experiencia negativa? ¿Es una Sin Luz?
El cardenal hizo una seña al prefecto, que abrió la puerta. Luc me respondió.
—La peor de todas.
Otra vez los pasillos.
Otra vez, el prefecto y sus llaves de san Pedro.
Éramos los viajeros clandestinos del Vaticano.
Pero ya no estábamos solos; dos sacerdotes con espalda de culturista nos escoltaban. El cardenal, que superaba en tamaño a sus guardaespaldas, caminaba sujetando su hábito, con paso rápido y enérgico. Su cruz pectoral llevaba un rosario que hasta entonces no había visto y que tintineaba al ritmo de su andar.
Otra escalera. Rutherford abrió una puerta. Ahora avanzábamos por los sótanos. Según mis cálculos, debíamos de caminar bajo el patio de la Piña. Había oído hablar de esos archivos secretos del Vaticano. Los verdaderos, no los que estaban a disposición de los investigadores. El depósito que guardaba la memoria oculta de la Santa Sede.
Ya no había pinturas ni cincelados. Los techos, de hormigón visto, estaban desnudos. La iluminación se limitaba a bombillas protegidas con alambre. Se sucedían las salas donde se alineaban expedientes de color amarillo o beige, apretujados sobre estructuras de acero. Podríamos estar en los archivos de cualquier organismo administrativo. El olor a papel y a polvo era asfixiante. Ni Van Dieterling ni Rutherford se dignaban comentar la visita.
Otra puerta, otra vuelta de llave.
Apareció un espacio a escala humana, hundido en la penumbra. Sobre las paredes, las estanterías albergaban centenares de libros. Se sentía que la calidad del aire estaba protegida, estudiada, que había sido objeto de un riguroso cuidado. Rutherford lo confirmó.
—Aquí la temperatura no supera nunca los dieciocho grados. Y la humedad está controlada; como máximo es del cincuenta por ciento.
Me acerqué a los libros con encuadernaciones grises y lomos en los que había letras doradas grabadas. Todos tenían el mismo título, inferno 1223, inferno 1224, inferno 1225… La voz de Van Dieterling resonó detrás de mí.
—Usted sabe lo que se conoce como «infierno» en ciertas bibliotecas, ¿verdad?
—Por supuesto —dije sin apartar los ojos de los lomos numerados—. Es el lugar donde se guardan los textos prohibidos: libros eróticos, obras violentas, todos los temas sometidos a la censura.
Se acercó y pasó sus dedos sobre la fila de volúmenes apretujados.
—Todos los policías deberían ser intelectuales. Todos los policías deberían haber pasado por el seminario. En el Vaticano, estamos obligados a hacer gala de una mayor especificidad. Aquí poseemos un «infierno en el infierno», donde están catalogados todos los libros que tratan sobre el diablo.
—¿Todas estas obras hablan del demonio?
—Una materia fecunda, que siempre nos ha interesado.
Señaló una abertura que yo no había observado, al final de la estancia.
—Adelante.
Descubrí otra habitación más pequeña aún. Un escritorio en el centro, con un ordenador; una lámpara de trabajo presidía el espacio: una sala de lectura.
—En este infierno —continuó el dignatario— hemos creado un «subinfierno» consagrado exclusivamente a los Sin Luz.
Los libros grises sobre las estanterías. Las mismas incrustaciones doradas: inferno…
—Hemos reunido aquí todos los testimonios que conciernen a las NDE negativas. Textos pero también pinturas, dibujos, todo tipo de evocaciones. Es una experiencia poco habitual, pero que se ha repetido a través de los siglos; encontramos huellas de ella en las civilizaciones más antiguas. Las palabras cambian, las creencias también, pero siempre es la misma historia. Salir del propio cuerpo, el túnel, la angustia, el demonio…
—¿Por qué lo ocultan?
—Ya se lo he dicho. No queremos dar ningún crédito al Maligno. Imagine que los medios de comunicación se adueñaran de semejante secreto. Un viaje psíquico que permite entrar en contacto con el diablo. No oiríamos hablar de otra cosa durante meses. El satanismo ya conoce un interés renovado. Solo en Italia, actualmente estimamos en tres mil el número de sectas satánicas. No tenemos necesidad de agravar el problema.
El cardenal colocó la silla delante del escritorio.
—Siéntese. Le hemos preparado algunos textos significativos.
Antes de que pudiera sentarme, Van Dieterling se puso las gafas y tecleó un código en el ordenador. Vi aparecer las armas de la Santa Sede: la tiara y las dos llaves cruzadas de san Pedro.
—No podemos darle acceso a los documentos originales. Nadie los ha tocado desde hace años.
Cogió el ratón que activa el puntero.
—Lea y memorice —dijo, haciendo clic sobre un icono—. No le permitiremos que se lleve ningún documento. Ni una sola línea puede franquear el umbral de esta sala.
Me senté. El programa ya estaba en marcha.
—Lo dejo con esta legión terrible, Mathieu. La legión de los malditos. Que sean perdonados.
Lux aeterna luceat eis, Domine
.
El primer texto digitalizado databa del siglo VII antes de nuestra era. Según los datos introductorios, era un fragmento de una tablilla de arcilla descubierta entre las ruinas del templo de Nínive, antigua ciudad de Asiría, hoy situada en Irak. Una versión tardía de un episodio de la epopeya de Gilgamesh, héroe sumerio, rey de Uruk. El programa ofrecía una imagen escaneada del fragmento escrito en cuneiforme y una transcripción en italiano moderno.
En dicho episodio, Gilgamesh viajaba fuera de su cuerpo para caer en un abismo oscuro, en el fondo del cual brillaba una luz roja, poblada de rostros y de moscas zumbando. Un demonio lo esperaba en esas tinieblas. El fragmento de arcilla finalizaba en el momento en el que Gilgamesh dialogaba con la criatura.
Hice clic sobre el segundo nombre de la lista. La fotografía de un fresco. Según la leyenda, esa serie de dibujos decoraban la cámara funeraria de una reina de Napata, ciudad sagrada del norte de Sudán, situada en la ribera del Nilo. La civilización kush se había desarrollado a la sombra de los egipcios alrededor del siglo VI antes de nuestra era. El comentario precisaba que esas dinastías de reyes, llamados los «faraones negros», todavía no se conocían bien. Pero el fresco, desde el punto de vista de los Sin Luz, no ofrecía ninguna ambigüedad.
Se observaba a una mujer negra echada, de la cual emergía otra mujer más pequeña. Símbolo evidente: la salida del cuerpo. La segunda silueta se encaminaba por un pasillo oscuro en el que estaban dibujados los rostros con trazos más claros. Al final del pasaje, un remolino rojo, una especie de sifón, daba a un ojo negro.
Pasé al tercer documento, pero ya sabía que los testimonios de los Sin Luz habían aparecido con el arte de la escritura. Quizá un día se encontraría una pintura rupestre evocando la funesta experiencia. El nuevo texto era un palimpsesto; el texto en griego había sido borrado para ser sustituido por un extracto de la epístola de san Pablo a los romanos, redactada en latín. Recuperadas, las líneas iniciales databan del siglo I de nuestra era.
Primero intenté leer el fragmento en la lengua original pero mis conocimientos de griego antiguo eran demasiado limitados. Opté por leer la traducción al italiano moderno. El texto narraba la historia de un hombre que, tomado por muerto, estuvo a punto de ser enterrado en Tiro; sin embargo, despertó en el último momento. El hombre describía su experiencia vivida en la nada:
Ya no veía ninguno de los objetos que estaba acostumbrado a ver, sino un valle de una profundidad prodigiosa. En el fondo, distinguía los rostros y los gritos…
No podía abrir todos los documentos; la lista era larga y el tiempo corría deprisa. Bajé el puntero e hice clic sobre la décima línea, saltándome varios siglos de un plumazo. La reproducción de un fresco sobre madera de la capilla de los Monjes, en Sercis-la-Ville, Saône-et-Loire, que databa del siglo X. Varias imágenes representaban el milagro de san Teófilo. Conocía la leyenda, muy popular durante la Edad Media. La historia de un ecónomo de Asia Menor que había vendido su alma al diablo. Perseguido por el remordimiento, el hombre rezó a la Virgen. Ella le arrancó el contrato a Satán, y se lo devolvió al pecador arrepentido, que luego alcanzaría la santidad.
Sobre ese fresco, la escena del diálogo con Satán no representaba a Teófilo escribiendo la carta con su sangre, como en el relato habitual. Teófilo volaba por los aires con los ojos cerrados, por un pasillo tapizado de rostros. En el fondo, se distinguía una cara desfigurada por una mueca; sus rasgos fugaces afloraban a la superficie de un torbellino. No cabía duda: el artista se había inspirado en una experiencia de muerte inminente negativa, vivida o transmitida por otra persona.
Una vez más, pasé de largo varios fragmentos y me detuve en un poema del siglo XIV, firmado por un tal Villeneuve, discípulo de Guillaume de Machaut. Poeta e intelectual en la corte de Carlos V, y después de Carlos VI —señalaba el comentario—.Villeneuve había estado a punto de ser enterrado vivo después de caer de un caballo. Se había despertado el día de sus funerales y no había querido comentar su experiencia. Sin embargo, en uno de sus poemas, podía leerse el pasaje siguiente, traducido del francés antiguo al italiano antiguo por los escribas del Vaticano:
…sé de lugares tenebrosos
sin claridad ni luz
ni cielo ni limbo ni infierno
mi alma del cuerpo se separa
y vuela sin fin en la oscuridad…
Había una nota adjunta. Los anales jurídicos de Reims daban fe de que en 1356, once años después del accidente, Villeneuve había sido colgado por haber asesinado a tres prostitutas. La confirmación de lo expuesto por Van Dieterling: aquellos que vivían una inversión de la experiencia se convertían en seres violentos y crueles.
Otro ejemplo, sacado de los Archivos del Santo Oficio de Lisboa, daba fe de ello. El fragmento, de 1541, reproducía el interrogatorio de un tal Diogo Corvelho. Yo había estudiado ese período. En el siglo XVI, la Inquisición había vuelto a cobrar fuerza en el imperio de Carlos V. Ya no se trataba de perseguir a los posesos sino a otro tipo de herejes: los judíos convertidos al catolicismo, sospechosos de practicar en secreto su culto de origen.
Sin embargo, el fragmento narraba el interrogatorio de un auténtico poseso: un nativo de Lisboa, acusado de comerciar con el diablo pero también de mutilar y asesinar a niños. Uno de los pasajes estaba traducido al italiano.
Diogo Corvelho recordaba una «herida en el cuerpo… por la que su alma se había escapado». Hablaba de un «pozo de tinieblas animadas» y de un «demonio, prisionero de hielos rojizos». Los inquisidores habían insistido en ese punto. Estaban acostumbrados a confesiones más estereotipadas, del tipo «llamas del infierno» y «bestia con ojos encendidos». Pero Corvelho repitió lo dicho, aunque variando algunos términos; incluía palabras como «hielo», «escarcha», «corteza». También describía, detrás de aquella pared, un «rostro herido, lechoso, atravesado por relámpagos y recubierto por una membrana…».
Mientras leía, advertí que todas esas palabras se encontraban en los textos apócrifos de los primeros siglos cristianos que describían el infierno. ¿Serían también fruto de la influencia de las visiones de los Sin Luz?
Corvelho fue ejecutado en 1542 durante el segundo auto de fe de Lisboa, junto a centenares de judíos acusados de herejía. Se mandó una nota sobre él a la Santa Sede. Ya entonces, el Palacio Apostólico agrupaba a los autores de esos testimonios bajo el nombre de «Sin Luz». También se los llamaba los «pasajeros del limbo».
Miré el reloj: casi las dos del mediodía. Debía darme prisa. Recorrí rápidamente los testimonios de los siglos XVII y XVIII. A partir de entonces, los hombres del Santo Oficio siempre trataban de conocer los actos posteriores del testigo. Siempre se repetía la misma caída. Violaciones, torturas, asesinatos. Carne de horca o de cadalso.
Los pasajeros del limbo.
Un ejército de asesinos a través de la historia.
Me detuve al azar en una cita más larga, que databa del siglo XIX. En el año 1870, Simon Boucherie, un médico forense francés, había reunido los testimonios de numerosos asesinos que estaban en prisión. Esperaba crear un archivo sobre sus desviaciones y descubrir las causas de la pulsión criminal. Boucherie identificó dos causas principales, aparentemente contradictorias. El factor social: «no se nace criminal; alguien se convierte en criminal por culpa de la sociedad y de la educación», y el factor hereditario: «se nace criminal; una alteración de la sangre conduce a la violencia».
Conocía a ese forense y sus teorías confusas. Lo que ignoraba era que ese hombre, al final de su vida, se había dedicado a una tercera vía: la de la «visita».