Ultima llamada: Sarrazin. Ya llevaba un día de retraso según nuestro arreglo. El gendarme me había dejado dos mensajes durante el día.
—¿Qué significa todo esto? —chilló—. ¿Has metido a otro madero en el ajo?
Era la primera vez que me tuteaba. Le respondí del mismo modo.
—¿A qué te refieres?
—A los entomólogos. Me he enterado de que un madero parisino también anda husmeando. Cuidado, Durey. Juega limpio conmigo; de lo contrario, yo…
Corté su rabieta explicándole que, en efecto, uno de mis adjuntos redactaba una lista de los entomólogos del Jura. Esas investigaciones eran anteriores a nuestro acuerdo. Hoy mismo le había dado orden de pararlo todo. Sarrazin se calmó.
—Y tú, ¿tienes algo nuevo al respecto? —pregunté, devolviéndole la pelota.
—Nada. He vuelto a empezar desde cero. Pero tampoco he conseguido gran cosa. Solo aficionados de la región. Jubilados, estudiantes. Nada que encaje con el perfil.
La cosa se encallaba aún más. Sin embargo, las palabras de Plinkh seguían dándome vueltas en la cabeza: «Está aquí. Muy cerca. Puedo sentir su presencia, sus escuadrones, en alguna parte de nuestros valles». Había que seguir buscando.
Sarrazin me preguntó si tenía novedades. Fui evasivo. En el fondo, no quería compartir mis informaciones con el gendarme. Me frenaba una desconfianza inexplicable. Quizá la ecuación de Chopard: la ley del treinta por ciento. Prometí volver a llamarlo al día siguiente.
Recorrí la ciudad hasta la hora de la cena. De noche, las arterias de lava adquirían una apariencia fúnebre e imperial. Las callejuelas se abrían como fallas en la roca, revelando su misterio, sus tesoros. Catania, la ciudad negra, se mostraba bajo las farolas, vibrante, esmaltada, luminosa, como un noctámbulo que está en plena forma a la hora en la que todos los demás se van a dormir.
Busqué en vano un restaurante japonés: arroz, té verde, palillos. Finalmente cené en una pizzería, solo con mi móvil, que se negaba a sonar. Erguido en mi silla, haciendo oídos sordos a los ruidos de cuchillos y tenedores a mi alrededor, me concentré en otras sensaciones. Aromas de anchoa, de tomate, de albahaca. Arquitectura de madera oscura, decorada con caracoles, conchas y veleros dentro de botellas, evocando la gruta de un marino encallado. Mujeres vestidas de ante y terciopelo, con variaciones de tonos marrones como si fueran deliciosas castañas confitadas.
Salí del restaurante a las ocho. Geppu no llamaba. La impaciencia por conocer a Agostina me crispaba los nervios. Una clave me esperaba en la cárcel de Malaspina, lo presentía. O por lo menos, lo esperaba. Una revelación, una luz oblicua en ese laberinto incomprensible.
Regreso al hotel. Televisión. El Etna siempre en el punto de mira. Las fuentes de lava seguían brotando tanto en el norte como en el sur y la gente empezaba a sentir pánico, sobre todo en las ciudades del sur: Giarre, Santa Venerina, Zafferana Etneo… Miles de personas eran evacuadas, en medio de procesiones y oraciones.
Un especialista invitado al plato explicaba que la erupción tenía tres estadios: primero las ondas sísmicas; luego las explosiones de lava, de las que nadie podía prever su duración, y finalmente, las lluvias de ceniza. Las escorias que los ciudadanos habían limpiado hasta el momento no eran nada. Pronto, la región estaría cubierta por un espeso polvo negro. El hombre concluía, con una sonrisa: «Pero ¡en Caunia estamos acostumbrados!».
Era la palabra clave. Sin embargo, la violencia de esa erupción superaba todo lo que esos «acostumbrados» habían conocido. ¿Había que asustarse? ¿Temer la cólera del volcán? Una vez más, veía un presagio en esa atmósfera. El diablo me esperaba en alguna parte, en la estela del cráter.
Saqué el ordenador, el cable y la batería. Quería anotar mis últimas reflexiones de la urde y digitalizar las fotos que había cogido.
Por fin, el móvil vibró. Lo cogí de inmediato.
—
Pronto
?
—Soy Geppu. Será mañana. Lo esperan en Malaspina a las diez.
—¿No necesito una autorización firmada?
—Nada de autorización. Usted va por su cuenta.
—¿No ha avisado a los abogados?
—¿Quiere esperar un mes?
—Muchas gracias.
—De nada. Agostina le caerá bien. ¡Buena suerte!
El hombre iba a colgar cuando dije:
—Quería preguntarle un último punto. ¿Sabe si existían pruebas materiales contra Agostina?
Geppu se echó a reír. Más leña al fuego.
—¿Bromea? ¡Sus huellas dactilares se encontraban por todas partes en el escenario del crimen!
Los reflejos del pavimento de piedra bajo el sol, como los de un espejo movido por dos manos invisibles. La acumulación de piedras dibujando pálidos tótems. Las llanuras estériles violadas por el resplandor insufrible del cielo. Cien metros más abajo, al pie del acantilado, el mar resplandecía con un millón de lágrimas que herían la retina con violencia. Todo el paisaje temblaba. Se diría que era el calor lo que desencajaba de ese modo el horizonte, pero la temperatura apenas superaba el cero. El polvo nublaba la vista.
Bajé la visera y traté de ver el extremo del camino que se perdía en la bruma. Eran más de las nueve. Había perdido tiempo a la salida de Catania. Otra noche había caído en la noche. La famosa lluvia negra del tercer estadio. Las calles estaban cubiertas por una espesa capa de ceniza. Los bulldozers trataban de despejar las calles y bloqueaban la circulación. Fuera de la ciudad era peor. Había que conducir con el limpiaparabrisas en marcha. La calzada estaba tan resbaladiza como una pista de patinaje y los controles se multiplicaban. A cuarenta kilómetros de Catania, había salido por fin de ese infierno, como un avión que se aleja de un cielo tormentoso.
Llevaba retraso. Según el mapa, todavía tenía que seguir la costa veinte kilómetros y luego tomar en dirección noroeste. Encontré cabañas, casas en ruinas incrustadas en las lomas; a veces aldeas, gris sobre gris, perdidas entre los recovecos de piedra. Más allá, urbanizaciones en construcción, abandonadas, que ya semejaban unas ruinas. Italia del Sur se había especializado en esas obras que nacían muertas, pretexto para todo tipo de especulaciones inmobiliarias.
Giré a la izquierda y me adentré en los campos. Ninguna señalización que mencionara la cárcel de Malaspina. El paisaje se modificaba. El desierto daba paso a una llanura apagada, erizada de juncos, de hierbas amarillas que recordaban un pantano desecado. Esas lenguas de tierra evocaban un agotamiento, un abandono que pasaba bajo mis párpados hasta hipnotizarme. Empezaban a picarme los ojos cuando, por fin, apareció el nombre de Malaspina.
Otra recta y siempre ese paisaje de planicies quemadas. De repente, la calzada se transformó en un camino sin asfaltar. Me pregunté si había pasado por una curva o una señalización sin darme cuenta.
Otra vez el desierto. El paisaje se elevaba nuevamente. Los picos rocosos se erguían como esculturas rotas; las colinas mordían el horizonte, devoradas por una luz demasiado intensa. Aún no eran las once de la mañana y las sombras ya caían, densas, sobre la tierra estéril. Todo se volvía lunar, árido, resquebrajado.
Empezaba a dudar seriamente de haber escogido bien la carretera cuando apareció, apenas visible, la cárcel. Un rectángulo de tres pisos, como aplastado al pie de las laderas. La carretera continuaba recta y terminaba en el presidio. Ningún otro camino ni para entrar ni para salir.
Dejé el coche en el aparcamiento. Fuera, el viento y el polvo me abofetearon. El calor del sol y las ráfagas invernales se anulaban entre sí para ofrecer una temperatura neutra: ni cálida ni fría. Sabor a ceniza en el gaznate. Arbustos arrancados de raíz que se enredaban en mis piernas. Me puse las gafas de sol.
Lancé una mirada alrededor y me detuve sobre un punto fijo. No podía creer lo que veía. Encima de una cornisa se recortaban tres siluetas negras. Aunque se trataba más bien de siluetas entrevistas, perdidas en el aire blanco. En pleno desierto, esos hombres me observaban. ¿Centinelas? Usé mi mano de visera y entrecerré los párpados. Mi sorpresa se volvió opresiva: sacerdotes. Tres alzacuellos, tres sotanas restallando en el viento, coronadas por caras pálidas, sin edad, habitadas por la muerte. ¿Quiénes eran esos espantapájaros?
Con un ruido de chatarra, el portal de la cárcel pivotó. Me volví y vi una sombra triangular abriéndose hacia mí. Eché una última ojeada a los religiosos; habían desaparecido. ¿Había sido un espejismo? Corrí hacia la puerta temiendo que la cerraran antes de que pudiera entrar.
Todos los presidios se parecen. Una muralla ciega, perforada con troneras, miradores coronados por centinelas, frisos de alambradas de espino o de cristales rotos en el remate de los muros. La penitenciaría de Malaspina era fiel a las normas, con la opresión añadida del desierto. Huir es siempre ir a alguna parte. Aquí, literalmente se estaba en «ninguna parte».
Dije mi nombre en la recepción y pasé varios controles, recorrí pasillos indistintos, crucé despachos. La única nota diferenciadora eran los colores de los barrotes, las rejas, las puertas. Amarillo, rojo, azul, siempre deslucidos, siempre desconchados, que intentaban alegrar el sitio pero maquillaban mal la monotonía y el desgaste que saltaban a la vista.
Me hicieron esperar en un vestíbulo, cerca de un patio protegido por una doble reja. A través de los barrotes divisaba a las reclusas que caminaban del brazo, sin duda hacia el comedor; se acercaba el mediodía. Vestidas con chándal, tenían ese aire relajado de un día de domingo en casa; un domingo que duraba años. Con el rostro ladeado, repitiendo las mismas reflexiones, las mismas confidencias que el día anterior y el siguiente. También el cuadrado de cielo tenía rejas. En las prisiones, el patio no es una abertura sino una manera de poner las cosas en su sitio. Simplemente, se te recuerda lo que has perdido.
Pasos. Una mujer venía hacia mí, ataviada con un uniforme verde oliva, con un gran juego de llaves en la cintura. Caminaba todavía cuando me soltó:
—Llega con retraso.
Luego se presentó, pero no entendí ni su nombre ni su grado. Estaba demasiado impresionado por su sensualidad. Una mujer con el cabello castaño oscuro, rostro mate, boca carnosa, cejas espesas, que desprendía verdaderas ondas magnéticas. Quizá eran sus formas encerradas en el tabú del uniforme o su rostro de una belleza dura y mirada cobriza, pero me había provocado vértigo.
Esas cejas, esos rasgos agrestes, eran como promesas; el preámbulo de un pubis amplio y frondoso. Imaginaba su cuerpo color tabaco rubio, con las negras areolas de los senos y el triángulo oscuro del sexo. Lo suficiente para partirme el alma.
—Perdone, ¿qué decía?
—Soy la directora. Lo recibo porque conozco a Michele Geppu y confío en él.
—¿Agostina Gedda está de acuerdo en verme?
—Ella siempre está de acuerdo. Le encanta exhibirse.
—¿Cuánto tiempo me concede usted?
—Diez minutos.
—Es poco.
—Más que suficiente para que se haga una idea del personaje.
—¿Cómo es?
La directora sonrió. Una punzada dolorosa se hundía en mi bajo vientre. Un deseo de una violencia extraña. Por encima de esa sensación, despuntó una idea: la llanura árida, los tres sacerdotes, esa mujer excitante. Una «tentación del desierto» representada en tres actos, solo para mí.
La directora respondió, con esa voz grave tan frecuente en las italianas:
—Solo puedo darle un consejo.
—¿Cuál?
—No escuche sus respuestas. Nunca hay que escucharla.
Su consejo era absurdo: estaba allí para interrogar a Agostina.
—Es un mentiroso. El demonio es un mentiroso —añadió.
El locutorio. Una gran habitación con las paredes desnudas y algunas pequeñas mesas y sillas de escuela esparcidas aquí y allá, también descoloridas. Unas claraboyas en lo alto, abiertas hacia la luz del mediodía. La decoración se limitaba a una cruz colgada en la pared que tenía enfrente, un reloj y un cartel que rezaba prohibido fumar. La sala estaba vacía.
La guardiana cerró la puerta con llave detrás de mí. Me quedé solo; di algunos pasos mientras esperaba. Sentía una suavidad muelle y blanda bajo los pies. El suelo estaba tapizado de arena. Noté las finas capas acumuladas en los ángulos de las ventanas y en los rincones de la estancia. El polvo entraba en la habitación a través de las ranuras de otra puerta cerrada, que probablemente daba directamente al desierto.
Ruido de cerrojos. Pasos. Muy a mi pesar, apreté los puños. No debía perder la sangre fría. Conté hasta cinco antes de volverme.
La carcelera ya estaba echando la llave. Agostina se sentó, serena y erguida. Llevaba una blusa azul cielo. No sabía exactamente qué me esperaba, pero ciertamente no era esa fuerza, ese poder deslumbrador.
Agostina resplandecía como una santa.
Me acerqué y experimenté una calidez reconfortante. Como si Agostina hubiera sido tocada por una fuente indecible de la que aún se percibía su impronta. ¿La huella del milagro que la había salvado? Luché contra esa impresión. Estaba allí para interrogar a la asesina de Salvatore Gedda, no a una elegida de Dios.
Retiré una de las sillas y me senté. Un recuerdo acudió a mi mente: los comentarios de los escépticos en la época de las visiones de Bernadette Soubirous. Los alguaciles, los policías que se negaban a creer en las revelaciones reverenciaron a la joven mujer cuando la conocieron: «Su rostro es como el signo exterior de su encuentro divino, un reflejo».
Estábamos frente a frente. Agostina Gedda sonreía. Parecía más joven que en las fotos; no más de veinticinco años. Pequeña, menuda, transmitía involuntariamente cierta fragilidad. En cambio, su fisonomía estaba claramente dibujada. Iris negros, centelleantes, a la sombra de unas cejas altas. La nariz respingona, traviesa. La boca roja, claramente delineada, pequeño fruto posado en una copa de azúcar glas. Su piel pálida parecía acentuada por los cabellos negros y cortos que enmarcaban esa delicada imagen.
Abrí la boca pero Agostina se me adelantó.
—¿Cómo se llama?
La voz era débil, suave, pero desagradable. Le respondí en italiano.
—Me llamo Mathieu Durey. Soy policía de la Brigada Criminal de París.
—Es un cambio —dijo, en tono seco y haciendo un pequeño mohín divertido—. Aquí, solo vienen a verme los curas.
Le puse delante la foto de Luc. Primero quería cerciorarme.