Esclavos de la oscuridad (45 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaca, Thriller

BOOK: Esclavos de la oscuridad
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—No hay ningún inconveniente.

—¿Esta tarde?

Otro silencio. Debía representar con contundencia mi papel de pájaro de mal agüero.

—Si te llamo con tanta urgencia es porque se trata de algo importante.

—¿Sigues en la Brigada Criminal?

—Sí.

—No veo lo que la Curia puede…

—Van Dieterling lo verá, seguro.

—Te mando un diácono. Me apetecería pasar personalmente, pero esta tarde tengo una reunión y…

—Olvídalo. Nos veremos con tranquilidad en otro momento.

Le di las señas de mi hotel y luego me puse a trabajar, después de conseguir papel y sobres en la recepción. Escribí en italiano. Empecé relatando el caso de Agostina, para luego describir el caso Simonis con todo detalle, poniendo en evidencia los puntos comunes entre ambos asesinatos. Exageré un poco al mencionar mi condición de madero internacional enviado por la Interpol, con la misión de establecer los vínculos existentes entre esos dos casos específicos.

A modo de conclusión, le agradecía de antemano que me concediera una entrevista inmediatamente y adjuntaba las señas de la pensión y mi número de móvil. Releí el texto, esperando haber insistido lo suficiente en la urgencia de mi solicitud.

Traté de relajarme bajo la ducha, una cabina de plástico que parecía una cámara de desinfección, y luego pasé el secador de pelo por la ropa para eliminar toda la ceniza. Estaba terminando de asearme cuando sonó el teléfono. Me esperaban abajo.

El diácono iba y venía por el vestíbulo. Su sotana hacía juego con las alfombras raídas y los grandes llaveros de latón de la recepción. La escena habría podido desarrollarse en el siglo XIX, o incluso en el XVIII. El hombre deslizó la carta dentro de su sotana y se fue inmediatamente.

Las nueve de la noche. Seguía sin tener hambre. No sentía mi estómago ni mi cuerpo. Mi cansancio era tal que se transformaba en una especie de ebriedad que anulaba cualquier otra sensación. Una vez en mi habitación miré los mensajes del móvil. Un SMS firmado Foucault: llámame, urgente. Su número en la memoria. Mi adjunto no me dio tiempo para hablar.

—Tengo otro.

—¿Qué?

—Otro asesinato en el que se han utilizado ácidos, inyecciones de insectos y toda la parafernalia.

Me desplomé en la cama.

—¿Dónde?

—En Tallinn, Estonia. El crimen data de 1999.

—¿Estás seguro de los puntos comunes?

—Completamente.

—¿Cómo lo encontraste?

—Svendsen. Ha llamado a todos los forenses europeos que conoce. Hay uno en Tallinn que ha recordado una historia similar. Lo he comprobado personalmente. Dentro del marco de cooperación europea, los servicios de policía han mandado algunos de los expedientes más candentes a la oficina central de Bruselas, a fin de constituir el SALVAC. Hay un caso en Estonia que se parece al de tu cadáver del Jura. De hecho, es exactamente el mismo crimen.

—Dame los detalles. Los hechos. El contexto.

—El culpable está identificado: un hombre llamado Raïmo Rihiimäki. Intérprete de un grupo de música gótica, veintitrés años. La víctima es su padre. Sucedió en el mes de mayo de 1999. La investigación no presentó dificultades. Las huellas de Raïmo estaban en el cuerpo y en la caseta de pescador donde el viejo fue torturado.

—¿Y el tal Raïmo confesó?

—No tuvo tiempo. Después de matar a su padre, hizo una especie de gira asesina por todo el país. Los maderos lo encontraron en noviembre. Raïmo iba armado. Fue abatido durante la operación.

Tres asesinatos similares repartidos por Europa. 1999, Estonia; 2000, Italia; 2002, Francia. La pesadilla se extendía por el mapa de la Comunidad Europea. Y sabía que eso era solo el principio.

—¿Has hablado con los maderos estonios? —pregunté.

—Sí y no.

—¿Y eso?

—Quiero decir que hemos hablado en inglés. Y yo, el inglés…

—¿Te envían el expediente?

—Lo estoy esperando. Tienen una versión inglesa.

Intuitivamente le pregunté:

—Dime, antes del asesinato, ¿ese estonio había sufrido un accidente o una enfermedad grave?

—¿Cómo lo sabes?

—Cuéntame.

—Dos meses antes de los hechos, Raïmo Rihiimäki se peleó con su padre. Dos borrachos sin remedio. La pelea tuvo lugar en el barco del viejo. Era pescador. Raïmo se cayó al agua. Cuando lo rescataron se había ahogado. O más bien, congelado. Consiguieron reanimarlo en el principal hospital de Tallinn. Gracias al efecto del agua helada, o algo así. No lo entendí muy bien.

—¿Y a continuación?

—Cuando despertó, era otra persona.

—¿En qué sentido?

—Agresivo, cerrado, violento. Antes del accidente era un bajo inofensivo. Tocaba en un grupo de neometal satánico. Dark Age, y…

Ya no escuchaba, había quedado atrapado en las semejanzas con el caso de Agostina. Igual que ella, el estonio había escapado a una tentativa de homicidio. Como ella, había entrado en coma. Como ella, había regresado de la muerte y se había vengado del que había intentado matarlo. No era solo el mismo asesinato. Era el mismo caso, del principio al final. ¿Era también él un «milagro del diablo»?

Di las gracias a Foucault y le pedí que me enviara el informe por e-mail en cuanto lo recibiera. No quise preguntarle sobre los otros frentes de la investigación. Ya había tenido bastante para esa noche.

Cerré el móvil.

Fue como la claqueta de una nueva toma.

Ciertamente, investigaba una serie.

Pero no una serie de asesinatos; una serie de asesinos.

65

No era una piscina sino un gran estanque al aire libre. Su forma era rectangular con los bordes de hormigón. Yo estaba en la cima de la colina que lo dominaba y sentía que la hierba me azotaba los tobillos. Como siempre en los sueños, los detalles eran incoherentes. Yo era el Mathieu de treinta y cinco años, que llevaba puesta una gabardina fina y una 9 mm en la cintura, pero al mismo tiempo era un niño, vestido con un short, calzado con sandalias, con una toalla de baño al hombro.

Estaba entusiasmado con la idea de zambullirme en el estanque pero también experimentaba cierto malestar. El color del agua, bronce o acero, evocaba el frío y también el hundimiento. Los bañistas eran todos niños: endebles, frágiles, enfermos. Sus cuerpos blancos brillaban bajo el sol. Una amenaza rondaba. Dejé la cuesta atraído por la visión del agua, transformada en un imán gigantesco.

En ese momento, observé que todas las toallas extendidas sobre el hormigón eran de color naranja. Era una señal. Una señal de peligro. Tal vez eran enormes compresas empapadas en una solución antiséptica. Ahora percibía las risas de los niños, el murmullo del agua. Todo era alegre, vivo y sin embargo, esos ruidos eran como estallidos en mi piel, como señales de alerta. Solo yo sabía la verdad. Solo yo distinguía a la muerte que rondaba.

En ese instante, volví la cabeza. La toalla en mi hombro también era naranja. La enfermedad ya me había corrompido. Todo estaba escrito. Mi muerte, mi sufrimiento, mi…

El timbre del teléfono me arrancó de los sollozos.

—Dígame.

—Soy Gian-Maria. ¿Estabas durmiendo?

—Sí, más bien…

—Son las siete —rió el sacerdote—. ¿Has olvidado nuestros horarios?

Me enderecé y me atusé los cabellos. Acababa de repetirse un sueño muy antiguo, un sueño recurrente desde mi juventud. ¿Por qué volvía ahora?

—Levántate —dijo el hombre de Iglesia—. Tienes cita dentro de una hora.

—¿Con el cardenal?

—No. Con el prefecto de la biblioteca vaticana.

—Pero…

—El prefecto es un intermediario. Te acompañará a ver al cardenal.

—¿Un prefecto intermediario?

Un prefecto del Vaticano era el equivalente de un ministro en el seno de un gobierno laico. Gian-Maria rió nuevamente.

—Tú mismo lo has dicho: es un caso importante. A juzgar por la rapidez de su reacción, debe de serlo mucho, en efecto. El cardenal ha pedido que lleves el expediente de la investigación. Completo. El prefecto te esperará en los jardines de la biblioteca. Se llama Rutherford. Pasa por la porta Angelica. Un diácono te escoltará. Buena suerte. ¡Y no olvides el expediente!

Me quedé atontado unos minutos, todavía con fragmentos del sueño debajo de los párpados. ¿Cuánto hacía que no lo tenía? Durante mi infancia y adolescencia, acechaba todas mis noches.

Me preparé y luego me concedí algunos minutos para tomar café en el comedor de la pensión. Jarras de acero inoxidable, vasos de pyrex, tostadas gruesas. Cada detalle, cada contacto me recordaba el seminario. En esa sala sin ventanas, percibía el aire de Roma.

Apreté el paso hasta la plaza de San Pedro con el expediente bajo el brazo. Aunque no se quiera, aunque no se resida en Roma, siempre se vive el mismo éxtasis. La basílica soberana, las columnas de Bernini, la plaza espejeante, las palomas sobre las fuentes de piedra esperando a los turistas. El mismo cielo luminoso parecía ser cómplice de esa grandeza.

Me eché a reír de mí mismo. ¡Estaba de vuelta al redil! En ese mundo de sotanas de seda y mocasines de charol bajo la vestimenta. El mundo de la autoridad apostólica y romana, de los congresos pontificios, de los seminarios eucarísticos. El mundo de la fe y de la teología, pero también el del poder y el dinero.

Había vivido tres años a la sombra de la ciudad del Papa. Entonces quería la privación absoluta; un eterno voto de pobreza. Rechazaba los francos que vinieran de mis padres. Sin embargo, me gustaba percibir, a unas calles de distancia, el poder financiero del Vaticano. La Santa Sede siempre me había parecido una especie de Mónaco eclesiástico, desprovisto de la futilidad y de los tejemanejes propios del principado. Una increíble concentración de riqueza que acumulaba bienes y privilegios heredados durante siglos. Como la mayor propietaria de bienes inmuebles del mundo, la ciudad pontificia, con su banco, hacía alarde de unos activos brutos superiores al millar de dólares y unos beneficios anuales que superaban los cien millones de dólares.

Esas cifras deberían haberle dado asco a alguien como yo, apóstol de la miseria y de la caridad, pero veía en ellas el símbolo del poder de la Iglesia. De nuestro poder. En un mundo donde lo único que cuenta es el dinero, en una Europa en la que la fe católica agoniza, esas cifras me tranquilizaban. Demostraban que todavía era necesario tener en cuenta al imperio católico.

Pasé al lado de la cola de turistas que esperaban para visitar la basílica de San Pedro. En la plaza habían instalado tarimas y gradas. Probablemente estaba previsto que el día siguiente, 1 de noviembre, el Papa celebrara una misa pública.

Las campanas repicaron y las palomas alzaron el vuelo. Eran las ocho de la mañana. Aceleré el paso y pasé bajo las columnas de Bernini. Subí la via di Porta Angelica. Me crucé con los
scrittori
(secretarios) y a los
minutanti
(redactores) de la Curia, con alzacuellos y chaquetas negras, que se apresuraban para llegar a tiempo a sus despachos. A la pregunta de «¿Cuántas personas trabajan en el Vaticano?», el papa Juan XXIII había respondido un día: «No más de un tercio». Estaba de un ánimo alegre. Revivía esa atmósfera de hormiguero católico. El horror de Agostina me parecía lejano y casi no recordaba que era un hombre sentenciado.

En la porta Angelica, enseñé mi pasaporte a la guardia suiza. Inmediatamente, me entregaron un pase. Los agentes, con uniformes del Renacimiento, se apartaron y crucé las altas rejas de hierro forjado negro.

Penetraba en el sanctasanctórum.

Un diácono me guió a través de los laberintos de edificios y jardines. A paso rápido. Eran las ocho y cinco y mi retraso no se ajustaba al gran orden clerical. Quedé abandonado en un patio, al pie de una fachada rosa y amarilla, salpicada de ánforas antiguas. Unos parterres de césped rodeaban una fuente circular. De los surtidores brotaban remolinos con un fresco vapor irisado. Unos macizos de flores, unas plantas tropicales frente a dos planos inclinados que subían hacia pequeñas puertas misteriosas. Aquel lugar olía a sol y a terracota.

No tuve que esperar mucho rato. Un hombre vestido con un traje negro surgió de una de las puertas y bajó rápidamente por la pendiente de la izquierda, como si resbalara por encima del parapeto. En la cuarentena, su cabeza, rodeada de cabellos rojo ceniza y con unas finas gafas de carey, armonizaba con el ocre claro de las ánforas y de los pilones.

—Soy el prefecto Rutherford —dijo en perfecto francés—. Dirijo la biblioteca apostólica del Vaticano.

Me dio un cálido apretón de manos.

—No puede decirse que su visita llegue en un momento muy oportuno. —En tono jovial añadió—: Mañana nuestro Soberano Pontífice hablará en la plaza de San Pedro. Y ordenará a un nuevo cardenal. ¡Un día de locos!

—Lo lamento —dije, inclinándome—. Pero es una urgencia.

Cortó mis disculpas con un gesto condescendiente.

—Acompáñeme. Su Eminencia desea recibirlo en la biblioteca.

Atravesamos el patio para acceder al edificio que teníamos enfrente. En el umbral, Rutherford se apartó.


Prego.

La sombra y el frescor del mármol nos acogieron. Rutherford corrió el cerrojo de una puerta y se deslizó por un pasillo blanco y gris. Le seguí. El sol se filtraba por las ventanas. Estábamos solos. Esperaba escuchar el ruido de los zapatos lustrados de mi guía pero caminaba en absoluto silencio. Una ojeada; llevaba zapatos Todd’s de ante flexible, del mismo color de su pelo.

Como san Pedro, Rutherford poseía las llaves del paraíso. En cada puerta, manipulaba su juego de llaves y abría la cerradura. Aventuré una pregunta:

—¿Cuál es la función exacta de Su Eminencia?

—¿La ignora y solicita usted una entrevista?

—Monseñor Corsi, de Catania, simplemente me ha dado su nombre. Me ha asegurado que Su Eminencia podría ayudarme en mi investigación.

—El cardenal Van Dieterling es una de las principales autoridades de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

Era el nuevo nombre del Santo Oficio a partir del Concilio Vaticano II. Los herederos de los tribunales de la Inquisición y de las hogueras en serie. Los censores de la fe y de las costumbres. Los que deciden, cada día, cuál es la frontera entre el Bien y el Mal, entre la ortodoxia y la herejía. Los que persiguen las desviaciones y las anomalías con respecto a la línea católica oficial. En términos de anomalía, era el lugar donde se consideraba el caso de Agostina.

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