El volcán nevado estaba cubierto por un intenso halo naranja, que recordaba la yema de un gigantesco huevo aplastado. Por todas partes a su alrededor, los destellos agrietaban el cielo; partículas de fuego, salpicaduras de fusión, como lanzadas desde una catapulta. La lava fluía por las laderas; lenta, poderosa, insoslayable.
Yo estaba hipnotizado. Imposible no ver un presagio en esa erupción. El aliento del diablo me recibía. Pensé en el pasaje del Apocalipsis de san Juan:
El segundo ángel tocó la trompeta, y fue arrojada en el mar como una gran montaña ardiendo…
Entre las humaredas negras que se escapaban del cráter, se dibujaba un rostro: la faz deformada de Pazuzu, morro respingón, ojos inyectados. En los borbotones de vapores, el Ángel negro gesticulaba y me sacaba la lengua. Una lengua negra de carbón, agrietada, que lamía las llamas del volcán y me invitaba a acercarme hasta perderme en el fondo del cráter.
Al despertar a la mañana siguiente, encendí la televisión. No tuve que buscar mucho para encontrar noticias sobre el volcán. La lava seguía su avance. El flujo de la ladera norte había descendido hasta mil quinientos metros de altura y tenía un frente de cuatrocientos metros. El pinar de Linguaglossa estaba en llamas, mientras que unos hidroaviones Canadair lanzaban agua sobre los árboles para tratar de frenar el desastre. En el sur, la amplitud de la lava superaba un kilómetro. La lluvia de ceniza había obligado a evacuar Sapienza. En ambos lados, los bulldozers levantaban diques de tierra para frenar el flujo de lava, mientras se rociaban los bordes, transformándolos en dos murallas frías.
Imágenes asombrosas. Los ríos incandescentes corrían sobre las pendientes, recorriendo varios metros por segundo. El magma en fusión chisporroteaba, rodaba, avanzaba, como una serpiente gigantesca, con un crujido de vidrio machacado; a veces explotaba y lanzaba géiseres de lava en medio de las tinieblas.
Eran las siete de la mañana. Todavía estaba oscuro. Encendí la lámpara de la mesilla de noche y observé mi habitación. Un espacio exiguo, que se estrechaba aún más por el efecto de los motivos del papel pintado. La cama tocaba el televisor, que a su vez rozaba las cortinas de la puerta que llevaba al baño.
Salí a la terraza. Mi cuartucho estaba en el cuarto piso. Vista magnífica sobre los tejados de Catania, que se entreveían bajo el azul de la aurora. Las antenas y las cúpulas semejaban lanzas y escudos de un ejército en marcha. Las ventanas, ya iluminadas, evocaban las ventanitas cobrizas de un calendario de adviento.
Encendí un Camel —me había abastecido en el aeropuerto—. Sonreí ante la belleza de aquella vista. No conocía Catania; en cambio había estado en Palermo. Sabía que Sicilia no es un fragmento desprendido de Italia, pero sí un mundo aparte, ancestral, cargado de gravedad y de silencio. Un mundo con sabor a piedra, salvaje, autónomo, quemado por el sol y la violencia.
Decidí desayunar fuera del hotel para familiarizarme con la ciudad. Antes de salir, monté las piezas de mi segunda automática, una Glock que había tenido que desmontar para pasar discretamente por el aeropuerto; los controles de metal no detectaban esta arma, hecha de polímeros. La guardé en su funda negra.
En el vestíbulo de la pensión, los equipos de reporteros ya estaban en pie de guerra. Los fotógrafos comprobaban su equipo. Unos cámaras metían baterías en sus bolsillos como si de municiones se tratara. Unos periodistas discutían, por teléfono, para conseguir pases.
Fuera, por el contrario, todo estaba tranquilo. En la oscuridad, los ornamentos de las fachadas, de los portales, de los balcones, sobrecargaban las estrechas calles. A esa decoración abigarrada se sumaban los coches aparcados, parachoque contra parachoque, subidos a las aceras, bordeando los muros, asediando los carteles que prohibían aparcar.
Localicé una
trattoria
con cristales de colores en las ventanas. Un café solo
stretto
y un cruasán relleno de mermelada me despejaron la mente. Mi prioridad: correr a la Questura. Esperaba que Michele Gepu me daría detalles sobre el caso Gedda y apoyaría mi solicitud para entrevistar a Agostina en la cárcel de Malaspina. A continuación, iría a husmear en los archivos de los periódicos para buscar artículos sobre el asesinato y el pasado de la siciliana. Callacciura había mencionado una «personalidad» y una «historia italiana». Me esperaba cualquier cosa.
Media hora, por lo menos, para encontrar mi coche en el caos de carrocerías y el laberinto de calles. Encontrar un Fiat Punto con la matrícula cubierta de polvo volcánico en una calle de Sicilia era una auténtica proeza.
Finalmente, hacia las ocho y media me puse en camino.
Ya había amanecido. En Catania, ciudad disuelta en el negro, no se distinguía ninguna diferencia entre los muros, las aceras y las calzadas. Se avanzaba por un mundo mineral, con relieves sordos, amortiguados, casi apagados. Únicamente, de vez en cuando surgía un jardín reverdecido detrás de un portal o una madona con la pintura descascarillada dentro de una hornacina. Pensé en lo que había leído sobre la ciudad antaño, cuando vivía en Roma, en
II Corriere della Sera
o en
La Repubblica
. Catania era la primera ciudad de Italia en cuanto a violencia; por tanto, es la primera de Europa. La mafia, con sus conflictos, sus actos, su carrera hacia el poder, reinaba como dueña y señora. Incluso una mañana, se había encontrado en la plaza Garibaldi, al pie de la estatua del héroe, la cabeza cortada de un hombre honrado que ya no gozaba de sus simpatías.
La circulación empezaba a volverse densa. Bajo un cielo de nubes bajas, reinaba una mezcla de pánico e indiferencia. Delante de cada iglesia los fíeles se agrupaban, se organizaban procesiones, se rezaba por la salvación de la ciudad. Por otra parte, los comerciantes, que barrían tranquilamente la ceniza acumulada en la puerta de sus tiendas, parecían estar tranquilos. En los terrados de los inmuebles las mujeres realizaban la misma maniobra mientras se lanzaban diatribas de una azotea a otra.
A las nueve, encontré la Questura. Los furgones salían a gran velocidad. Los
carabinieri
se daban prisa en el patio principal, con sus fusiles revestidos con una pintura ignífuga, color caqui. Pedí a un centinela que me indicara el camino y me señaló la oficina de prensa, para conseguir la autorización. Le mostré mi identificación; quería ver al jefe de policía en persona. Señaló el edificio al fondo del patio.
En la escalera, la misma agitación. Unos hombres bajaban los peldaños. Unas voces resonaban bajo los elevados techos. Una televisión berreaba aún con mayor fuerza. En el aire se percibía una tensión, una corriente de adrenalina que dominaba a todo el mundo.
En el último piso, encontré el despacho del jefe de policía. Pasé inadvertido por el despacho de la secretaria y me escabullí por la puerta siguiente; entré en una estancia tan amplia como un gimnasio, salpicada de amplias ventanas. Al fondo, muy al fondo, el jefe de policía leía sentado a su escritorio.
Sin darle tiempo de que notara mi presencia, atravesé la sala a grandes zancadas y saqué mi identificación tricolor. El policía alzó los ojos.
—¿Quién es usted? —preguntó—. ¿De dónde sale?
Acento del sur. Las palabras rodaban por su garganta. Saqué la carta de recomendación. Mientras la leía, examiné con atención al hombrecillo. Ancho de hombros, llevaba un traje de color azul pavo real que parecía un uniforme de almirante. Tenía la cabeza calva, oscura, con una solidez casi agresiva y unos ojos negros que, bajo la franja continua de sus espesas cejas, brillaban como dos aceitunas. Después de haber leído la carta, colocó sus manos peludas sobre el escritorio.
—¿Quiere ver a Agostina Gedda? ¿Por qué?
—Trabajo en Francia en un caso que podría estar relacionado con este.
—Agostina Gedda…
Repitió el nombre varias veces, como si acabaran de recordarle otra catástrofe ocurrida en la ciudad. Bajo sus cejas, los ojos volvieron a escrutarme.
—¿Tiene algún tipo de autorización para investigar en Sicilia?
—Nada, excepto esta carta.
—¿Y es urgente?
—Urgentísimo.
Se pasó la mano por el rostro y suspiró.
—Usted no parece estar al corriente, pero el Etna se nos está cayendo encima.
—No había previsto estas… circunstancias externas.
La puerta se abrió detrás de mí. El jefe de policía hizo un gesto de impaciencia. La puerta se cerró de inmediato.
—Agostina Gedda… —Su mirada sombría no cesaba de posarse sobre la carta—. El expediente está en Palermo. Las diligencias se llevan a cabo allí.
—Solo quiero verla.
—Este asunto no me gusta nada.
—No es un caso muy apasionante.
Dijo «no» con su frente mineral.
—Ahí hay algún misterio. Algo que no se ha resuelto.
—Puedo verla, ¿sí o no?
El policía no respondió. Seguía con los ojos fijos en la carta. Durante esos pocos segundos, se había vuelto a sumergir en el caso Gedda. Y era un baño que no parecía agradarle. Por fin, alzó las cejas y cogió una pluma.
—Veré qué puedo hacer.
—¿Cree usted que tengo alguna posibilidad de verla… pronto?
Garabateó algo en el margen de mi carta.
—Conozco a la directora de Malaspina. Pero no hay que olvidar a los abogados de Agostina.
—¿Son varios?
Posó en mí su mirada negra. Capté un brillo indulgente.
—Parece que conoce el expediente tan bien como yo.
—Acabo de llegar a Catania.
—Esa joven está protegida por los mejores abogados de Italia. Los abogados del Vaticano.
—¿Por qué la Curia romana protegería a una asesina?
Suspiró nuevamente y colocó la carta a su derecha, al alcance de la mano. Detrás de mí la puerta volvió a abrirse. Esta vez, el jefe de policía se puso de pie.
—Estudie el expediente antes de ir a ver a ese fenómeno.
Atravesó la estancia a paso rápido. Unos oficiales lo esperaban en el umbral.
Volvió la cabeza y lanzó en mi honor:
—Déjeme sus señas. Lo llamaré hoy. Como muy tarde, mañana por la mañana.
Las nubes habían desaparecido. El cielo azul hacía que resaltara la zona, muy negra, del volcán. Me dispuse a ir a tomar un café cerca del cuartel general de los
carabinieri
. No sabía muy bien qué pensar de las promesas del jefe de policía. Existe un axioma universal: el rigor y la fiabilidad disminuyen a medida que se baja hacia el sur, como si esos dos valores se fundieran bajo el sol.
Llamé a información telefónica para conseguir la dirección del principal periódico de Sicilia,
L’Ora
. Luego volví al coche y descubrí la ciudad bajo el sol. Estábamos en pleno otoño pero era un otoño resplandeciente, cubierto por un polen luminoso. Sobre la ciudad oscura, esas finas partículas evocaban el azúcar glas sobre un pastel de chocolate. Catania, ciudad en blanco y negro donde la lava y el sol no cesaban de enfrentarse, de oponerse, pero también de responderse, produciendo reflejos perpetuos, salpicaduras incandescentes.
La circulación no mejoraba. Los controles policiales cerraban las vías de acceso al norte; los camiones de mantenimiento circulaban lentamente, retirando las cenizas de la calzada. Los atascos se acercaban a una
commedia dell’arte
: los automovilistas se asomaban por las ventanillas para insultar a los
carabinieri
, que les respondían con un corte de mangas.
Encontré los locales del periódico, en la via Santa Maria delle Salette. Tenían más en común con la arquitectura gubernamental, senado o palacio de justicia, que con una moderna redacción. Aparqué en cualquier sitio, para estar a tono, y franqueé el alto portal. Los archivos estaban en el sótano. Me dirigí hacia los ascensores, sorteando a varios grupos de periodistas que salían apresuradamente.
Todo lo contrario de lo que sucedía un piso más abajo. Calma total. La sala acristalada estaba tapizada de casilleros metálicos con ficheros abarrotados de sobres de papel manila. En el centro había un mostrador con mesas escasamente iluminadas y ordenadores. Volví a encontrar allí, en esa estancia en penumbra, la atmósfera que había visto a menudo en otros archivos donde me habían llevado mis investigaciones policiales o las relacionadas con mis misiones humanitarias. Provocaba la misma sensación de secretos dormidos, de panteón polvoriento, donde aún latía, muy débilmente, el corazón de los sucesos. Los arcanos del alma humana.
Un archivero me ayudó. Sobre cada pantalla, podía buscar por tema, por nombre, por fecha. El programa me indicaría el casillero que debería consultar. A partir de ahí, se trataba de sumergirse en montañas de papel.
Tecleé el nombre de Agostina Gedda. Apareció una entrada con fecha del año 2000. Unos segundos más tarde, el ordenador mostró otro año: 1996. Luego otro más: 1984. ¿Qué podía haberle sucedido a Agostina, con solo doce años de edad, para que le dedicaran diversos artículos en
L’Ora
?
Empecé por orden cronológico. Encontré en los compartimientos el sobre de 1984. Lo llevé hasta el mostrador y luego, con un ademán, le pregunté al dueño y señor del lugar, sentado detrás de su escritorio, si podía fumar. Inesperadamente, el hombre me contestó con una amplia sonrisa.
Con un cigarrillo en los labios, abrí el sobre. Contenía varios artículos recortados y fotos de una niña más bien enclenque. Algunas fotos la mostraban en una cama de hospital. En cuanto leí los títulos comprendí las alusiones de Callacciura y del jefe de policía. La asesina no era una mujer como las demás.
Agostina Gedda se había curado gracias a un milagro.
Un milagro de Lourdes.
L’Ora
, 16 de septiembre de 1984MILAGRO EN CATANIA
¡Con doce años, en una noche se cura de una gangrena mortal
!Nuestra ciudad está acostumbrada a historias originales, a personajes extraordinarios, que hacen de Catania uno de los florones de Sicilia. La historia de Agostina Gedda es un nuevo ejemplo. Sí. ¡Suceden cosas maravillosas en nuestra ciudad!
En principio, Agostina Gedda es una muchacha como las demás. Hija de un carpintero de Paterno, en el extrarradio de Catania, es una niña dulce, aplicada, que saca buenas notas.
Sin embargo, un domingo de febrero de 1984, todo se tambalea. Cuando está jugando con amigos de su edad mientras sus padres están en la playa de Taormina, Agostina sufre una caída de diez metros y pierde el conocimiento. La niña es hospitalizada inmediatamente en la Clínica Ortopédica de la Universidad de Catania. Presenta facturas en las dos piernas, pero ninguna de sus heridas es mortal.
Agostina pasa cinco días en el hospital y luego vuelve a su casa, enyesada. Al cabo de dos semanas, empieza a sentir dolores. El pus supura en sus piernas. Vuelta al hospital. Los médicos le quitan inmediatamente el yeso. Las heridas no han cicatrizado; tiene gangrena.
Los especialistas ya hablan de amputación. Sophia, la madre de Agostina, se derrumba. El padre, al contrario, exige explicaciones. Los médicos no pueden pronunciarse. En realidad, saben que Agostina está condenada. Su muerte es cuestión de semanas. Incluso la amputación es una operación inútil…
En Paterno se crea un movimiento de solidaridad. De puerta en puerta, se organiza una colecta para regalar a Agostina un viaje que podría ser su última oportunidad: una peregrinación a Lourdes. Una conocida asociación italiana, la unita16, organiza periplos a la ciudad mariana. Si los Gedda aceptan, podrían incluir a Agostina en el próximo viaje…
El 5 de mayo, Agostina parte, por fin, acompañada por sus padres. Durante el viaje, la niña está contenta. ¡Es la primera vez que toma un barco y un tren! Todos se muestran amables con ella; le regalan golosinas, la colman de atenciones…
Pero en Lourdes, Agustina siente pánico. Todos esos enfermos, esos lisiados que recorren las calles, esas vitrinas llenas de estatuillas, esas enfermeras con velos azules. No comprende. ¿Por qué está allí? ¿La abandonarán en medio de esos discapacitados? Cuando la llevan a las piscinas, rechaza el baño, si bien luego la convencen y acepta. En contacto con el agua helada en esos estanques en los que la temperatura no pasa de los doce grados, Agostina lanza alaridos. No se baña más de un minuto.
De regreso a Paterno, la niña no mejora. Su peso no supera los diecisiete kilos. Cada día, la gangrena gana terreno. En julio, la familia festeja su cumpleaños. Agostina tiene doce años. Solo le quedan unas semanas de vida. Su madre ya confecciona la ropa que la acompañará a la tumba.
El 5 de agosto, a las ocho de la tarde, Agostina entra en coma. La sangre ya no circula por su cuerpo, lo que le provoca una anoxia cerebral. Sophia llama inmediatamente al médico. Cuando el hombre llega, se encuentra con una gran sorpresa: Agostina aparece de pie, apoyándose en el marco de la puerta. Ha conseguido caminar hasta la cocina. Su expresión ya no tiene la pálida gravedad de la enfermedad.
El médico ausculta a la niña. No hay duda: la gangrena remite. Durante los días siguientes, se la examina en Catania. El mismo diagnóstico. Agostina se está curando. Incluso muestra señales de cicatrización. ¡En una sola noche la pequeña se ha restablecido de un mal incurable sin mediar tratamiento alguno!
Para los habitantes de Paterno esta historia es muy conocida. La noticia del milagro se difunde como el sonido de las campanas a través de la ciudad. En Catania se comenta el prodigio mientras que los medios de comunicación de Italia ya se hacen eco de la noticia.
Sin embargo, monseñor Paolo Corsi, de la diócesis de Catania, se ha expresado con prudencia durante una conferencia de prensa: «Nos alegramos de la curación de Agostina. Es una magnífica historia de fe y de esperanza. Pero es necesario que pase tiempo, mucho tiempo, para que la Iglesia apostólica y romana se pronuncie sobre la realidad de un milagro».
Agostina ha reanudado una vida normal. Incluso ha vuelto al colegio a principios de septiembre como cualquier niño de su edad. Pero nadie ha olvidado que lleva el sello de una vivencia única. Cualquiera de nosotros, sea católico o no, está obligado a reconocer que una curación inexplicable se ha producido unas semanas después de la peregrinación a Lourdes. ¡Hasta los escépticos deben sacar conclusiones!