El cielo, la nieve; luego un nuevo túnel a la vista.
El modelo con columnas construido sobre la pendiente de la roca.
Intuitivamente, esperé justo hasta el momento de entrar y luego hice un giro a la derecha, para tomar el camino lateral de las obras viales que subía por el flanco del acantilado. El coche rebotó en el pedregal e inmediatamente me encontré sobre el techo del túnel. La berlina había penetrado en la boca de sombras detrás de mí. Un nuevo respiro. Duraría poco. El BMW estaría esperándome a la salida.
En ese momento, estuve tentado de abandonarlo todo y huir a pie. Pero ¿para ir adónde? ¿A perderme en plena montaña? Mis perseguidores debían de estar equipados con detectores térmicos. La caza del hombre se parecería aún más a una batida.
Puse primera y conduje lentamente, con los faros apagados. Me bamboleé sobre un sendero de piedras, buscando una idea, una salida. La nieve arreciaba y los bordes de la calzada se perdían en las tinieblas.
Por fin, el camino volvió a bajar para alcanzar la carretera. No había encontrado ninguna solución. Pero la calma que me rodeaba renovó mis esperanzas. Al borde de la calzada, me detuve, al acecho; no había ni el menor ruido de motor, ni señal de ningún faro. Una vez más puse primera, y lentamente, muy lentamente, volví a la carretera. Ningún coche. ¿Habían abandonado la persecución? ¿Habían continuado su camino porque renunciaban a eliminarme?
Empujé la palanca de cambios y de pronto todo se tornó blanco. Los faros. El xenón. No delante de mí ni detrás de mí. ¡Encima! Me acurruqué en el asiento y giré el retrovisor buscando las luces. Los hombres estaban apostados sobre el techo del túnel.
Supuse lo que había sucedido. En el interior de la galería, habían encontrado otro acceso al camino lateral de las obras viales. Ellos también habían subido siguiéndome, con los faros apagados, hasta el final del sendero. Luego se habían situado en el promontorio en posición de tiro.
Empezaron a llover las balas. Mi parabrisas estalló, las lunas explotaron mientras derrapaba tratando de arrancar. Las ruedas mordieron el asfalto. En mi retrovisor sucedió lo imposible: los dos faros volaron como dos bolas de fuego luminiscentes en medio de la noche. Los asesinos habían caído al vacío. Su chasis se estrelló en medio de un estallido de nieve y de chispas; luego, saltó hacia delante. El estrépito parecía provenir del suelo. Pisé a fondo y volví a encender los faros. La persecución se reanudaba.
Pinos descarnados, pared rocosa, cúmulos de nieve. La tempestad se calmaba. Recuperé la visibilidad. Traté de poner en orden mis ideas. No tenía ninguna. Nada, aparte de huir hacia la frontera y los aduaneros. ¿Cuántos kilómetros tendría que resistir? ¿Treinta? ¿Cincuenta? ¿Setenta?
Otra ojeada al retrovisor. Los dos ojos blancos estaban siempre ahí, surgiendo intermitentemente, al ritmo de los virajes. De pronto, apareció una curva muy cerrada. Frené. Demasiado tarde. Las ruedas se bloquearon pero el Audi siguió adelante por su propio impulso. Giré el volante otra vez, pero el coche siguió, inmanejable.
El talud que crece, la nieve que se desliza. La colisión, brutal, en seco y el motor que se para. Luego el silencio. Sin aliento, con el volante clavado en las costillas. Aturdido, encontré la llave de contacto. El motor resopló y luego arrancó. Marcha atrás, salí a duras penas del montón de nieve y maniobré sobre la calzada.
A pesar del contratiempo, mis perseguidores no me habían alcanzado. Un destello de optimismo, traicionado inmediatamente por un fallo debajo del pie. El acelerador no funcionaba. Ojeada al cuadro de mando. El indicador de la temperatura del agua había entrado en la zona roja. ¿Qué coño pasaba ahora?
Mirada hacia atrás; los faros de xenón ya estaban solo a una curva de distancia. Rabioso, pisé el pedal a fondo. Nada, ninguna reacción. Golpeé el volante, aullé. En el momento del choque, la nieve debía de haberse acumulado debajo del radiador, obturando el circuito de ventilación. El motor se había calentado. Y el humo ya escapaba por el capó. Esta vez, estaba jodido.
En ese instante, apareció un panel de señalización: SIMPLON DORF. Sin reflexionar, apagué los faros y tomé ese enlace en el preciso momento en el que el BMW aparecía por detrás. Los asesinos me vieron demasiado tarde; seguían por la carretera principal. A mi espalda, escuché un frenazo. Aunque apenas controlaba el coche, acababa de ganar algunos segundos.
Un claro, lleno de excavadoras, bulldozers y materiales de construcción. De un volantazo, tomé esa dirección gracias a la inercia del coche.
Me vi frente a un montón de tablones llenos de nieve. Cerré los ojos y dejé que el coche siguiera. Otra vez, un golpe. De nuevo, el eco de la colisión en mi cuerpo. Abrí la puerta empujándola con el hombro, tosí y me propulsé hacia fuera.
El frío del suelo fue la primera sensación que noté. Me levanté apoyándome sobre una rodilla y me metí detrás de una cantidad de piedras sillares. Libertad condicional. Tomé conciencia de la noche, del silencio. Ya no nevaba; la temperatura había bajado considerablemente bajo cero.
Las puertas de un coche se cerraron de golpe.
Arriesgué una mirada; nadie. ¿Huir a través de los bosques? ¿Alcanzar el pueblo? ¿Qué posibilidades tenía de despertar a alguien antes de que me encontraran? El miedo volvió a apoderarse de mí. Empecé a tiritar. En mis cejas y en mis cabellos se formaban cristales blancos. Me estaba helando, inmovilizado. Tanteé mis bolsillos y encontré un par de guantes de látex que me puse torpemente.
Los conocimientos acerca del proceso de muerte por congelación acudían a mi memoria. Los misioneros del Gran Norte, unos oblatos que conocí en el seminario de Roma, me lo habían descrito varias veces. Primero, tiritabas: era una buena señal, el cuerpo respondía, trataba de calentarse. Luego eras incapaz de luchar contra el frío. A partir de entonces perdías un grado cada tres minutos. Ya no tiritabas. El corazón latía más lentamente y no irrigaba la superficie de la piel ni las extremidades. La muerte blanca rondaba. Una vez que perdías once grados de temperatura, el corazón cesaba de latir pero ya estabas en coma.
¿Cuánto tiempo me quedaba?
Otra ojeada. Esta vez los vi. Caminaban con precaución, fusil en mano. Llevaban largos abrigos de piel negra. Una nube cristalina se escapaba de sus labios. Uno de ellos se golpeó contra el ángulo de un bulldozer. Pareció no reaccionar, anestesiado por el frío. También ellos se estaban helando. Los tres habíamos caído en la misma trampa. Prisioneros de la noche y pronto petrificados como estatuas.
Debía moverme. Hacer cualquier cosa para entrar en calor. Incliné el torso de atrás hacia delante y, repitiendo ese movimiento varias veces, me dejé caer con los codos en la nieve, en silencio. Reptar hasta los pinos para, al menos, protegerme del viento. Unos pasos muy cercanos. Rodé sobre mí mismo y traté de coger la automática. Tuve que agarrar la culata con las dos manos; mis dedos ya no respondían.
De pronto, el surco granate de una mira telescópica. Levanté la cabeza; el asesino estaba ahí, fusil en mano. De su pasamontañas salía un vaho, formando una aureola azulada.
Cerré los ojos e hice lo que cualquier hombre hace en tales circunstancias, ya sea o no cristiano: recé. Llamé con todas mis fuerzas al Señor en mi ayuda.
Una voz se elevó.
—
Wer da
?
Volví la cabeza. Percibí, con lágrimas en los ojos, las linternas, los galones plateados. ¡Una patrulla de aduaneros suizos! Miré otra vez hacia delante; el asesino había desaparecido.
Oí pasos rápidos ahogados. Palabras en alemán. Ruidos de motor. La persecución seguía, pero esta vez, con los cazadores en el papel de la presa. Los aduaneros no habían visto mi coche bajo los tablones.
Conseguí deslizar mi automática en el bolsillo y luego colocarme boca abajo. Apoyando los codos en la nieve, con las piernas muertas, repté hasta el coche. Ya no sentía ni mi cuerpo ni el frío. Por fin, la portezuela. De espaldas al chasis, subí al coche como un paralítico que ya no puede valerse de sus miembros inferiores. Instalado en el asiento, palpé el espacio debajo del volante buscando la llave de contacto. Con las dos manos la hice girar y ocurrió otro milagro: el ruido del motor. El impacto de la colisión debía de haber hecho saltar el hielo del radiador.
La calefacción se puso en marcha. De un codazo, la puse al máximo. Acurrucado cerca de las rejillas, con las manos estiradas, esperé que llegara el calor y activara la sangre bajo mi piel. Poco a poco, tomaba conciencia del silencio a mi alrededor. El bosque abandonado. Y, sin duda, la frontera a pocos kilómetros.
Cuando por fin pude mover los dedos de las manos y de los pies, puse la marcha atrás y logré salir del montón de maderas. Las otras patrullas no tardarían en aparecer. Di media vuelta, puse primera y me largué de la zona de obras.
Unos minutos más tarde, conducía hacia Italia. El motor no tenía mucha fuerza, pero funcionaba. ¡Y estaba vivo, indemne!
Aunque en un callejón sin salida.
No tenía ninguna posibilidad de cruzar la frontera con un coche en semejante estado.
Atravesé un pueblo llamado Gondo y vi un sendero que descendía en diagonal; sin duda hacia un río o un sotobosque. Seguí bajo los pinos y sentí que el viento se calmaba: había encontrado un abrigo.
Me detuve, dejé el motor funcionando con la calefacción al máximo. Salí con pasos torpes y cogí del maletero mi bolsa de viaje. Me quité la parka, me puse dos jerséis, y encima el chubasquero. Un gorro, guantes —de verdad— y varios pares de calcetines. Me senté en el asiento delantero, lo más cerca posible de las rejillas de ventilación, que soltaban un aire caliente que apestaba a aceite de motor.
Cuando entré en calor, cogí mi móvil del fondo del bolsillo y marqué el número de Giovanni Callacciura. En italiano, murmuré a su contestador:
—Llámame en cuanto escuches este mensaje. ¡Es urgente!
Luego me acurruqué en el asiento, frente al débil chorro de aire caliente. No pensaba. Solo experimentaba una sensación: la vida. Con eso tenía más que suficiente. Me quedé dormido, abrazando el móvil como si fuera una almohada minúscula.
La luz del día me despertó. Me enderecé con los ojos medio abiertos. La vista era deslumbrante. Entre las montañas, el disco solar despuntaba como una herida sangrante. En lo alto, las nubes cortaban las crestas. A mi alrededor la nieve había desaparecido, reemplazada por pendientes de hierba alfombradas de hojas muertas.
Miré el reloj: las siete y media de la mañana. Había dormido cuatro horas. Callacciura no me había devuelto la llamada. Marqué otra vez su número. De ahí en adelante el teléfono funcionaba con una red italiana.
—
Pronto
?
—Soy Mathieu. Te dejé un mensaje anoche.
—Acabo de despertarme. ¿Ya estás en Milán?
Le relaté mi aventura e hice un resumen de la situación: mi coche acribillado a balazos, mi aspecto de vagabundo, la imposibilidad de cruzar la frontera.
—¿Dónde estás, exactamente?
—A la salida de un pueblo, Gondo. Hay un sendero a la derecha. Estoy al final.
—Te llamo dentro de unos minutos.
Capito
?
En el fondo del bolsillo encontré mi paquete de Camel. Encendí uno con delectación. Recuperé la lucidez y con ella, las preguntas que me acosaban. ¿Quiénes eran mis agresores? ¿Por qué me atacaban? Solo tenía una certeza: mis perseguidores no tenían nada que ver con el asesino de Sylvie Simonis. Por un lado, dos profesionales. Por el otro, un homicida en serie, prisionero de su locura.
Mi móvil vibró.
—Sigue mis indicaciones al pie de la letra —dijo Callacciura—. Vuelve a la carretera principal, la E62, y conduce durante un kilómetro. Allí verás un aljibe sobre el que está escrito CONTOZZO. Aparca detrás y espera. Dos maderos de civil irán a buscarte dentro de una hora.
—¿Por qué unos maderos?
—Te escoltarán hasta Milán. Sigue en pie nuestra cita a las once.
—¿Y mi coche?
—Se ocuparán de él. Coge tus bártulos sin mirar hacia atrás.
—Gracias, Giovanni.
—De nada. Esta noche he recibido otros datos relativos a tu caso. Tengo que hablar contigo.
Colgué. Otro cigarrillo. A pesar de las borrascas, que penetraban en el habitáculo, el motor seguía funcionando; y con él, la calefacción. Salí del coche para orinar. Mi cuerpo estaba paralizado por las agujetas pero la vida seguía su curso.
Tomé por un camino y noté que la sangre y los músculos se calentaban. Sentí vértigo. El hambre. Vi un río, más abajo. Bebí largos tragos helados, disfrutando del desayuno más puro del mundo.
Arranqué el coche nuevamente y salí hacia el lugar de la cita. Me aposté al pie del aljibe y dejé que el motor roncara, una vez más. Una hora y tres cigarrillos se consumieron. Ni aduaneros ni granjeros curiosos a la vista. Pero reflexiones, a espuertas.
Todo se agolpaba en mi cabeza. La culpabilidad de Sylvie Simonis. La doble identidad de Sarrazin-Longhini. El asesinato de Sylvie. La aparición de un crimen idéntico en suelo italiano, firmado por una culpable que había confesado. Y ahora esos asesinos… Un auténtico caos donde cada respuesta planteaba una nueva pregunta.
Un detalle me llamó la atención. En un impulso repentino, marqué el número de Marilyne Rosarías, directora de la fundación Bienfaisance. Ocho menos cuarto. La filipina debía de salir de sus oraciones matinales.
—¿Quién habla?
Desconfianza y hostilidad, un manojo de nervios.
—Mathieu Durey —dije aclarándome la voz—. El madero. El especialista.
—Menuda voz. ¿Sigue todavía por aquí?
—Tuve que marcharme. Usted no me lo contó todo la última vez.
—¿Me acusa de mentirle?
—Por omisión. No me dijo que Sylvie Simonis había ido a buscar consuelo en Bienfaisance después de la muerte de su hija en 1988.
—Tenemos la obligación de respetar la intimidad.
—¿Cuánto tiempo permaneció en la fundación?
—Tres meses. Venía por la noche. Por la mañana se iba a su trabajo.
—¿En Suiza?
—¿Qué es lo que busca aún?
De pronto, una convicción: Marilyne estaba al corriente del infanticidio. Fuera porque había escuchado las confidencias de Sylvie o porque había adivinado la verdad. Tanteé el terreno.
—Quizá Sylvie trataba de olvidar sus faltas.
Silencio. Cuando Marilyne volvió a tomar la palabra, su voz era más grave.