Esclavos de la oscuridad (34 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaca, Thriller

BOOK: Esclavos de la oscuridad
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—¿Es usted de la familia?

Planté mi identificación sobre el mostrador.

—Sí, de la gran familia.

Al dirigirme hacia los ascensores eché una mirada a la izquierda, hacia la máquina expendedora de bebidas. Al lado había una cabina telefónica. Desde allí el asesino había llamado a Sylvie Simonis la tarde del crimen. Traté de imaginar la silueta detrás de los cristales sucios de la cabina. No vi nada. Imposible hacerme una idea del criminal. Imposible concebirlo como un ser humano.

Subí la escalera. Segundo piso. Las familias esperaban en el pasillo. Caminé hasta la habitación 238 y giré el pomo.

—¿Qué hace?

Un hombre con bata blanca estaba detrás de mí. Con voz autoritaria añadió:

—Soy el médico de guardia. ¿Es usted un familiar?

Volví a sacar la identificación. Esta vez hizo mucho menos efecto que en la planta baja.

—No puede entrar. Se acabó.

—¿Quiere decir que…?

—Es cuestión de horas.

—Es imprescindible que lo vea.

—Le digo que se acabó. ¿Está claro?

—Escuche, aunque solo me diga algunas palabras, es de vital importancia para mí. Quizá Jean-Pierre Lamberton posee la clave de una investigación. Una investigación criminal que dirigió en su momento.

El matasanos pareció dudar. Dio media vuelta y abrió la puerta lentamente.

—Solo unos minutos —dijo, deteniéndose en el umbral—. Es un moribundo. El cáncer está por todas partes. Esta noche, el hígado ha estallado. La sangre está infectada.

Se apartó y me dejó entrar. Las persianas bajadas, la habitación vacía; ni flores, ni sillón, ni nada. Solo la cama cromada y los instrumentos de constantes vitales ocupaban el espacio. Unas bolsas de plástico pendían, envueltas en cintas adhesivas blancas. El médico siguió mi mirada.

—Las bolsas de transfusión —murmuró—. Hemos tenido que ocultarlas. No soporta la vista de la sangre.

Avancé en la oscuridad. Detrás de mí, el especialista repitió:

—Cinco minutos. Ni un segundo más. Lo espero fuera.

Cerró la puerta. Me acerqué. Bajo la maraña de tubos y cables, yacía un hombre, débilmente iluminado por las luces intermitentes de los monitores. La cabeza se dibujaba sobre la superficie blanda de la almohada. Parecía flotar, negra, desprendida. Los brazos eran solo dos huesos, mientras que el vientre, bajo la sábana, estaba hinchado como el de una mujer embarazada.

Me acerqué un poco más. En el silencio de la habitación, una bolsa de goma chasqueaba y luego se soltaba en un largo ruido de espiración. Me agaché para observar aquella cabeza negra. No solo estaba calva sino absolutamente lampiña. Una cabeza arrasada, abrasada, quemada por la radiación. Las facciones habían sido sustituidas por los músculos y las fibras que estiraban la piel creando un relieve atroz.

Solo estaba a unos centímetros; comprendí por qué esa cabeza parecía colocada sobre la cama, desprendida del torso. Un vendaje envolvía la garganta y se confundía con la almohada, creando la ilusión de una cabeza cortada. Chopard había mencionado un cáncer de garganta o de la tiroides, ya no lo recordaba. Era imposible interrogar a un hombre en ese estado, aun suponiendo que, a pesar de la morfina, estuviera todavía en su juicio. No debía poseer ni tráquea, ni laringe ni cuerdas vocales.

Di un salto hacia atrás.

Los ojos acababan de abrirse.

Las pupilas estaban fijas pero expresaban una atención extrema. El brazo derecho se alzó y señaló un casco de audio colgado del equipo de cuidados intensivos. Un cable unía el objeto a la venda de la garganta. Un sistema de amplificación. Me coloqué los auriculares en las orejas.

—He aquí al buen caballero… en busca de la verdad…

La voz resonaba en mis auriculares pero los labios del rostro no se movían. El hombre hablaba directamente desde sus entrañas. El timbre también estaba quemado.

—El policía que todos esperábamos…

Me quedé estupefacto al oír sus palabras. Lamberton había olido al poli. Y, en el umbral de la muerte, me tomaba el pelo. Le pregunté en voz baja:

—Soy de la Criminal de París. ¿Qué puede decirme del asesinato de Manon?

—El nombre del culpable.

—¿El asesino de Manon?

Lamberton cerró los párpados en un signo afirmativo.

—¿QUIÉN?

Los labios cerrados pronunciaron:

—La madre.

—¿Sylvie?

—La madre. Ella mató a su hija.

La penumbra empezó a palpitar. Un escalofrío cruzó mi rostro, raspándolo como si fuera papel de lija.

—¿Usted siempre lo supo?

—No.

—¿Desde cuándo lo sabe?

—Ayer.

—¿Ayer? ¿Cómo ha podido enterarse de algo estando aquí?

La sonrisa se amplió. Los músculos y los nervios dibujaban ríos oscuros.

—Ella ha venido a verme.

—¿Quién?

—La enfermera… La que testificó en el caso.

Los engranajes de mi mente se activaron. Jean-Pierre Lamberton hablaba de la coartada de Sylvie Simonis. Ella había quedado fuera de toda sospecha porque, en el momento del asesinato, estaba siendo atendida allí mismo, en el hospital. El horrible ventrílocuo repetía:

—Ha venido a verme. Me lo ha confesado todo. Sigue trabajando aquí.

Supuse la historia. Por alguna razón, en aquella época una enfermera había mentido. Al enterarse de que Lamberton estaba ingresado allí, condenado, se había confesado a él.

—Katsafian. Nathalie Katsafian. Ve a verla.

—Thomas Longhini —murmuré—. ¿Bajo qué nombre se esconde?

Ningún sonido resonó en mi casco. Maquinalmente, di golpecitos a los auriculares. La entrevista había terminado. Lamberton se había vuelto hacia la ventana. Iba a irme cuando la voz volvió a carraspear.

—Espera.

Me quedé petrificado. Sus ojos volvían a mirarme fijamente. Dos canicas negras con contorno amarillento que habían sobrevivido a todas las radiaciones, a todas las destrucciones.

—¿Fumas?

Palpé mis bolsillos y saqué un paquete de Camel. El cuello de mi camisa estaba empapado de sudor. El moribundo murmuró:

—Fúmate uno… Para mí…

Encendí uno y exhalé el humo sobre el rostro calcinado. Pensé en un fragmento de meteorito, una concreción de cenizas. De alguna manera, yo volvía a alumbrar su memoria del fuego.

Lamberton cerró los ojos. La palabra «expresión» ya no podía aplicarse a semejante rostro, pero el entrelazado de sus músculos expresaba una especie de goce. Las volutas azuladas planeaban sobre el cuerpo y mi mente latía lentamente. Bam, bam, bam… Tomé conciencia de que la mirada amarilla se fijaba otra vez en mí.

—No es el cigarrillo del condenado. ¡Es el condenado del cigarrillo!

Una risa aterradora resonó en mis auriculares.

—Gracias, chaval.

Me arranqué el casco, aplasté el Camel en el suelo y le apreté el brazo con afecto. La misa había terminado.

47

Salí de la habitación con los nervios cargados a mil voltios. El médico me esperaba. Le pregunté dónde podía encontrar a Nathalie Katsafian. Golpe de suerte; ese domingo trabajaba en la planta inferior.

Bajé corriendo la escalera y en el pasillo me encontré cara a cara con una mujer con delantal tipo casulla y pantalón blanco de algodón. Cuarentena mal llevada, sin encanto, con una expresión de firmeza bajo la sombra de una mecha rubio ceniza.

—¿Nathalie Katsafian?

—Soy yo.

La tomé por el brazo.

—¿Qué hace?

Vi una puerta que decía: reservada al personal. La abrí y empujé a la enfermera dentro.

—¿Está loco?

Volví a cerrar la puerta con el codo, accionando al mismo tiempo el interruptor. Los fluorescentes se encendieron. Paredes cubiertas de sábanas dobladas, batas ordenadas: la lavandería.

—Usted y yo deberíamos calmarnos.

—¡Déjeme salir!

—Solo una breve conversación.

La mujer trató de esquivarme. La empujé y le planté mi identificación en la cara.

—Brigada Criminal. Sabe por qué estoy aquí, ¿verdad?

La enfermera no respondió. Los ojos se le salían de las órbitas.

—Manon Simonis. Noviembre de 1988. ¿Por qué mintió?

Nathalie Katsafian se derrumbó. Su rostro se quedó exangüe, más blanco que las telas que nos rodeaban. Puse una rodilla en el suelo y la levanté, apoyándola contra la pila de sábanas.

—Le repetiré la pregunta: ¿por qué mintió en 1988?

—¿Usted… usted investiga el asesinato de Manon?

—Conteste a mi pregunta.

Se pasó la mano por los cabellos. Una expresión de pavor la desfiguraba.

—Tuve… tuve miedo. Tenía veinticinco años. Cuando los gendarmes vinieron al hospital, me preguntaron si Sylvie Simonis estaba en su habitación el día anterior, a las cinco de la tarde. Respondí que sí.

—¿Y no era cierto?

—En realidad, no estaba segura.

—¿Por qué no lo dijo?

Se tomó tiempo para tragar saliva. El miedo se había transformado en una expresión de sorda resignación. Como si hubiera esperado durante catorce años ese momento de la verdad.

—Yo estaba aquí de prácticas. La enfermera jefe era muy estricta en cuanto al reglamento. Las cinco era la hora en la que se tomaban las temperaturas. Se supone que se toma personalmente y luego se apunta en el registro.

—¿Y en la práctica se hace así?

—No. Se pasa más tarde; los pacientes ya se la han tomado. Basta con mirar el termómetro de la mesilla de noche y anotar la cifra.

—Entonces, ¿el enfermo puede haberse ausentado de la habitación?

—Sí.

—¿Y eso fue lo que sucedió con Sylvie Simonis?

—Creo que sí.

—¿Sí o no? —grité.

—Sí. Cuando pasé, ella no estaba. Apunté la cifra y salí.

—¿Sabe cuánto tiempo duró su ausencia?

—No. Ella tenía libertad de movimiento. Estaba sola en su habitación. Podía desaparecer varias horas. Nadie se habría dado cuenta.

Me callé. La coartada de Sylvie Simonis ya no existía. La enfermera trató de justificarse.

—Mentí, pero en aquel momento no era grave. Nadie sospechaba de ella. Acababa de pasar algo horrible. Ella era la víctima, ¿comprende?

—Usted sabe algo más.

—Yo… —Se palpó el rostro con la punta de los dedos, como si hubiera recibido unos golpes—. De hecho, fue más tarde. Dos meses más tarde. Cuando se hizo la reconstrucción.

—¿Con Patrick Cazeviel?

Asintió con la cabeza.

—Los periódicos hablaban de un pozo en la planta depuradora. Y también de una reja oxidada que no estaba en su sitio. Eso me recordó un detalle. La tarde del asesinato, cuando los gendarmes se lo dijeron a Sylvie, ella hizo la maleta. Los médicos la habían autorizado a salir. La ayudé. Su gabardina… tenía huellas de herrumbre.

—¿Ese detalle le sorprendió?

—Las manchas eran extrañas. Como una trama, ¿sabe? Y parecían… recientes. Cuando leí el artículo, me acordé de la reja y comprendí.

—¿Por qué no dijo nada en ese momento?

—Ya era tarde. Y yo… no podía creer algo tan horrible.

Seguí en silencio. Nathalie Katsafian continuó:

—También había otra cosa. En la misma época, había oído a los médicos conversando entre ellos, sobre el quiste que tenía Sylvie. Un quiste en el ovario. Hablaban de una película estadounidense en la que una chica se provocaba voluntariamente el quiste tomando estrógenos. Yo… En fin, me dije que Sylvie podía haber hecho lo mismo. Y maquinarlo todo.

—¿Tiene algún indicio?

—Sí. En el cuarto de baño me llamó la atención un detalle. Había medicamentos.

—¿Estrógenos?

—No lo sé.

—¿Adónde quiere llegar?

—El envase… No contenía el medicamento indicado en la caja.

—¿Eran hormonas o no?

—¡No lo sé!

Nathalie Katsafian se desmoronó entre sollozos. El testimonio de esta mujer habría bastado para meter a Sylvie Simonis veinte años entre rejas, o en un psiquiátrico, sección psicóticos graves. Sentí que me volvía gris, literalmente. Mis órganos se transformaban en tierra, mi boca se llenaba de ceniza.

Sylvie Simonis se perfilaba como una madre infanticida. Era el mismo mosaico, constituido por las mismas piezas pero que trazaba otro retrato. Una Medea más verdadera que la original.

Coloqué mis manos sobre los hombros de la mujer y murmuré una oración. Con toda mi alma, supliqué a Nuestro Señor que le otorgara el reposo, una vida sin remordimientos. Me puse de pie y cogí el pomo de la puerta; de repente, una idea vino a mi mente.

Busqué en mi chaqueta y saqué la fotografía de Luc. La enfermera la miró. Sus sollozos aumentaron.

—Oh, Dios mío.

—¿Lo conoce?

—Sí, vino a interrogarme.

El golpe me dio en el plexo solar. Era la primera vez que alguien reconocía a Luc en esa jodida ciudad.

—¿Cuándo exactamente?

—No lo sé. Este verano. Creo que en julio.

—¿La interrogó sobre Sylvie Simonis?

—Sí… Bueno, no. Sabía más que usted. Buscaba una confirmación. Había adivinado que la coartada del hospital no se tenía en pie. Decía que ya había sucedido en un caso célebre. Francis Heaulme, creo.

Exacto. En mayo de 1989, Francis Heaulme había sido declarado inocente del crimen de una quincuagenaria cerca de Brest. En ese momento, supuestamente se encontraba en el centro hospitalario Laennec de Quimper. Así lo certificaba la lectura de su temperatura. Más tarde, la coartada se desmoronó. Una voz interior me dijo: «Luc es mejor madero que tú».

—¿Qué le contó?

—Lo mismo que a usted.

Abrí la puerta y me eclipsé.

Una sola idea repicaba en mi cabeza.

Luc Soubeyras había encontrado a su diablo en Sartuis.

Y ese diablo se llamaba Sylvie Simonis.

48

Registré todos los relojes.

Palpé, les di la vuelta, ausculté cada peana, cada mecanismo. Cajas decoradas, cuadrantes rodeados de oro, relojes de arena de madera barnizada. Ni la sombra de una trampa, de un panel deslizable. Había decidido volver a la Casa de los Relojes y registrarla de arriba abajo. No descuidar ni un milímetro del habitáculo. Si Sylvie Simonis había venerado al demonio allí, ese culto habría dejado huellas.

Al colocar el último reloj sobre el estante, debí rendirme a la evidencia. La pesca había sido nula. Barrí el espacio con la mirada. Me paré frente a la mesa de trabajo, estudié cada instrumento, giré el tablero, escudriñé las patas. Nada. Observé los listones del parquet, la superficie de las paredes. Nada. Ningún panel que se abriera; ningún sonido hueco.

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