Las paredes estaban pintadas de azul malva, con incrustaciones de estrellas fluorescentes; unas columnas sostenían un cielo raso que parecía hundido y estirado por algún peso. Entornando los ojos pude ver que de él pendían redes de pesca. En las puertas de París, a varios metros bajo tierra, se había creado una taberna marinera. Sobre las mesas, cubiertas con manteles de cuadros, había faroles antiguos, de barco. Al menos eso es lo que me parecía adivinar, porque el espacio estaba abarrotado por una marea humana que danzaba bajo las redes. Pensé en una pesca milagrosa de cráneos negros, de largas túnicas africanas, de vestidos tubo satinados.
Me abrí paso entre la jauría, buscando a Claude.
En el fondo, sobre un escenario en el que se proyectaban haces de luces rosas y verdes, un grupo cimbreaba, marcando un ritmo de acordes repetitivos, obsesivos. Era verdadera música africana, alegre, refinada, primitiva. Un destello iluminó a un guitarrista que giraba la cabeza como en torno a un eje; a su lado, un negro daba la espalda al público mientras arrancaba alaridos a su saxo. Aquí ya no era cuestión de R&B ni de zouk antillés. Esa música anulaba los sentidos, sacudía las entrañas, se subía a la cabeza como un encantamiento vudú.
Las parejas bailaban con sutil lentitud. Bañado en sudor seguí avanzando, como en el fondo de un denso estanque. Al pasar, localizaba rostros conocidos: los que en vano había buscado en otros lugares. El mánager de Femi Kuti, el hijo del presidente del Congo belga, diplomáticos, futbolistas, locutores de radio… Todos reunidos allí, sin distinción de raza o nacionalidad.
Por fin, Claude al fondo de un reservado, sentado a una mesa con otros tíos. Al acercarme, distinguí mejor el careto ambiguo de mi soplón. Una nariz achatada que le comía toda la cara, un ceño fruncido, que poblaba de arrugas la frente en un gesto de inquietud, y unos grandes ojos intranquilos que permanentemente parecían gritar: «¡Soy inocente!». Alzó los brazos.
—¡Mat! ¡Mi amigo
tubab
! ¡Ven a sentarte con nosotros!
Me instalé saludando con la cabeza a los demás ocupantes de la mesa. Solo tipos bien plantados —gigantes, seguramente del Zaire— y colosos más robustos, del Congo francés. Me saludaron sin gran efusividad. Todos habían olido al madero. En señal de paz, cerré el abrigo cubriendo el arma.
—¿Tomas algo?
Asentí, sin quitar los ojos de encima al resto de los comensales. Un canuto iba de mano en mano; el humo planeaba sobre las cabezas formando briznas azuladas. Me encontré con un whisky en la mano.
—¿Conoces el cuento de Mamadou?
Sin esperar respuesta, Claude dio una calada al canuto y empezó:
—Una muchacha blanca va a casarse. Le presenta el novio a su padre. Mamadou, un negro de un metro noventa. El padre pone cara de asco. Le tira de la lengua al novio. Le pregunta por su trabajo, sus deudas, sus ingresos. El negro lo tiene todo en orden. El padre no puede más. Finalmente, le dice: «¡Quiero que mi hija sea feliz en la cama! ¡Solo se la daré a un hombre que la tenga de treinta centímetros!». Y el negro contesta, con una amplia sonrisa: «Ningún problema, jefe. Cuando Mamadou ama, Mamadou corta».
Claude soltó una carcajada mientras le pasaba el canuto a su vecino. Hice como que sonreía y bebí un trago de whisky. Había escuchado ese chiste una decena de veces. Para manifestar su alegría, Claude me palmeó la espalda y luego abrió su teléfono móvil; las luces de la pantalla se proyectaban sobre su rostro, coloreando el blanco de sus ojos. Cerró la tapa y preguntó:
—¿Qué te trae por aquí,
tubab
?
—Larfaoui.
La risa de Claude se apagó.
—Jefe, no nos agües la fiesta.
—Cuando se lo cargaron, el cabileño no estaba solo. Busco a la chica.
Claude no contestó. Una vez más abrió el móvil y leyó un SMS. Sin duda un cliente. Pero su rostro inquieto no expresó nada. Era imposible adivinar si la llamada era importante o no. Cerró el teléfono.
—¿Dónde está? —pregunté después de vaciar la copa—. ¿Dónde está la puta?
—No sé nada,
tubab
. Palabra. No sé nada de ese asunto.
—¿No eras tú el proveedor de Larfaoui?
—No tenía el tipo de artículos que le interesaban.
Lo interrogué, temiéndome lo peor.
—¿Con qué se empalmaba?
—Jovencitas. Para Larfaoui, pasados los catorce ya eras una anciana.
Casi me sentí aliviado. Esperaba que me hablara de animales o de comer mierda con cucharilla. Pero también era una mala noticia. El asunto viraba hacia otro mundo: el de los anglófonos. Solo esas regiones exportaban menores. En un país en guerra como Liberia o superpoblado como Nigeria, todo era posible cuando se trataba de ganar algunas divisas. Conocía mal ese ambiente, completamente cerrado. Las putas vivían en autarquía, no hablaban ni una palabra de francés y, a menudo, ni siquiera inglés.
—¿Quién era su proveedor?
—No conozco esas redes.
Haciendo girar el vaso entre mis manos, observé a los demás negros. Mi abrigo se había abierto dejando ver la culata del 9 mm. El canuto seguía pasando de mano en mano.
—Mi querido Claude, algo me dice que te aguaré la fiesta.
El negro sudaba la gota gorda. Los proyectores de la pista reflejaban un chisporroteo coloreado sobre su rostro. Detuvo mi gesto circular cogiéndome la muñeca.
—Ve a ver a Foxy. Ella puede darte un soplo.
La prostitución africana tiene una particularidad: los proxenetas no son hombres, sino mujeres: las
mammas
. Normalmente se trata de putas viejas, que han subido en el escalafón. Mujeres enormes, insensibles, con rostros escarificados, que no salen nunca de su casa. Me había encontrado con Foxy una o dos veces. Procedía de Ghana. La alcahueta más poderosa de París.
—¿Dónde para ahora?
—56, rue Myrrha. Escalera A. Tercer piso.
Me levanté pero Claude me detuvo.
—Ándate con cuidado. Foxy es una mala bruja. Una devoradora de almas. ¡Mmuuuuy peligrosa!
Las alcahuetas africanas no retienen a sus chicas utilizando la violencia, sino la magia. En caso de desobediencia, las amenazan con echar un maleficio a sus familias en África o a ellas mismas. Las
mammas
siempre guardan trozos de uñas, vello púbico o lencería manchada pertenecientes a sus chicas. Para ellas, una amenaza semejante es más aterradora que cualquier maltrato físico.
De repente, pensé en la expresión de algunas máscaras africanas, con los ojos bordeados de rojo. La música, el calor, los efluvios de hierba se mezclaban en mi cabeza. Las estridencias del saxo empezaban a parecerse a los rasgueos de los machetes en la carretera, a los silbidos de los hutus sedientos de sangre.
Iba a perder el equilibrio cuando unos bailarines retrocedieron hacia el reservado y me empujaron contra la mesa. El whisky salió despedido de los vasos. Claude se quemó con el petardo.
—¡Joder!
Con la manga empapada en alcohol, me volví hacia la pista; los hombres y las mujeres se apartaban como si una serpiente hubiera caído desde las redes. Me erguí sobre la punta de mis pies y vi, en el centro, a un negro en el suelo, sacudido por convulsiones. Con los ojos en blanco y los labios llenos de espuma. El hombre necesitaba que lo llevaran a urgencias, pero nadie se le acercaba.
La música continuaba. Se limitaba a un martilleo de pieles y a los desgarramientos del cobre. Los bailarines volvieron a sus giros, evitando rozar al tipo en trance; los demás batían palmas como si quisieran expulsar el mal del cuerpo del poseso. Me abrí paso a codazos para socorrerlo, pero Claude me detuvo.
—Déjalo,
tubab
. Ya se calmará. Es un gabonés. Esos tíos no saben comportarse.
—¿Un gabonés?
Los gaboneses parisienses constituían un colectivo tranquilo. El país de Omar Bongo era rico en petróleo y sus residentes solían ser estudiantes correctos y discretos. Nada que ver con los congoleños o los marfileños.
—Ha bebido un producto local. Un hierbajo de su país.
—¿Una droga?
Claude sonrió, con los ojos entornados. Ya se llevaban al alucinado, tieso como el tronco de un árbol.
—Pues parece muy eficaz —comenté.
Claude se rió, inclinando la cabeza hacia atrás.
—¡En materia de colocones, los negros sabemos hacer bien las cosas!
Rue Myrrha, cinco de la mañana
Los servicios municipales limpiaban la acera echando grandes chorros de agua mientras que un furgón policial patrullaba lentamente. Bajo los portales, algunas prostitutas hacían el amor con las sombras, esperando el día para desaparecer.
Aquí se encontraba el lado deteriorado del barrio africano de París. Por más que hubieran abierto una comisaría en la rue de la Goutte-d’Or, una tienda de Virgin en el boulevard Barbès y por más que se hubiera renovado la mayor parte de los edificios, la rue Myrrha seguía teniendo un aspecto lamentable. Un viejo aire destartalado y a la vez amenazador.
Delante del 56, utilicé mi llave maestra, la de los carteros, y abrí la cerradura. Buzones destrozados, construcciones vetustas, letras de escaleras pintadas sobre las paredes. No exactamente una vivienda de okupas, pero sí un bloque dejado de la mano de Dios, listo para el asalto inmobiliario. Localicé la letra «A» y penetré en el interior.
Cada piso daba o bien a un montón de escombros o bien a un pasillo tapiado con tablones En el tercero, pasé por debajo de los cables eléctricos que colgaban del techo. Todo parecía dormir; hasta los olores.
Un negro gigantesco dormitaba sobre una silla. A guisa de salvoconducto, saqué una vez más mi identificación. Alzó las cejas como si le faltara una parte del mensaje. Murmuré «Foxy». Se irguió, apartando una manta piojosa que hacía las veces de puerta, y me precedió en otra cueva.
Dos piezas; cada una daba a un lado del pasillo. Un dormitorio común a la izquierda y otro a la derecha; sobre las esteras reposaban amazonas arrebujadas; la ropa interior se secaba a lo largo de las habitaciones. El olor despertaba como cuando se frota una hoja de menta, mezcla de especias, sudor, polvo y ese perfume característico de los trópicos: mijo tostado, carbón de madera, frutas podridas.
Otro marco de puerta, otra cortina. El coloso hizo ademán de golpear el marco. Le detuve.
—It’s O.K
.
Antes de que pudiera reaccionar, yo ya me había escabullido bajo la colgadura.
La alucinación nocturna continuaba. Las paredes estaban tapizadas con tejidos oscuros a rayas plateadas; unas velas, unos cuencos de aceite, unas varillas de incienso quemaban sobre el parquet; encima de los baúles pintados a mano y dispuestos a lo largo de los muros descansaban objetos tradicionales: matamoscas de crin de caballo, abanicos de plumas, estatuillas votivas, máscaras. Por todas partes se alineaban frascos, tarros, botellas de Coca-Cola, cerrados con corcho o con cinta adhesiva. Biombos, tapices colgados segmentaban la habitación y multiplicaban las sombras vacilantes, que se sumaban al caos general.
—
Hi, Match, good to see you again
.
La voz gruesa, inimitable. Me sorprendió y me halagó que Foxy se acordara de mí. Dejé atrás el panel que la ocultaba. Estaba flanqueada por otras dos brujas. A su izquierda, una especie de largo junco de rostro claro, con el pelo trenzado en rastas doradas que le daban el aspecto de una esfinge. A su derecha, una gorda rolliza de piel muy negra. Su amplia sonrisa revelaba unos dientes grandes y separados. Las tres estaban sentadas sobre esteras, con las piernas cruzadas.
Me acerqué. Foxy estaba envuelta en una túnica africana escarlata que parecía un telón de ópera. Su rostro, atravesado por escarificaciones, estaba envuelto en un pañuelo del mismo color. Al verla, me acordé de una teoría de ciertos farmacólogos, según la cual el organismo de los «expertos en calderos» se había modificado. A fuerza de ingerir sustancias, brujas y brujos eran capaces de desprender, a través del aliento o de los poros de la piel, venenos, sustancias alucinógenas. Seguí en inglés:
—¿Te molesto, mi reina? ¿Estás ocupada?
—
Honey
, eso depende de qué te traiga por aquí.
Hablaba alargando las palabras, con voz perezosa. Bajaba los párpados mientras machacaba polvos en un cuenco de madera con sus manos extrañamente delgadas. Encendió una rama gris.
—Es para mis chicas. Purifico la noche. Noche de vicio, noche de mancillamiento.
—¿Quién tiene la culpa?
—Hummm… Ellas tienen que pagar sus deudas, Mat, lo sabes muy bien. Deudas enormes…
Colocó la rama incandescente entre los listones del parquet.
—¿Sigues siendo cristiano?
Mi garganta estaba seca. Abrasada por el alcohol, los cigarrillos y ahora por la atmósfera de esa cloaca. Me aflojé la corbata.
—Como siempre.
—Tú y yo nos entendemos.
—No, no estamos del mismo lado.
Foxy suspiró; las otras dos mujeres la imitaron.
—Siempre con los mismos antagonismos…
Dentuda dijo en inglés, irónica:
—El creyente reza, el brujo manipula.
Rastas prosiguió en el mismo idioma:
—El cristiano venera el bien, el brujo venera el mal.
Foxy cogió una vasija roja en la que flotaba una cosa horrible: un mono o un feto.
—
Honey
, el bien, el mal, la oración, el control, todo eso viene después.
—¿Después de qué?
—Del poder. Es lo único que cuenta. La energía.
Ahora sostenía una especie de escalpelo con hoja de obsidiana. Con un golpe seco, partió el cráneo de la criatura en el fondo de la vasija.
—A partir de ahí lo que cada uno haga es un asunto personal.
—Para el cristiano, lo único importante es la salvación.
Foxy se echó a reír.
—Eres un sol. ¿Qué quieres? ¿Buscas una chica?
—Investigo el asesinato de Massine Larfaoui.
Las tres brujas repitieron al unísono:
—Investiga un asesinato.
Foxy colocó el fragmento de cráneo en el cuenco de madera y empezó a machacar otra vez.
—Antes dime por qué te interesa ese asesinato. No es tu brigada la que lo investiga.
Foxy no poseía dotes de adivina. Era simplemente una informadora que tenía contactos en la DPJ de Louis-Blanc, en la BRP y hasta en la Brigada de Estupas.
—Esta investigación la llevaba un amigo. Un gran amigo.