—¿Ha muerto?
—Intentó suicidarse pero ha sobrevivido. Está en coma.
Hizo una mueca.
—Mal asunto. Doblemente malo. Suicidio y coma. Tu amigo flota entre dos mundos: el
m’fa
y el
arun
.
Foxy pertenecía a los yoruba, un numeroso grupo étnico que ocupa el golfo de Benin, cuna de la cultura vudú. Yo había estudiado ese culto. El
m’fa
es el «zócalo» y representa el mundo visible. El
arun
es el mundo superior de los dioses. Me arriesgué:
—¿Quieres decir que flota en el
m’dolí
?
El
m’dolí
es el puente entre los dos mundos, una pasarela donde se activan los espíritus, el territorio de la magia. La bruja me dedicó una amplia sonrisa.
—
Honey
, contigo sí que se puede hablar. No sé dónde se encuentra tu amigo, pero su alma está en peligro. No está ni muerto ni vivo. Su alma flota: es el momento ideal para robársela. Pero sigues sin contestarme, cariño. ¿Por qué te interesa esa investigación?
—Quiero comprender el acto de mi amigo.
—¿Y qué tiene eso que ver con Larfaoui?
—Investigaba su asesinato. Tal vez ha tenido algo que ver con su… caída.
—¿También es cristiano?
—Como yo. Crecimos juntos. Hemos rezado juntos.
—¿Y por qué sabría yo algo de esa historia?
—A Larfaoui le gustaban las mujeres negras.
Ella soltó una carcajada, secundada por las otras dos.
—¡Y que lo digas!
—Y tú se las conseguías.
Frunció el ceño.
—¿Quién te ha dicho eso? ¿Claude?
—Qué más da.
—¿Crees que sé algo sobre su muerte porque le presentaba a algunas chicas?
—Larfaoui fue asesinado el 8 de septiembre. Era un sábado. Larfaoui tenía sus costumbres. Cada sábado invitaba a una chica a su casa en Aulnay. Una de tus chicas. Se lo cargaron cerca de la medianoche. No estaba solo, de eso estoy seguro. Nadie ha hablado de otro cuerpo. Por lo tanto, la chica consiguió escapar y, en mi opinión, sabe algo.
Hice una pausa. Tenía la garganta más seca que un cortafuego.
—Creo que conoces a esa chica. Creo que la escondes.
—Siéntate. Toma un té caliente.
Me senté sobre la estera con las piernas cruzadas. Ella dejó a un lado la inmunda vasija y cogió una tetera azul. Servía el té al estilo tuareg, levantando bien el brazo. Foxy me ofreció el brebaje en un vaso Duralex.
—¿Y por qué te lo diría?
No contesté de inmediato. Finalmente, opté una vez más por la sinceridad.
—Foxy, estoy en un túnel. No sé nada. Y oficialmente no me encargo de este caso. Pero mi colega está entre la vida y la muerte. ¡Quiero comprender por qué se hundió! ¡Quiero saber en qué trabajaba y qué verdad descubrió de repente! Todo lo que me digas quedará entre nosotros. Te lo juro. Dime, ¿había una chica o no?
—Esta noche no la olvidaremos ni tú ni yo.
—No la olvidaré, pero ya no estoy en la BRP.
—Estás en la Criminal, mi amor, y eso es mucho mejor.
Estaba pactando con el diablo. Ya me veía al cabo de un mes, echando tierra sobre un caso de homicidio por petición de la hechicera. Foxy tenía buena memoria.
—La recordaremos, ¿verdad? —repitió.
—Te doy mi palabra. ¿Había una chica aquella noche?
Foxy se tomó tiempo para beber un sorbo de té; luego colocó la taza sobre el parquet.
—Había una chica.
La atmósfera pareció calmarse, sentí una liberación. Y al mismo tiempo una nueva crispación. Mis venas, mis arterias se contraían, la pesadilla no hacía más que empezar.
—Tengo que verla. Tengo que interrogarla.
—Imposible.
—Foxy, tienes mi palabra, yo…
—Ha desaparecido.
—¿Cuándo?
—Una semana después de la noche en cuestión.
—Cuéntame.
Hizo chasquear la lengua y me taladró con la mirada. Sus ojos estaban clavados en los míos.
—Aquella noche, cuando regresó, estaba aterrorizada.
—¿Vio al asesino?
—No vio nada. Cuando se cargaron a Larfaoui ella estaba en el baño. Salió por la ventana y subió al tejado del chalet. Decía que el asesino no la había visto. Pero siete días más tarde desapareció.
—¿Quién se encargó de ella?
—¿Tú qué crees? El tío la ha buscado y la ha encontrado.
Otro indicio: el mercenario no solo utilizaba un arma automática sino que era capaz de introducirse subrepticiamente en la comunidad africana anglófona. ¿Un veterano de Liberia? Le tendí mi vaso vacío.
—¿No tienes algo más fuerte?
—Foxy tiene todo lo que haga falta.
Sin descruzar las piernas giró el torso. Una botella apareció entre sus manos ganchudas. Llenó mi vaso con un líquido transparente que tenía la consistencia del aceite. Tomé un breve sorbo, con la impresión de beber éter, y le pregunté con voz ronca:
—¿Era una cría?
—Se llamaba Gina. Tenía quince años.
—¿Estás segura de que no vio nada?
La devoradora de almas alzó los ojos hacia el techo, repentinamente pensativa. Una tristeza teatral apareció en sus rasgos. Suspiró con los ojos húmedos.
—Pobre chiquilla…
Bebí otro sorbo y grité:
—¡Joder! ¿Vio algo o no?
Sus ojos se posaron sobre mí. Sus labios se abrieron con indolencia.
—Cuando estaba en el tejado vio salir a un hombre.
—¿Cómo era? ¿Grande? ¿Pequeño? ¿Robusto?
—Un hombre alto. Muy alto y delgado.
—¿Cómo iba vestido?
Foxy se sirvió a su vez un vaso de aquel matarratas y se mojó los labios.
—Tú y yo estamos de acuerdo, ¿verdad? Esta noche quedas en deuda conmigo.
—De acuerdo, Foxy. Habla.
Bebió una vez más y luego dijo con una voz sepulcral:
—Llevaba un abrigo negro y cuello blanco.
—¿Un cuello blanco?
—
Man
, Gina dijo que era un sacerdote.
Poco faltó para que olvidara la misa de Luc.
Siete de la mañana
Tenía el tiempo justo para pasar por mi casa, ducharme y cambiarme de ropa. Apestaba a trópico y a brujería. Mientras conducía traté de recapitular.
Los elementos eran disparatados, fraccionados, sin el menor vínculo entre sí. Un suicidio protegido por san Miguel Arcángel. Una iconografía del diablo. Una asociación que organizaba peregrinaciones a Lourdes. Escapadas a la región del Jura, supuestamente adúlteras. Una frase enigmática: «He encontrado la garganta». El asesinato de un cervecero traficante.
Y sobre todo, el personaje del clérigo asesino, que batía todos los récords del absurdo. Un tirador con alzacuello, un profesional del gatillo, capaz de introducirse en los ambientes africanos más impenetrables. No tenía sentido, como tampoco lo tenían las sospechas de corrupción que planeaban sobre Luc en tanto que posible móvil del suicidio.
Si todos esos hechos formaban una sola red, era obvio que ya no tenía la clave de acceso, y que estaba lejos de conseguirla.
Nueve de la mañana
Empujé la puerta de la capilla de Sainte-Bernadette con los cabellos todavía húmedos. La iglesia, subterránea, parecía un refugio atómico. Techo bajo, columnas de hormigón, tragaluces de cristal rojo que parecían coagular la escasa luz diurna.
Rocé el agua bendita con la mano, me persigné y luego me escabullí por la izquierda. Allí estaban todos o casi todos. Rara vez había visto a tantos maderos por metro cuadrado. Por supuesto, la Brigada de Estupas en pleno, pero también los jefes de otras brigadas —BRP, Protección de Menores, Antiterrorismo—, peces gordos del ministerio, los comisarios de la DPJ… La mayoría llevaba uniforme negro: galones plateados y hojas de roble, lo que reforzaba aún más el tono marcial de la ceremonia. No era precisamente la reunión íntima que Laure había planeado.
Dudaba que Luc conociera personalmente a todos esos pesos pesados, pero tenían que estar presentes. Mostrar el compromiso de las autoridades, la solidaridad de todos hacia ese «acto desesperado». El prefecto de policía, Jean-Paul Proust, caminaba por la nave central junto a Martine Monteil, directora de la PJ. Los seguía Nathalie Dumayet, elegante con su abrigo oscuro; su cabeza sobrepasando la de los demás.
Semejante desfile me ponía los nervios de punta. Se enterraba a Luc antes de que hubiera exhalado su último suspiro. ¡Esa maldita ceremonia le daría mala suerte! Además, esos maderos constituían la mejor selección de ateos imaginable. No había ni uno solo que creyera en Dios. Luc vomitaría si viera semejante mascarada.
En las primeras filas, a la derecha, vi a los hombres de su equipo. Doudou, con la mirada ansiosa, la cabeza metida en su cazadora roja, Chevillat; tieso como un palo, un mechón sobre el ojo, hundido en su abrigo de piel; Jonca parecía un ángel del infierno, mal afeitado, con los bigotes caídos y los cabellos grasientos bajo una gorra de béisbol. Tres maderos del asfalto, duros, peligrosos, «limítrofes».
La iglesia seguía llenándose de gente; resonaban los murmullos, el siseo de los abrigos. Doudou abandonó su sitio. Lo seguí con la mirada. Fue al encuentro de un hombre que estaba cerca de un confesionario en el extremo derecho. Pequeño, robusto, con los cabellos canos cortados al cepillo. Sus anchos hombros estaban encorsetados en una gabardina tres cuartos, azul oscuro. Parecía que llevara un uniforme invisible, un uniforme que no era policial. De repente lo supe: un sacerdote. Un religioso vestido de civil.
Rodeé la primera fila de bancos y atravesé la nave. Ya estaba a solo diez metros de los dos hombres. En ese instante, Doudou deslizó un objeto en las manos del otro. Una suerte de estuche de lápices de madera barnizada.
Apreté el paso, pero una mano me cogió la manga.
Laure.
—¿Qué haces? Tú te quedas a mi lado.
—Por supuesto —dije sonriendo—. ¿Dónde quieres sentarte?
La seguí, pero eché otro vistazo a los conspiradores. Doudou ya volvía a su sitio. Detrás de una columna, el hombre de azul se persignaba. Estupor. Un signo de la cruz invertido, empezando por abajo como hacen ciertos satanistas, reproduciendo el símbolo del Anticristo. Laure me había hecho una pregunta.
—Perdona, ¿qué decías?
—¿Has elegido el texto?
—¿Qué texto?
—Había previsto que leyeras un fragmento de la Epístola a los Corintios…
Otra mirada a la derecha; el hombre había desaparecido. Mierda. Murmuré:
—No… Si no te importa yo…
—Está bien —dijo Laure en tono seco—. La leeré yo.
—Perdona. Pero no he pegado ojo.
—¿Acaso crees que yo he dormido bien?
Se volvió hacia el altar. Los remordimientos me crispaban el vientre. Era el único cristiano de todos los presentes y ¿no podía leer unas frases? Pero mis interrogantes lo borraban todo: ¿quién era ese hombre? ¿Qué le había entregado Doudou? ¿Por qué se había persignado al revés?
La ceremonia empezó. El sacerdote, vestido con una túnica blanca que llevaba estampado el cordero pascual, abrió los brazos. Un tamil puro. Fosas de la nariz anchas como monedas, ojos negros, húmedos, curiosamente alargados. Con su voz resonando casi como un pitido empezó:
—Queridos hermanos, estamos aquí reunidos…
Sentí de golpe que el cansancio me invadía otra vez. El oficiante hizo una señal explícita. Todo el mundo se sentó. La voz monocorde empezaba a alejarse. El crujido de los papeles me despertó. Todos buscaban en el texto de los cantos del día.
—Ahora cantaremos la tercera alabanza —dijo el sacerdote.
Quedarme dormido en la misa de mi mejor amigo… Eché un vistazo a Doudou. No se había movido.
—Este canto lleva por título «Que tus obras sean bellas». El fragmento empieza por: «Cada hombre es una historia sagrada / el hombre está hecho a imagen de Dios…».
Me produjeron cierta gracia aquellas palabras, teniendo en cuenta que la capilla estaba hasta los topes de maderos agnósticos y desencantados. Sin embargo, el público respondió a coro, en un zumbido vacilante.
—¿Puedo sentarme en tus rodillas?
Amandine, con sus dos trenzas rubias bajo un gorro color chocolate, me tendía su folio.
—No sé leer.
La puse en mis rodillas y entoné: «Cada hombre es una historia…». Aspiré el olor del tejido limpio y del calor infantil. Mis pensamientos se perdieron por senderos difusos, indistintos, en los que Mathieu Durey, madero obsesivo, treinta y cinco años, sin mujer ni hijos, avanzaba hacia la nada.
Treinta minutos más tarde, interrumpidos a menudo por los timbrazos intempestivos de los móviles, el sacerdote, que no tenía demasiada idea de con quién se las veía, soltó un sermón interminable sobre la Eucaristía. Temí lo peor. ¿Iba a ofrecer la comunión a ese atajo de incrédulos? Eché una ojeada a Doudou; empezaba a inquietarse y a mirar desesperadamente hacia la puerta. Evidentemente tenía más prisa que los demás.
Me levanté, senté a Amandine en mi asiento y murmuré a Laure:
—Te espero fuera.
En la avenida de la Porte-de-Vincennes, divisé la moto de Doudou.
Una pieza de colección: una Yamaha 500, modelo trial. Me dirigí hacia el vehículo, sacando el móvil. Marqué el número de información horaria y luego calcé el teléfono entre el asiento de la moto y el guardabarros.
Esperé unos largos cinco minutos hasta que la multitud emergió de la cripta. Puse cara de circunstancias y fui hacia el tropel, buscando a Laure con la mirada. Estaba asediada por una infinidad de saludos y gestos benevolentes. Me deslicé entre los abrigos negros y le murmuré al oído:
—Te llamo luego.
Empecé a irme, pero agarré por la cazadora a Foucault cuando pasé por su lado.
—¿Me prestas tu móvil?
Sin hacer preguntas, me lo pasó. Cerca de su moto, Doudou se puso el casco integral.
—Gracias, te lo devuelvo a mediodía, en el despacho.
—¿A mediodía? Pero…
—Lo siento. Olvidé el mío.
Sin esperar respuesta corrí hacia mi Audi A3, aparcado a cincuenta metros de allí, en el lateral. Giré la llave de contacto mientras Doudou hundía su talón en el pedal. Puse primera mientras marcaba un número que conocía de memoria.
—Soy Durey, de la Brigada Criminal. ¿Quién está de guardia?
—Estreda.
Golpe de suerte: uno de los operadores que mejor conocía.
—Ponme con él.
Doudou desapareció entre la circulación. Salí de la fila y frené antes de meterme en el tráfico. Oí el acento de Estreda.