Marqué nuevamente el número de Foucault. Después de dos tonos contestó.
—¿Foucault? Soy Durey.
—¿Mat? Justamente hablábamos de ti.
—¿Con quién?
—Con mi mujer. Estamos con el crío en el parque André-Citroën.
No podía creerlo. ¡Yo esperando noticias de la investigación desde primera hora de la mañana y ese gilipollas se había ido tranquilamente de paseo! Me tragué la rabia, pensando en Luc, que hacía chantaje a sus hombres para tenerlos sometidos.
—¿No tienes nada nuevo para mí?
—Luc, la noción de domingo, ¿te suena?
—Lo siento mucho.
El madero se partió de risa.
—No, no lo sientes. Y yo tampoco. ¿Llamas por lo de Longhini? Ese chaval es el hombre invisible.
—¿Tienes su nuevo nombre?
—No. La prefectura de Besançon bloquea la información. La Seguridad Social no tiene nada. En cuanto a la identidad judicial, existe un expediente especial.
—¿Qué cuento es ese?
—Un expediente clasificado de los gendarmes. En su momento cubrieron su huida.
De modo que los uniformados habían tomado partido por el adolescente contra los maderos, hasta el punto de ayudarlo a desaparecer. En esas condiciones, no había esperanza de encontrarlo. Volví la espalda a la cristalera y caminé por el pasillo hasta llegar a la fachada posterior del edificio.
—¿Puedo darte mi impresión? —dijo Foucault.
—Dime.
Abrí la salida de emergencia y me encontré al pie de una abrupta ladera cubierta de hierba. En la cima, los pinos se balanceaban lentamente, dejando pasar de tanto en tanto un resplandor de sol helado. Me apoyé con el muro.
—Mientras estuvo detenido, los policías debieron de atizarle. Estaba conmocionado.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Visitó a un psiquiatra.
—¿Cómo lo sabes?
—Por el seguro. En su momento, la compañía siguió pagando el reembolso a la antigua dirección familiar. Los gendarmes lo reenviaban. La mutua ha conservado los volantes, entre ellos, los de las visitas al loquero.
—¿Me estás diciendo que sabes el nombre del psiquiatra?
—El nombre y la dirección, sí.
—¿Y me lo dices ahora?
—Lo llamé ayer. Nunca ha tenido la nueva dirección y…
—Pásame sus señas.
Ya tenía la libreta en la mano. Foucault titubeó:
—Verás…
—¿Qué?
—Es que no las tengo aquí conmigo. Estoy en el parque.
—Te doy diez minutos para salir pitando hacia el despacho. Manos a la obra.
Foucault iba a colgar cuando le pregunté:
—Espera. ¿Y la otra investigación? ¿La de si ha habido asesinatos del mismo tipo?
—Nada.
—¿Ni siquiera a escala nacional?
—Nadie me ha respondido. La SALVAC no tiene ningún asesinato que se parezca a tu caso. Es la primera vez que mata, Mat.
—Te quedan solo nueve minutos.
Colgué y llamé a Svendsen. El forense lo cogió. De golpe, me sentí inspirado.
—Mis chicos están en ello pero no hay nada nuevo.
—Te llamo por otra cosa.
El médico suspiró, simulando un agotamiento sin límite.
—Dime.
—Foucault no encuentra otro asesinato del mismo tipo que el nuestro.
—¿Y qué? Tal vez sea su primer golpe.
—Estoy seguro de que no es así. Hay que introducir otros criterios en nuestra búsqueda.
—¿Y yo qué pinto ahí?
—Foucault ha partido del asesinato. Quizá habría que empezar por el cuerpo.
—No entiendo.
—Tú mismo lo has dicho: la firma del asesino lleva al proceso de descomposición. Juega con la cronología de la muerte.
—Sí.
—Un forense distraído podría no haber detectado esos desfases sobre un cadáver roído por los gusanos.
—Distraído y borracho.
—No. En serio. Quiero lanzar una búsqueda a escala nacional sobre todos los cuerpos descubiertos en estado de descomposición avanzada.
—¿Qué período?
—De 1989 a 2002.
—¿Tienes idea de cuántos cadáveres podrían ser?
—¿Es posible o no? ¿Por medio de los institutos médico forenses?
—Miraré primero en La Rapée. Y llamaré a los colegas de los que tengo sus números privados, mientras espero al lunes. En todo caso, me llevará tiempo.
—Gracias.
Colgué y me deslicé a lo largo del muro, subyugado por los pinos negros que me cubrían. Entre dos rayos de sol su sombra me envolvía de frío. Alcé el cuello de mi abrigo esperando la llamada de Foucault.
Las hipótesis me daban vueltas en la cabeza sin que ninguna entrara realmente en mi conciencia. Refugiado detrás del inmueble me sentía simplemente seguro.
Al menos, allí no me pillaría Sarrazin.
El timbre del teléfono me electrizó. Desperté sobresaltado.
—Soy Foucault. ¿Tienes con qué apuntar?
Miré el reloj. Las dos y diez del mediodía. Había tardado menos de veinte minutos en llegar al 36. Muy bien.
—¿Apuntas o qué?
—Adelante.
—El fulano se llama Ali Azoun. Actualmente está instalado en Lyon. Te aviso: no es precisamente un tipo divertido.
Garabateé las señas personales del psiquiatra y di las gracias a Foucault, que respondió balbuceando:
—Me quedo en el despacho. Perdido por perdido, pasaré la tarde en nuestros archivos buscando algún caso que se parezca, aunque sea de lejos, a tu asesinato. Nunca se sabe. Te llamaré.
Su reacción me llegó al alma. La investigación cimentaba nuevamente nuestra unión. Me puse de pie con dificultad y entré a cobijarme en el edificio. Marqué el número del psiquiatra. Después de presentarme, fui al grano.
—Se trata de Thomas Longhini.
—¿Otra vez? Ya me llamaron ayer por esa historia.
—Era mi adjunto. Necesito algunas precisiones.
—No contestaré a ninguna pregunta por teléfono —dijo tras un silencio tenso—. Sobre todo sin ver un documento oficial. Su colega ya me ha parecido demasiado dudoso. Además, los gendarmes tienen en su poder un expediente completo sobre el caso. Solo tiene que…
—Disponemos de nuevos elementos.
—¿Qué elementos?
—Thomas Longhini podría estar relacionado con dos asesinatos: el de Manon y el de su madre, Sylvie Simonis.
—Eso es ridículo. Thomas no puede estar implicado en un crimen.
Azoun no parecía sorprendido por la noticia del asesinato de Sylvie. Los gendarmes ya habían debido de ponerlo al corriente.
—Su opinión sobre esa culpabilidad —proseguí—. Ese es precisamente el objeto de mi llamada.
El especialista hizo otra pausa y luego propuso, en tono más conciliador:
—¿Por qué no espera al lunes? Mándeme un fax y…
—No lo llamo para entregarle una caja de bombones. Se trata de una investigación criminal. Es urgente.
El silencio perdió intensidad.
—¿Cuál es el nuevo nombre de Thomas Longhini? —pregunté, volviendo al caso.
—Los gendarmes lo conocen. ¿No se lo han dicho? Yo nunca lo he sabido.
—¿Por qué le parece ridícula la idea de su culpabilidad?
—Thomas no es un asesino. Punto.
—Fue sospechoso del asesinato de Manon.
—¡Debido al estúpido celo de sus colegas! Los maderos infligieron todo tipo de vejaciones a ese pobre crío.
—Hábleme de su trauma. De sus reacciones.
—Oiga, no trate de jugármela. Envíeme mañana un documento oficial por fax, demostrando que un juez le ha encargado este caso y hablaremos.
—Solo quiero ganar un día. Si es una pista falsa, podré abandonarla de inmediato.
—Completamente falsa. Y sobre todo, no vaya a joder al chico otra vez. Ya tuvo bastante.
Sorprendí una cuerda sensible en su inflexión de voz. Me hice el compasivo.
—¿De verdad salió tan mal parado?
Azoun suspiró y me concedió algunas palabras.
—Sufría una especie de distorsión de lo real, característica de la pubertad. Mi informe partía de ese punto de vista. Lo traté durante todo aquel verano.
Tuve un sobresalto. Thomas Longhini había sido sospechoso en enero de 1989.
—¿El verano de 1989?
—¡No, hombre, no! ¡El verano de 1988!
—Manon Simonis fue asesinada el 12 de noviembre de 1988.
—No lo entiendo. Usted no conoce nada del expediente, ¿o qué?
—Explíqueme.
—Traté a Thomas antes del asesinato. Sus padres me consultaron en mayo de 1988. A continuación, a principios del año siguiente, los hombres del SRPJ de Besançon me interrogaron, porque yo conocía bien a Thomas. De hecho, declaré en su favor.
Foucault había confundido las fechas. Al ver que aparecía un psiquiatra en el caso, había llegado a la conclusión de que lo habían consultado como experto o para tratar a un crío traumatizado. Pero Ali Azoun había tratado a Thomas ¡un año antes de los hechos!
Me aclaré la garganta, intentando conservar la sangre fría.
—¿Cuál era el problema en ese entonces?
—Sus padres estaban preocupados. El chaval decía cosas delirantes. En fin, que ellos consideraban delirantes.
—¿Por ejemplo?
—Hablaba siempre del diablo.
Alcé la vista. Me pareció que la montaña palpitaba y chocaba contra el cielo.
—Sea más preciso.
—Decía que Manon Simonis (para él era como su hermana menor) estaba en peligro. Que un diablo la amenazaba.
—¿Quién era ese diablo? ¿Qué forma tomaba?
—Thomas no sabía nada. En realidad, quería que yo la conociera. Esperaba que conmigo hablara más abiertamente.
—¿Por qué usted?
—No lo sé. Un adulto. Un médico.
—¿Habló con la madre?
—No. Creo… En fin, según Thomas, la madre estaba relacionada con esa amenaza.
La picazón me electrizaba la nuca.
—¿Quiere decir que la amenaza era ella?
—Es algo más confuso que eso.
—¿Qué hizo usted? ¿Vio a la niña?
—No. En aquel momento, yo solo veía a un adolescente perturbado. A esa edad, las alusiones al diablo son habituales. Además, sus relaciones con Manon, cinco años menor que él, no estaban muy claras. Mis sesiones se orientaban más bien hacia ese problema. Se trata siempre de gestionar el deseo, ¿comprende?
—¿Y usted se limitó a eso?
—Óigame. Resulta muy fácil juzgar a los psiquiatras a toro pasado. Cada vez que hay una recaída, se nos cubre de insultos, de reproches. ¡No somos adivinos!
Madame Bohn había utilizado los mismos argumentos. Estos adultos no podían aceptar que los miedos «fantaseados» de los dos niños se hubieran concretado en algo real. Azoun prosiguió, en tono más bajo:
—Tomando distancia, creo que Manon estaba efectivamente amenazada. Pero que ella no aceptaba que dicha amenaza proviniera de un adulto. Por esa razón hablaba del «diablo». Inventaba una presencia maléfica.
—¿Por qué no admitiría la identidad de su agresor?
—Quizá se suponía que debía amarlo. Había un conflicto en su psique. Es muy frecuente en casos de pedofilia, por ejemplo.
—¿Usted cree que la madre era peligrosa?
—La madre o alguien cercano.
—¿Thomas nunca mencionó un nombre?
—Nunca. Hablaba de un «diablo», de un «demonio».
—¿Volvió a ver a Thomas después? Quiero decir, después de su procesamiento.
—Después de su liberación, sí. Sus padres querían que acompañara a su hijo en esos momentos difíciles. Ellos mismos estaban completamente perdidos.
—¿Y Thomas se sobrepuso?
—A mi modo de ver, era más sólido de lo que se afirmaba. Para él, el verdadero trauma no fue su procesamiento sino la muerte de Manon. Pero sobre todo, que ninguno de nosotros lo hubiera escuchado cuando nos advirtió del peligro. Estaba resentido con todo el mundo. Repetía que volvería. Para vengar a Manon.
Mi lista de vengadores no cesaba de aumentar: Sylvie Simonis, que había realizado una investigación durante catorce años. Patrick Cazeviel, que todavía «no había dicho su última palabra». Y, ahora, Thomas Longhini, que había jurado volver a Sartuis.
—Los padres abandonaron la región —concluyó Azoun—. No volví a ver a Thomas. Pero repito: creo que seguramente salió adelante. Eso es todo. Ya he hablado demasiado.
El tono del teléfono penetró en mi oído. Metí el móvil en el bolsillo y pensé en la sospecha que había surgido durante la conversación: Sylvie Simonis implicada en el asesinato de su propia hija. No. Prefería quedarme con mi idea de una investigación personal y de un detective privado.
Y limitarme a la única hipótesis valida por el momento.
Un solo y único homicida para ambos asesinatos.
Retomé el camino hacia mi Audi. Eran las tres de la tarde y ya empezaba a oscurecer. Las familias desertaban del césped. Mi plazo terminaba y no había encontrado nada. Al abrir la puerta del coche pensé en la posibilidad de ir a la gendarmería y negociar una tregua con Sarrazin. Era la única solución para permanecer en la ciudad.
Una mano se posó sobre mi hombro. Compuse una sonrisa de circunstancia, dispuesto a descubrir el rostro de piedra del gendarme. No era él, sino uno de los domingueros del barrio, enfundado en un chándal de acrílico.
—¿Es usted el reportorio?
No entendí la pregunta.
—El reportorio. El padre Mariotte me ha hablado de un periodista.
—Soy yo —dije por fin—. Pero ahora no tengo mucho tiempo.
El hombre me echó una mirada por encima del hombro, como si hubiera oídos indiscretos alrededor.
—Hay algo que podría interesarle.
—Usted dirá.
—Mi mujer trabaja en el servicio de limpieza del hospital.
—¿Y?
—Hay alguien que ha ingresado esta semana. Un tipo que usted debería visitar.
—¿Quién?
—Jean-Pierre Lamberton.
Una bofetada. El inspector que había dirigido la investigación del caso Manon Simonis. Chopard me había dicho que se estaba muriendo de un cáncer en el hospital Jean-Minjoz.
—¿No está en Besançon?
—Ha querido volver a Sartuis. Según lo que ha oído mi mujer, no le queda mucho tiempo y…
—Gracias.
El hombre dijo todavía algo pero el ruido de la puerta apagó sus palabras.
Giré la llave de contacto, en dirección al centro de la ciudad.
El hospital de Sartuis se parecía al de Besançon. La misma arquitectura de los años cincuenta, el mismo hormigón gris. A escala reducida. El interior también resultaba familiar. Paneles de corcho en las paredes, mostrador plastificado, luces pálidas. Fui directamente a la recepción y pregunté por el número de habitación del inspector Lamberton.