—¡Eso es! ¡Exactamente eso! —Se agachó hacia mí después de beber de un trago un vaso de vino—. Hay una bruma… Una bruma de culpabilidad que flota en toda esta historia.
—¿El culpable sería uno de los tres sospechosos?
—A mi modo de ver, los tres.
—¿Qué?
—Es una intuición. Me puse en contacto con los tres sujetos. Yo mismo interrogué a dos de ellos, a mi manera. Puedo garantizarte una cosa: no eran trigo limpio.
—¿Quiere decir que habrían cometido el asesinato juntos?
Engulló un lomo de carne blanca.
—Yo no he dicho tal cosa. En el fondo, ni siquiera estoy seguro de que uno de ellos sea el culpable.
—Me cuesta entender su razonamiento.
—Come, se enfriará. —Llenó su vaso y lo vació de golpe—. Cada uno de ellos tenía una parte de responsabilidad. Una especie de… porcentaje de culpabilidad. Digamos, el treinta por ciento. Los tres juntos formaban el asesino ideal.
Probé el pescado; delicioso.
—No entiendo.
—¿Nunca te ha pasado en una investigación? La culpabilidad flota sobre cada sospechoso pero no se define nunca. Y aunque descubras al verdadero asesino, la sombra no abandona a los demás.
—Me pasa todos los días. Pero mi trabajo consiste, justamente, en limitarme a los hechos. Detener al que sostenía el arma. Volvamos al asesinato de Manon. Si tuviera que escoger un culpable, ¿cuál de ellos sería?
Chopard volvió a llenar los vasos. Su plato ya estaba vacío.
—Thomas Longhini, el adolescente —dijo finalmente.
—¿Por qué?
—Era el único al que la niña habría seguido. Manon desconfiaba de los adultos. Me imagino a los dos aquella tarde, escapándose furtivamente, tomados de la mano, pasando por la salida de emergencia o por el sótano.
—¿Está de acuerdo con la teoría del SRPJ?
—¿El juego que habría terminado mal? No estoy seguro. Pero Thomas tiene su parte de responsabilidad. Eso está claro.
—Si es un crimen clásico, ¿cuál sería el móvil del adolescente?
—¿Quién puede saber lo que le pasa a un crío por la cabeza?
—¿Usted lo interrogó?
—No. Después de su liberación, sus padres se marcharon de Sartuis. El chaval estaba desquiciado.
—¿Los maderos le habían apretado las tuercas?
—Setton, el comisario, no era precisamente un blando.
—¿Sabe dónde está Thomas ahora?
—No. Creo que la familia incluso ha cambiado de apellido.
Bebí un nuevo trago. La náusea se insinuaba.
—Y a los otros dos, Moraz y Cazeviel, ¿sabe dónde puedo encontrarlos?
—Moraz no se ha movido. Sigue en Locle. Cazeviel también anda cerca. Se ocupa de un centro recreativo cerca de Morteau.
Saqué mi libreta y garabateé las señas.
—¿Y los demás? ¿Los investigadores de aquella época? ¿Hay alguna manera de encontrarlos?
—No. Setton es ahora prefecto en algún lugar de Francia. De Witt está muerto.
Cogí mi paquete de Camel para librarme del sabor del vino.
—¿Y Lamberton?
—Se está muriendo de un cáncer de garganta. En el Jean-Minjoz, el hospital de Besançon.
Chopard volvió a llenar mi vaso; luego me tendió su mechero para encender el cigarrillo. La cabeza me daba vueltas.
—¿Los suegros?
—Viven en la Suiza románica. Es inútil llamarlos. Ya me rompí las narices con ellos. No quieren volver a oír hablar de esta historia.
—Una última pregunta, a propósito de Manon: sobre la escena del crimen, ¿no había señales de satanismo?
—¿Cruces y cosas así?
—Sí, de ese estilo.
Acabé el vino de mi vaso. Al inclinar la cabeza me fui hacia atrás. Me agarré a la mesa como si fuera la borda de un barco. Creí que iba a vomitar sobre mis zapatos.
—Nadie las ha mencionado. —Chopard se inclinó, intrigado—. ¿Tienes alguna pista?
—No. Y sobre el asesinato de Sylvie, ¿tiene alguna idea?
Llenó los vasos una vez más.
—Ya te lo he dicho. Es el mismo asesino.
—Pero ¿cuál sería el móvil?
—Una venganza, que se lleva a cabo catorce años más tarde.
—¿Una venganza por qué?
—Esa es la clave del enigma. Es lo que hay que buscar.
—¿Por qué haber esperado tantos años para golpear nuevamente?
—Te toca a ti encontrar la respuesta. Estás aquí para eso, ¿no?
Hice un movimiento inseguro y creí que perdía de nuevo el equilibrio. Todo parecía esponjoso, inestable, oscilante. Tomé un bocado de pescado para frenar la sensación de ebriedad.
—¿Es decir que Longhini también podría ser el asesino de Sylvie?
—Piensa un poco. ¿Por qué ha pasado tanto tiempo entre los dos asesinatos? Porque el asesino ha cambiado. Su pulsión criminal ha madurado. En 1988, Thomas Longhini tenía catorce años. Ahora tiene veintiocho. Para un asesino, es la edad decisiva. El período en el que estalla la pulsión criminal. La primera vez, quizá fue un accidente relacionado con el sadismo de un juego. La segunda vez se trata de un asesinato, perpetrado con la frialdad de la madurez.
—¿Dónde está actualmente?
—Ya te he dicho que no sé nada. Y no será fácil hacerlo salir al descubierto. Ha cambiado de apellido, vive en otro sitio.
El sol había desaparecido. La entrevista había terminado. Me puse de pie, titubeante.
—¿Podría usted imprimir sus artículos?
—Está hecho, amigo. Tengo una serie a punto.
Saltó de su silla y desapareció dentro de la casa. Miré los reflejos del cielo gris sobre los paneles de vidrio que dominaban la terraza; las superficies esmeriladas oscilaban como olas.
—¡Aquí está!
Chopard me trajo un fajo encuadernado con una espiral negra. Dentro había deslizado un sobre de papel manila. Me apoyé en la barandilla. Mi cerebro y mis tripas parecían bañados en alcohol, como un gallo al vino.
—He puesto también un juego de fotos. Archivos personales.
Le di las gracias, hojeando los documentos. Un gluglú me hizo alzar los ojos.
—No te irás antes del último trago, ¿verdad?
Detuve el coche en un claro después de algunos kilómetros y respiré el aire helado. Cogí el expediente de Chopard y tiré del sobre de papel manila. Las primeras imágenes se encargarían de quitarme completamente la borrachera.
La emersión de Manon. Unas fotos tomadas rápidamente, mal encuadradas, captadas con el flash. El anorak rosa, el metal de la camilla, la manta térmica, una mano blanca. Otra foto. Un retrato de Manon viva. Sonreía al objetivo. Un pequeño rostro oval. Grandes ojos claros, curiosos, ávidos. Cabellos rubios, casi platinos. Una belleza espectral, frágil, con las cejas y las pestañas tan claras que parecía una toma sobreexpuesta.
La siguiente foto representaba a Sylvie Simonis. Era tan morena como su hija era rubia. Y de una singular belleza. Cejas espesas a la manera de Frida Kahlo. Una boca ancha, delineada, sensual. Una piel mate, enmarcada por unos cabellos divididos en dos trenzas recogidas alrededor de la cabeza. Solos los ojos eran claros. Dos burbujas de agua azulada, como prisioneras de los hielos. Curiosamente, la niña se veía mayor que la madre. No se parecían en absoluto.
Alcé la vista. A las dos de la tarde el sol ya empezaba a ponerse. Las sombras se cernían sobre el bosque. Ya era hora de que estructurara la investigación. Cogí el móvil.
—¿Svendsen? Soy Durey. ¿Has podido echar un vistazo al expediente?
—Mágico. Tu caso es mágico.
—Vamos, no me jodas. ¿Has encontrado algo?
—Valleret hizo un buen trabajo —admitió—. Sobre todo, en lo que concierne a los bicharracos. Lo ayudaron, ¿verdad?
—Un fulano llamado Plinkh, un especialista en entomología legal. ¿Lo conoces?
—No, pero se nota que sabe. El asesino juega con la cronología de la muerte. ¡Aterrador, pero a la vez virtuoso!
—¿Qué más?
—He empezado a hacer el listado de los ácidos que podría haber utilizado.
—¿Productos de difícil acceso?
—No. De hospital o de laboratorio químico. No hablo solo de un laboratorio de investigación, sino de cualquier unidad de producción, en cualquier campo: desde helados para niños hasta pinturas industriales.
Le había pedido a Foucault que inventariara los laboratorios de la región, pero solo en el terreno de la investigación. Había que ampliar el campo.
—Según tu opinión, ¿es un químico?
—O un polivalente apasionado. Química. Entomología. Botánica.
—Dime algo que no sepa.
—¡Habría preferido un verdadero cuerpo con verdaderas heridas! Tengo a varios de mis colegas trabajando, cada uno de acuerdo con su especialidad. Vamos de cabeza. Por mi parte, he descubierto un error de Valleret.
—¿Qué error?
—La lengua. Para mí, se ha equivocado.
—¿En qué?
—¿No te ha dicho que estaba seccionada?
Contuve una blasfemia. No solo no me había dicho nada, sino que yo no había leído el informe con suficiente atención.
—Sigue —mascullé, buscando mis pitillos.
—Según Valleret, la víctima se cortó ella misma el órgano bajo la mordaza.
—¿Y no estás de acuerdo?
—No. Sería muy complicado explicártelo, pero según el volumen de sangre presente en la garganta, queda excluido que la víctima se hiriera a sí misma. O bien el asesino la cortó cuando ella estaba viva y cauterizó la herida, o bien, y es lo más probable, lo hizo post mórtem. A mi modo de ver, es la única herida provocada después del deceso. Ese fulano no hizo eso por diversión. Es un mensaje. O un trofeo. Quería el órgano.
Una referencia directa a la palabra o a la mentira. ¿Una alusión a Satán? El Evangelio de San Juan: «No hay verdad en él. Cuando profiere la mentira, busca en su propio haber porque es mentiroso y padre de la mentira».
—¿Y el liquen? —pregunté.
—En eso, Valleret no dio golpe. Tendría que haber enviado una muestra a los especialistas en…
—¿Qué has hecho tú?
—Te digo que todos vamos de cabeza. Durey, hacemos lo que podemos.
—¿Tus especialistas todavía no te han dicho nada?
—En principio, eso se encuentra bajo tierra, en la oscuridad de las grutas. Pero hay que proceder a su análisis.
Una intuición. La planta luminiscente representaba un papel preciso. Debía dar la luz a la obra del asesino. Era un proyector natural sobre la caja torácica cubierta de larvas, roída por la podredumbre. Una luz llegada de las profundidades. Otro nombre del diablo era Lucifer, en latín «el portador de luz».
En ese instante tuve una intuición.
El cuerpo de Sylvie Simonis estaba simbólicamente cubierto de nombres.
Los nombres del diablo.
Belcebú, el señor de las moscas.
Satán, el amo de la mentira.
Lucifer, el príncipe de la luz.
Una especie de trinidad rubricaba el cadáver.
Una trinidad invertida: la del Maligno.
El símbolo grosero del crucifijo no era más que un indicio para descifrar las señales más complejas del cuerpo. El asesino no solo se creía un servidor del diablo. Representaba, él solo, a todas las figuras consagradas de la Bestia. Svendsen seguía hablando:
—Oye, ¿estás ahí?
—Lo siento. ¿Decías?
—He hecho ampliaciones de las mordeduras. No dejo de darle vueltas a ese asunto.
—¿Qué puedes decirme?
—Por ahora, nada.
—Cojonudo.
—¿Y tú? ¿Dónde estás, exactamente? ¿Qué coño haces?
—Te llamaré.
Svendsen debía de haberme hablado del escarabajo pero yo no había escuchado nada. Esa omnipresencia del diablo me hundía en una incomodidad indefinible. Algo que superaba el asco habitual a los asesinatos. Un Camel que me socorriera y el número de Foucault.
—He leído el expediente. Es de locos —dijo inmediatamente.
—¿Has iniciado la búsqueda a escala nacional?
—Una nota interna. También he consultado el SALVAC y he llamado a algunas personas.
—¿Ha salido algo?
—Nada. Pero si el asesino ya ha atacado, saldrá. Su método es más bien… original.
—Tienes razón. ¿Los criaderos de insectos?
—En marcha.
—¿Y los laboratorios?
—Igual. Me llevará algunas horas.
—Ponte en contacto con Svendsen. Te dará una lista ampliada de los sitios químicos.
—Todavía no hemos conseguido… Mat, yo…
—¿Y Notre-Dame-de-Bienfaisance?
—Tengo la historia del monasterio. Nada en particular. Actualmente es un refugio para misioneros que…
—¿Eso es todo lo que tienes?
—Por el momento. Yo…
—No te pedí que consultaras internet. ¡Muévete, joder!
—Pero…
—¿Te acuerdas de la unita16? ¿La asociación a la que Luc envió los e-mails? Averigua si tienen alguna relación con Bienfaisance.
—De acuerdo. ¿Eso es todo?
—No. Tengo algo más que pedirte, algo más complicado.
—Vaya. Pues qué bien.
Le resumí la historia de Thomas Longhini. Catorce años, acusado de homicidio involuntario en enero de 1989. Imputado por el juez De Witt, interrogado por el SRPJ de Besançon; luego liberado. Le expliqué el cambio de apellido, la completa ausencia de pistas.
—No es moco de pavo, tu caso.
—Foucault, no volveré a repetírtelo. No trabajas en una empresa de telefonía. Pide ayuda a los otros. ¡Y encuentra algo de una vez!
El madero gruñó algo y luego pasó a las fórmulas de cortesía.
—¿Y tú? ¿Estás bien? ¿Progresas?
Miré a mi alrededor: el bosque rojo que se hundía en las tinieblas. Seguía con el estómago revuelto y la cabeza llena de fantasmas.
—No —murmuré—. No estoy bien. Pero es señal de que voy en la buena dirección.
Colgué y giré la llave de contacto. Los pinares, las colinas desnudas, las nubes bajas se pusieron en movimiento. Una nieve diáfana espolvoreaba la atmósfera. Tomé el desvío y pasé de largo por las urbanizaciones multicolores que rodeaban Sartuis.
Me fijé en los edificios con sus revestimientos blancos y las persianas color burdeos. La urbanización de Corolles. Allí donde Manon había desaparecido una tarde de noviembre de 1988. No reduje la marcha, pero a través de las ventanillas del coche, percibí el frío, la soledad de esos edificios sobre los que el invierno acortaba los días.
Pasado un kilómetro, aparecieron los búnkeres de hormigón, más abajo en la carretera, escondidos bajo los alerces. Conduje lentamente y distinguí las canalizaciones, los tubos acodados, los estanques rectangulares.