Comió el huevo en varias cucharadas y luego retiró la silla.
—Coge tu taza. Comerás más tarde.
Preferí beber el café de un sorbo. El ardor explotó en el fondo de mi garganta. Todavía estaba tratando de recuperarme de la quemadura cuando Zamorski ya cruzaba el umbral del comedor.
En la galería, los rayos de sol y las sombras de los pilares formaban un cuadro en blanco y negro. El frío, misteriosamente, realzaba esa bicromía. El prelado giró bajo un porche y tomó una escalera que parecía bajar directamente a la Edad Media.
—Hemos instalado nuestros despachos en el sótano.
Un túnel se abrió ante nosotros, iluminado de manera uniforme, sin que ninguna fuente de luz fuera visible. Los muros de piedra tenían la pátina de siglos. Sin embargo, se respiraba un aire de modernidad y de tecnología. Cuando Zamorski colocó su índice sobre una placa de análisis biométrico, no tuve ninguna duda. Había visto la piel de la fortaleza. Ahora iba a descubrir su corazón.
Una pared de acero se abrió sobre una gran estancia con techos abovedados; parecía la sala de redacción de un periódico. Las pantallas de los ordenadores lanzaban destellos, las impresoras zumbaban al pie de las columnas; teléfonos, faxes, teletipos sonaban y vibraban por todos lados. Los sacerdotes se movían febrilmente en mangas de camisa. Me hizo pensar en una dependencia de
L’Osservatore romano
, el órgano oficial de la ciudad pontificia, pero flotaba aquí un ambiente militar, del tipo secretos del Ministerio de Defensa.
—¡La sala de vigilancia! —confirmó Zamorski.
—¿Vigilancia de qué?
—De nuestro mundo. El universo católico no cesa de estar amenazado, agredido. Velamos, observamos, actuamos.
El prelado tomó el pasillo central. Podía sentir el calor de los ordenadores y las bocanadas de aire de los sistemas de ventilación. Unos hombres con alzacuello hablaban por teléfono en árabe. Zamorski me explicó:
—Nuestra fe se enfrenta a enemigos de todo tipo. No siempre es posible solucionar los problemas con la oración y la diplomacia.
—Explíquese, por favor.
—Por ejemplo, esos sacerdotes están en contacto permanente con las tropas rebeldes de Sudán. Son animistas, aunque espero que también sean algo cristianos. Les echamos una mano. Y no solo en forma de sacos de arroz. —Levantó el índice hacia el techo—. Hacer retroceder el islam: ¡todo lo demás no tiene importancia!
—Me parece un punto de vista simplista.
—Estamos en guerra. Y la guerra es un punto de vista simplista sobre el mundo.
El nuncio se expresaba sin acritud, con buen humor. La lucha de la que hablaba era obvia. Estaba dentro del orden natural de las cosas. A nuestra derecha, cuatro sacerdotes hablaban en castellano.
—Estos trabajan en zonas de América del Sur donde la situación es compleja. Allí, no podemos entrar en conflicto con los que detentan el poder, el de la droga, las armas, la corrupción. Debemos negociar, contemporizar y a veces hasta aliarnos con los peores golfos.
Ad majorem Dei gloriam
!
Se acercó a otro grupo que leía periódicos en lengua eslava.
—Un trabajo más sucio aún, en Croacia. Proteger a los torturadores, a los verdugos. Son cristianos y nos han llamado. El Señor nunca ha denegado ayuda, ¿verdad?
Los recortes de prensa volvían a mi memoria. Los jueces del Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia sospechaban que el Vaticano y la Iglesia croata escondían en monasterios franceses a los generales acusados de crímenes contra la humanidad. De modo que era cierto. Zamorski contemporizó:
—No pongas esa cara. Después de todo, ambos hacemos el mismo trabajo, cada uno en su escala. No eres el único que tiene que ensuciarse las manos.
—¿Quién le ha dicho que tengo las manos sucias?
—Tu amigo Luc me ha explicado vuestra teoría personal sobre el oficio de madero.
—No es más que una teoría.
—Pues bien, yo me adhiero a ese punto de vista. Hace falta que algunos lleven a cabo los trabajos sucios para que los demás, todos los demás, puedan vivir con un alma pura.
—¿Puedo fumar?
—En ese caso salgamos.
Nos instalamos bajo las bóvedas negras a un tiro de piedra de los jardines. Olores a resina, a flores húmedas, a piedras caldeadas por el sol. Le di una buena calada al Camel y lancé el humo con placer. El primer pitillo del día. Un renacimiento intacto, cada vez.
—Ayer —proseguí— me habló del KUK. Me dijo que usted pertenecía a una rama especial. ¿Qué nombre tiene?
—No tiene nombre. La mejor manera de guardar un secreto es que no exista tal secreto. Somos monjes caballeros, herederos de las
milites Christi
que protegían Tierra Santa, pero no tenemos una orden establecida.
Las imágenes una vez más. Conventos fortaleza en la España de la Reconquista en el siglo XII, castillos construidos en los desiertos de Palestina, llenos de cruzados que seguían una regla monástica. El claustro donde me encontraba pertenecía a esa estirpe.
—¿También se ocupan de los problemas relativos al satanismo?
—Nuestros enemigos son múltiples, Mathieu, pero el principal, el más peligroso, el más… permanente de todos, es el que ha logrado hacernos creer que ya no existía.
Guardé silencio. Pensaba en la famosa cita de Charles Baudelaire, de
El spleen de París
: «La astucia más bonita del diablo está en hacer creer que no existe». Pero Zamorski recitó otro texto:
—«El mal no es solo una carencia, es la obra de un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor. Terrible, misteriosa y temible realidad.» ¿Sabes quién lo escribió?
—Pablo VI, en su audiencia pública del 15 de noviembre de 1972. Unas palabras que tuvieron gran repercusión en su momento.
—Exactamente. El Vaticano ya se tomaba en serio al diablo, pero con el advenimiento de Juan Pablo II, nuestra posición se reforzó aún más. ¿Sabías que el mismo Karol Wojtyla realizó exorcismos? —Sonrió levemente—. Todo lo que has visto abajo está financiado por él. Y la mayor parte de nuestros ingresos se dedican a la lucha contra el diablo. Porque, en definitiva, ese es el combate principal. El ojo del huracán.
Me situé en el umbral de la galería, de espaldas al sol. Zamorski se había sentado sobre un ángulo de piedra manchado de liquen. Desde mi llegada a ese búnker, una incógnita me atormentaba.
—¿Luc Soubeyras estuvo aquí?
—Una vez.
—El lugar debió de gustarle.
—Luc era un verdadero soldado. Pero lo repito: le faltaba rigor, disciplina. Creía demasiado en el demonio para combatirlo eficazmente.
Pensé en los objetos satánicos que Laure había descubierto. El prelado prosiguió:
—Para luchar contra Satán, hay que saber mantenerlo a distancia. No creerle nunca y no escucharlo nunca. Es una paradoja, pero para enfrentarse contra él en toda su realidad, hay que tratarlo como si fuera una quimera, un espejismo.
Aplasté el cigarrillo sobre la piedra y me metí la colilla en el bolsillo. Zamorski estaba de pie contra una columna. Sus anchas espaldas, su alzacuello, su pelo gris al cepillo; todo en él destilaba pulcritud, la fuerza de un guerrero. En su presencia, se experimentaba una secreta fascinación. Y una extraña sensación de seguridad. Le pregunté:
—¿Y cree usted en el diablo? ¿En su realidad física y espiritual?
Se rió a carcajadas.
—Para contestarte necesitaría el día entero. Y quizá incluso la noche. ¿Has leído
El salario del miedo
?
—Sí, hace mucho tiempo.
—¿Te acuerdas de la cita del epígrafe?
—No.
—Georges Arnaud escribió: «La exactitud geográfica es siempre un engaño. Por ejemplo Guatemala, no existe. Lo sé: he vivido allí». Podría responder lo mismo sobre el diablo. «El Maligno no existe. Lo sé: hace cuarenta años que lucho contra él.»
—Usted especula con las palabras.
Zamorski se puso de pie y liberó sus pulmones con un largo suspiro, acentuando así su hastío.
—La realidad del demonio está por todas partes, Mathieu. En todas esas sectas donde hombres y mujeres corruptos encarnan los peores valores. En los psiquiátricos, donde los esquizofrénicos están convencidos de ser posesos. Pero sobre todo, en cada uno de nosotros, en cada pliegue del alma, cuando el deseo, la voluntad, el inconsciente, elige el abismo. ¿No podemos deducir por ello que una fuerza magnética real, una especie de agujero negro inmanente, aspira nuestras facultades?
—Entonces, ¿cree usted en una figura maléfica que existiría antes que el propio mundo? ¿Un poder no creado, trascendente, que sería la fuente del mal en el universo?
Zamorski sonrió de un modo discreto y furtivo, como para sí. Dio unos pasos y se volvió hacia mí.
—Creo que tenemos que ponernos manos a la obra. Ven. —Miró su reloj—. Tienes una cita.
—¿Qué cita?
—A las cinco, Manon te esperará aquí mismo, en los jardines. En ese banco que ves allí.
Anochecía temprano en Polonia. O bien se acercaba una tormenta o bien mi percepción de la luz ya no era la misma. Cuando volví a los jardines del claustro a la hora señalada, me pareció que los árboles, los matorrales, los vitrales ya se hundían en la oscuridad. Solo los reflejos de mercurio persistían entre las hojas de los cipreses, las ramas de boj, los personajes con sus siluetas de plomo de las ventanas.
Caminé hacia el patio. De pronto, distinguí una mancha blanca al pie de una columna que sostenía a un san Estanislao. Divisé la cabellera clara, que parecía confundirse con el ángulo gris del banco. Era imposible no pensar en la ópera
Manon
de Massenet, que había escuchado tanto durante mi época de estudiante. Recordé una frase, cuando la heroína encuentra por primera vez al caballero Des Grieux: «¡Alguien! Rápido, a mi banco de piedra…».
Tres pasos más y la emoción me atravesó como una bala en el pecho.
Allí estaba Manon Simonis.
El fantasma al que perseguía desde hacía días sin saber que estaba, realmente, vivo. Apoyada en el pilar, tenía la cabeza inclinada sobre un libro. No había logrado imaginar cómo debía de ser en la actualidad, ya que guardaba en la memoria a aquella niña de cejas blancas. Sin embargo, en ningún caso, habría podido prever la silueta que se dibujaba delante de mí.
Manon seguía teniendo el cabello rubio, más bien castaño claro, pero su porte no tenía ninguna relación con la niña enclenque de las fotos. Se había convertido en una mujer fuerte, atlética, de espaldas anchas. Bajo un grueso jersey blanco, sus formas eran macizas y sus manos me parecieron enormes desde la distancia que nos separaba.
Avancé un poco más y distinguí su perfil. Solo entonces reconocí los rasgos perfectos de la niña de Sartuis. La nariz era un modelo de proporción. Recta, suave, dominada por los grandes ojos bajos. Manon leía. Su expresión era grave, realzada por cierta desconfianza en sus cejas, bajo sus cabellos peinados con raya al medio, estilo hippy.
Tosí. Ella levantó la cabeza y me sonrió. Entonces sucedió algo todavía más impresionante. Fue tan violento, que creí que me expulsaban de mí mismo. Un deslumbramiento. Pero ya no era yo quien lo experimentaba. Me había convertido en una conciencia exterior, un reflejo escindido de mí mismo que medía la amplitud del fenómeno que se desarrollaba en mi doble. Al mismo tiempo, una voz me decía: «Estabas maduro para esto. Toda tu investigación iba en busca de esta respuesta, esta conmoción».
—¿Usted es el madero francés?
Sonrió y entre sus labios apareció un leve reflejo de incisivos. Manon se apartó para hacerme sirio en el banco. Ese movimiento hizo resaltar sus formas opulentas. La cría anémica recordaba ahora a las chicas blancas y rosadas de los calendarios de
Playboy
. Blandió el libro de upas amarillas.
—Aquí tienen algunos libros en francés. Solo cosas de religión. Me las sé de memoria.
Enumeró los títulos pero no la escuchaba. Todos mis sentidos estaban velados por la conmoción del encuentro. Era como cuando una detonación te ensordece los tímpanos o cuando una luz fuerte te ciega. Hice un esfuerzo para volver al momento presente.
—¿Sabe por qué estoy aquí? —pregunté.
—Andrzej me lo ha explicado. Ha venido para interrogarme.
—No parece sorprendida de mi visita.
—Hace tres meses que estoy escondida. Esperaba que me encontraran. A la policía le encanta interrogarme.
¿Qué sabía ella exactamente de cómo se desarrollaba la investigación? ¿Estaba al corriente del intento de suicidio de Luc? ¿De la muerte de Stéphane Sarrazin? No. ¿Quién habría podido informarla entre esos muros austeros? Zamorski, seguramente no.
Me senté a mi vez. Un gusto de papel en la boca. Proseguí:
—No soy un investigador. No en el sentido en el que usted lo entiende. No cumplo ninguna misión oficial.
—Entonces, ¿qué hace aquí?
—Soy un amigo de Luc. Luc Soubeyras.
Su nuca se agitó con pequeños movimientos tensos. Su sonrisa se ocultaba bajo los mechones, muy lacios. En la penumbra, recordaba las fotos de David Hamilton o las imágenes del
flower power
de finales de los sesenta. Collares de semillas y flores en el pelo. Yo era demasiado joven para haber conocido aquella época, pero siempre la había imaginado como un tiempo feliz. Una era de idealismo, de rebelión, de explosión musical. Tenía delante de mí a una de esas hadas de antaño.
—¿Cómo está? —preguntó, distraídamente.
—Muy bien —mentí—. Ha sido trasladado. Yo me encargo de la investigación, discretamente.
—Entonces ha hecho el viaje inútilmente.
—¿Por qué?
—No puedo decirle nada. Soy solo «la muñeca que dice no».
Inclinó la cabeza hacia un lado y enumeró, con voz mecánica:
—¿Se acuerda de lo que sucedió el 12 de noviembre de 1988? No. ¿Sabe quién intentó ahogarla en el pozo? No. ¿Tiene algún recuerdo del coma posterior? No. ¿Tiene alguna sospecha sobre el asesinato de su madre? No. Podría seguir mucho rato. Solo tengo una respuesta para todas las preguntas.
Cerré los ojos y respiré el olor a savia y a hojas, que cobraba mayor intensidad. Las sombras habían llamado a la humedad. Sí, se preparaba una tormenta, pero en una versión más fría, más opresiva que en el Jura. Una versión polaca. Por primera vez desde hacía una eternidad no me apetecía fumar. Observé la tapa del libro:
La puerta estrecha
de André Gide.