Esclavos de la oscuridad (61 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaca, Thriller

BOOK: Esclavos de la oscuridad
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—¿Le gusta? —pregunté, sin saber cómo proseguir.

Ella hizo un mohín de indecisión. Sus labios carnosos me hicieron pensar, como una delicada alusión, en las areolas de sus senos. ¿Cómo eran? ¿Muelles y rosadas como su boca? Una fuerza se elevaba en mí, lentamente. No era un deseo agudo, turbio, vergonzoso como el que había experimentado frente a la directora de Malaspina. Era un deseo pleno, abierto, desvinculado de todo pensamiento.

Insistí, centrándome en el libro:

—¿No le gusta la historia?

—Me parece… insignificante.

—¿No está de acuerdo con la búsqueda de la joven?

—Para mí, la religión es una gran ventana abierta. De ningún modo una cosa mezquina como en esta novela.

En mi época de adolescente, había leído una veintena de veces el libro de Gide. El destino de una joven que prefería a Dios en lugar de a su novio, el amor espiritual en lugar de una relación carnal. Ahora ya no recordaba nada, excepto los dos adolescentes que se expresaban con la gracia de una lápida.

Aventuré un comentario:

—Gide hablaba del sacrificio de uno mismo que exige la comunión con el Señor. Esa dificultad es incluso una puerta, un pasaje, un filtro. Al final, está la pureza que…

Ella rechazó mi reflexión con un gesto desenvuelto. Imaginé una vez más sus redondeces bajo el jersey, las pequeñas venas azules a través de su piel blanca. Sentía cómo el calor subía en mí. Irreprimible y familiar. Tuve una erección.

—¿Qué sacrificio? —preguntó con voz más firme—. ¿Habría que destruirse para llegar a Dios? ¡Eso no es verdad! ¡Es todo lo contrario! Hay que ser uno mismo, escucharse para encontrar la salvación. Ese es el mensaje de Cristo: ¡el Señor está en nosotros!

—¿Es usted católica?

—Si no lo fuera me habría convertido. ¿Qué otra cosa se puede hacer aquí?

Hojeó maquinalmente las páginas. Su expresión se tornó grave. Comprendí que la primera Manon era solo la antecámara de otra, más profunda. Ahora su rostro era duro, tenso, sombrío. La joven albergaba, como un secreto, a un segundo personaje: grave, severo, angustiado, de una belleza nocturna.

Me di cuenta de que ella seguía hablando.

—¿Cómo? Perdóneme, me cuesta concentrarme…

Se echó a reír con una risa ronca, casi masculina. La luz volvió inmediatamente. Sus pequeños incisivos brillaban entre sus labios, tan vivos como un fragmento de nieve eterna.

—Podemos tutearnos, ¿no cree? Decía que no tengo muchas visitas aquí.

—Se… ¿te aburres?

—La verdad es que estoy hasta el gorro.

Nuestras réplicas parecían salidas de una película, salvo que no tenían ninguna lógica, ninguna coherencia; habíamos desordenado las páginas del guión.

—Antes —prosiguió Manon— era estudiante de biología. Tenía amigos, exámenes, iba a cafés que me gustaban. Me había curado de mis antiguos miedos, de mi estado de constante alerta.

Ahora tenía una pierna debajo del muslo y tiraba de los flecos de sus vaqueros.

—De repente, el verano pasado, todo cambió. Mi madre desapareció. Me encontré sola ante los maderos, amenazada por no sé qué y por no sé quién. La pesadilla volvió. Andrzej se presentó y me convenció para que viniera a refugiarme aquí. Es muy persuasivo. Ahora, ya no sé dónde estoy. Pero al menos me siento protegida.

La lluvia. Un nuevo frescor empezó a recorrer la galería. Guardé silencio. Mi expresión debía de ser siniestra. Manon rió nuevamente y me acarició la mejilla.

—¡Espero que te quedes aquí! ¡Nos aburriremos como ostras pero al menos seremos dos!

El contacto con sus dedos me electrizó. Mi deseo desapareció y dejó lugar a una sensación más amplia, más universal. Una ebriedad que se parecía al letargo del amor. Había caído en la trampa. ¿Dónde estaba la Manon que había imaginado? ¿La pequeña posesa que había atravesado la muerte? ¿La mujer sospechosa de asesinato, de pactar con el diablo, de propagar ideas funestas?

—¡Es la hora de Radio Vaticana! —gritó mirando su reloj—. La única distracción que hay aquí. ¿Puedes creer que ni siquiera se puede ver la tele?

Se puso de pie. La lluvia penetraba en la galería con un júbilo ruidoso, depositando gotitas de agua en nuestros rostros.

—Ven. ¡Luego nos prepararemos un buen
borscht
!

86

Esa noche, en mi habitación monacal, me enfrenté con mi enemigo más íntimo.

El desierto de mi vida afectiva.

En ese campo, había conocido dos períodos diferentes. La primera etapa había sido la del amor a Dios. Sin fallos ni corrupción. Hasta el seminario de Roma, no quise ni oír hablar de aventuras femeninas. No experimentaba ningún sufrimiento, ninguna carencia. Mi corazón estaba ocupado. ¿Para qué encender una cerilla en una iglesia llena de cirios?

La ilusión se sostenía. Claro que, a veces, las pulsiones torturaban mi conciencia, los sílex desgarraban mi bajo vientre. Entonces entraba en un agotador ciclo de masturbaciones, oraciones, penitencias. Una cámara de tortura privada.

En África todo cambió.

La tierra, la sangre, la carne me esperaban. La víspera del genocidio ruandés crucé la línea en un rincón de una cabaña de chapa ondulada. No tenía ningún recuerdo. O en todo caso, tanto como se recuerda una colisión en automóvil. Un impacto, una conmoción interior que anulaba cualquier circunstancia exterior. No había experimentado ningún goce, ningún sentimiento. Pero me había quedado una certeza: aquella mujer, de piel deslumbrante, estallido de risas, me había salvado la vida.

Sentí por ella un sordo agradecimiento, por esa deflagración, por esa liberación que se había producido en mí. Sin ese encuentro, en algún momento me habría vuelto loco. Sin embargo, aquella mañana huí furtivamente. Sin despedirme. Me marché como un ladrón, con los dientes apretados, y crucé la ciudad. En las calles de Kigali, la Radio de las Mil Colinas seguía difundiendo sus llamadas al odio.

Me refugié en una iglesia de Butamwa, al sur de Kigali. Pasé tres días rezando, sin dormir, implorando el perdón del cielo, sabiendo perfectamente que no podía borrar nada pero que, en cierto modo, a partir de entonces rezaría mejor, amaría mejor a Dios.

De ahí en adelante, era libre. Por fin había aceptado mi naturaleza: incapaz de resistir a la carne, a su violencia. No era un problema externo de tentación, sino interior: no poseía ese cerrojo, esa capacidad de superar el deseo. Por fin, era sincero conmigo mismo y accedía, de un modo contradictorio, a una mayor pureza de mi alma. Estaba sumido en esas reflexiones cuando llegaron los primeros refugiados.

Era el 9 de abril.

El avión del presidente Juvénal Habyarimana acababa de ser abatido.

Inmediatamente, pensé en la mujer; la había dejado sin ni siquiera mirarla, sin un beso. Ella era tutsi. Volví nuevamente a Kiga y la busqué en las iglesias, las escuelas, los edificios gubernamentales. Solo pensaba en una cosa: me había salvado la vida y yo no estaba con ella para salvarla de la muerte.

Seguí buscando día y noche, adentrándome poco a poco entre los cadáveres. A lo largo de las carreteras, de las fosas, cerca de los controles policiales; luego en los osarios, donde los muertos se apilaban, sangrantes, desmembrados, obscenos. Miraba, levantaba las cabezas, las túnicas. Mis manos apestaban a muerte. Mi cuerpo apestaba a muerte y el amor, el amor físico, me parecía igual que esas víctimas en descomposición. Un cadáver en el fondo de mí mismo. Nunca encontré a aquella mujer.

Las semanas siguientes anduve a la deriva. Las matanzas, las fosas abiertas, los autos de fe. En ese infierno, seguí buscando el amor. Tuve otras amantes en los campos humanitarios de Kibuye, en la frontera con Zaire. No dejaba de pensar en la desaparecida de Kigali. Los remordimientos, el asco me ahogaban. Sin embargo, entre las miasmas de cólera y de podredumbre, mientras las excavadoras sepultaban miles de cuerpos, continuaba haciendo el amor, al azar, encontrando compañeras bajo la oscuridad de las tiendas de campaña, ganando una noche, una hora contra la culpabilidad. Estaba traumatizado y, como todos los demás, invadido por el terror, el pánico, la desesperación.

La crisis que me paralizó acabó con todo ese frenesí sexual. Regreso a Francia. Traslado al hospital Sainte-Anne de París. Allí, el deseo murió con la depresión… y los medicamentos. Por fin estaba anestesiado. La bestia había muerto.

Una balsa de aceite durante años.

Ni la menor atracción hacia las mujeres.

Luego mi orgullo cristiano resurgió. De nuevo juré amar exclusivamente a Dios. Ni hablar de compartir mi corazón ni mi cuerpo, destinados únicamente al Señor. Me hundía en un nuevo callejón sin salida.

Ya no tenía la fuerza para ser sacerdote.

Ya no tenía el coraje para ser un hombre.

Mi oficio de madero me sacó del pozo. Capitán en la BRP, la antivicio; empecé a conocer a los únicos seres que podían ayudarme: las prostitutas. El amor sin amor: ese era mi camino. Aliviar mi cuerpo sin comprometer el alma. Esa era la solución tortuosa que había encontrado.

Conservé la apetencia por la piel negra: la impronta de la primera vez. Acumulaba los encuentros en el Keur Samba y en el Ruby’s. También me acerqué a las redes clandestinas de las agencias de prostitución francoasiática. Vietnamitas, chinas, tailandesas…

El exotismo, las lenguas desconocidas, representaban el papel de filtros, de barreras suplementarias. Era imposible enamorarse de una mujer de la que apenas se comprendía el nombre. Así me libré a mis fantasmas; exigí la humillación, la posesión, dominaba a mis compañeras, las reducía a simples objetos sexuales, deslizando mi corazón bajo una especie de abyecto caparazón protector. ¡Tendréis mi cuerpo, pero no mi alma!

La ilusión no duró mucho tiempo. Había renunciado al amor pero él no había renunciado a mí. Cuando recuperaba la lucidez, después de una sórdida sesión de sexo, me oprimía una tristeza cada vez más profunda. Otra vez había perdido algo. Y ese «algo» se quedaba atravesado en mi garganta.

Quizá estaba protegido por mi fe, por el exotismo, incluso por la carne, pero la carencia estaba allí, siempre más honda, más amarga. Peor. Mis simulacros eran sacrilegios. Pisoteaba el amor y, sin embargo, viciado, burlado, profanado, el amor volvía con toda su fuerza bajo la forma de una herida implacable.

Diez de la noche

Después de la sesión de radio en la biblioteca, me refugié en mi celda, sin asistir a la cena ni a la oración nocturna. A pesar de mis treinta y cinco años, experimentaba un miedo visceral ante Manon, que con dos sonrisas me había desarmado. Amenazaba con desmoronar, ella sola, toda mi estrategia de blindaje, frágil e ilusoria.

Decidí reanudar la investigación.

Con la trenca puesta, tiritando, me senté al pequeño escritorio donde, única concesión a los tiempos modernos, había un ordenador. Por internet consulté los periódicos que me interesaban. En la primera plana de
La République des Pyrénées
, y luego en la página 4, encontré un artículo sobre el hallazgo de dos cuerpos cerca de Mirel, en las cercanías de Lourdes. Después de presentar al doctor Pierre Bucholz, figura importante de la ciudad mariana, se describía el perfil del «asesino»: Richard Moraz, residente suizo, cincuenta y tres años, relojero. El artículo proseguía enumerando los enigmas del caso. Principalmente la identidad del asesino del tirador. ¿Quién había matado a Moraz? Pero también el móvil del asesinato de Bucholz. ¿Por qué un artesano helvético, a mil kilómetros de su casa, había puesto la mira en un médico jubilado especialista en milagros?

Pasé a
Le Courrier du Jura
, que dedicaba un extenso artículo a Stéphane Sarrazin, capitán de gendarmería, encontrado muerto en su baño. No se mencionaba la frase escrita encima de la bañera. No se mencionaban las mutilaciones. ¿Precaución de los gendarmes o del fiscal? Un capitán del servicio de búsqueda de Besançon había sido asignado al caso: Bernard Brugen. También se había nombrado al juez de instrucción: Corine Magnan, la juez del caso Simonis.

El artículo no se perdía en conjeturas: el crimen era simplemente inexplicable. Ningún móvil, ningún testigo, ningún sospechoso. El periodista ofrecía también un retrato de Sarrazin: oficial modelo, con una hoja de servicios impecable. Tomé nota: todavía no habían descubierto la verdadera identidad del gendarme, alias Thomas Longhini, implicado en la investigación Simonis de 1988.

No tardarían. Me imaginé la reacción en cadena. De Sarrazin pasarían al caso de Simonis madre. Luego al expediente de Simonis hija. De ahí a descubrir que Manon seguía con vida, solo había un paso. ¿Cuánto tiempo transcurriría antes de que los medios de comunicación descubrieran el pastel? ¿Antes de que los gendarmes de Besançon se pusieran a buscar a Manon?

Cogí mi móvil. Tenía cobertura. Escuché los mensajes. Nada, excepto mi madre que me agradecía el «contacto» espiritual que le había facilitado. Se sentía mucho mejor, más «en armonía consigo misma» desde que hablaba con el padre Stéphane. Sonreí. Eran noticias que parecían llegar de otro planeta, pero lo cierto era que a mí tampoco me habría ido mal hacerle una visita al sacerdote.

Sin embargo, ninguna noticia de Foucault, de Malaspey, de Svendsen.

Tendría que meterles caña otra vez.

Marqué el número de Foucault. Al oír mi voz, mi adjunto gritó:

—Joder, Mat, ¿dónde estás?

—En Polonia. No tengo tiempo para explicártelo.

—Dumayer no deja de dar el coñazo y…

—La llamaré.

—Eso ya lo dijiste una vez. Esto es un follón.

—No me has dejado ningún mensaje. ¿No has adelantado nada?

—Toda la región del Jura está que arde. Un gendarme fue asesinado ayer y…

—Estoy al corriente.

—¿Está relacionado con tu caso?

—Es mi caso.

—Ya que estamos, no me iría mal saber de qué se trata, exactamente.

—¿Es todo? ¿Nada nuevo?

—Ha llamado Svendsen. No consigue comunicarse contigo. Los tíos del Jardin des Plantes han confirmado los datos de Mathias Plinkh. El escarabajo podría proceder de diversos países: el Congo, Benin, Gabón… Hemos revisado todos los criaderos del Jura. Pero nada.

Tenía muchas dificultades para seguir el hilo de la conversación. Esas viejas pistas me parecían estar a años luz del presente. Me concentré.

—Hemos rastreado las actividades de los coleccionistas —siguió el madero—. Es imposible determinar sus intercambios. Envían los huevos por correo. Eso, sin contar con los tíos que vuelven de África con los especímenes metidos en el revés de los pantalones. Tu escarabajo podría haber entrado por cualquier parte y de cualquier manera.

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