Esclavos de la oscuridad (41 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaca, Thriller

BOOK: Esclavos de la oscuridad
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Encendí un cigarrillo y observé nuevamente las fotografías. Agostina, once años y medio, en la cama del hospital. Agostina sobre una silla de ruedas, rodeada por el comité de apoyo de Paterno. Agostina en Lourdes, formando parte de un gran cortejo de discapacitados.

Decididamente, la enfermera era un buen reclamo para los periodistas de
L’Ora
. Objeto de un milagro a los doce años, asesina a los treinta; una situación que no tenía nada de trivial. Mientras exhalaba una larga bocanada de humo, reflexioné. Presentía una lógica interna detrás de la contradicción de los hechos. Era imposible que acontecimientos tan antitéticos fueran solo fruto del azar.

Pasé al segundo sobre: abril de 1996.

L’Ora
, 12 de abril de 1996

¡EL MILAGRO DE AGOSTINA POR FIN RECONOCIDO!

Después de doce años de investigación, la diócesis de Catania y la Santa Sede reconocen que Agostina Gedda fue objeto de un auténtico milagro.

Una noticia que se esperaba desde hace casi doce años. En Sicilia, nadie ha olvidado la historia de Agostina Gedda, curada de una gangrena mortal en el espacio de una noche después de su peregrinación a Lourdes. Todo el mundo en Catania creía en el milagro, pero los miembros de la Iglesia católica expresaban sus reservas. Monseñor Corsi, arzobispo de Catania, había advertido: «Debemos ser muy prudentes. La Iglesia no desea dar falsas esperanzas a los creyentes. Y la medicina no es el terreno de la Iglesia. Para pronunciarnos, debemos llamar a otros especialistas, y sus exámenes llevarán años».

Doce años, nada menos, es lo que se ha necesitado para que un comité de expertos internacionales designado por la Santa Sede y, más tarde, una comisión del Vaticano, decidan finalmente sobre el milagro. En primer lugar, la curación ha sido ratificada no solo por un hospital de Catania sino también por la Oficina de Constataciones Médicas de Lourdes.

El doctor Ducholz, director de la Oficina, explica: «Antes de proclamar una “curación súbita e inexplicable”, debemos estar seguros del carácter incurable de la enfermedad y de la ausencia de tratamiento durante el proceso. Cuando la persona parece curada, esperamos varios años, de modo que podamos tener la seguridad de que la recuperación es definitiva. Solo entonces, en colaboración con la Iglesia, sometemos el expediente al Comité Médico Internacional, que reúne a una treintena de médicos, neurólogos y psiquiatras de todas las nacionalidades, sean católicos o no. Al término de un estudio en profundidad, esos especialistas aceptan o no el carácter inexplicable de la curación».

Una vez que los médicos han aceptado los hechos, la Santa Sede ha retomado el expediente y se ha encargado de la parte espiritual del mismo. Monseñor Perrier, obispo de Lourdes, comenta: «Para la Iglesia, la curación física es solo uno de los aspectos del milagro. Es el signo exterior de una curación más profunda sobre el plano espiritual. Es por ello por lo que siempre seguimos la evolución psicológica de la persona curada. Por ejemplo, rechazaríamos el caso de una persona que quisiera sacar dinero de su experiencia o que no manifestara ninguna fe después de su curación. En la mayoría de los casos, los que han sido objeto de un milagro tienen un itinerario espiritual sin fisuras, lo que demuestra que también han accedido a un estado superior».

Agostina Gedda responde a ese perfil. A lo largo de los años, la niña se ha convertido en enfermera y nunca ha dejado de ir a Lourdes para ayudar a los enfermos y a los peregrinos. Según la opinión general, Agostina es un ser lleno de dulzura, que no cesa de ayudar al prójimo.

Cuando la conoces te quedas asombrado por su discreción y su humildad. Hoy en día, con veinticuatro años, irradia una verdadera luz interior. Afincada en Paterno, comparte su vida con Salvatore, su marido, que trabaja de electricista. Ambos llevan una vida sencilla; viven de alquiler en un apartamento del CEP (Conzorzio Edilizia Popolare), una de las urbanizaciones de viviendas sociales de Paterno.

Hoy que su milagro ha sido reconocido oficialmente, ¿cómo vive Agostina sabiendo que es una elegida de Dios? Ella sonríe, algo confundida: «Mi curación no es una casualidad, pero al mismo tiempo, nada puede explicar esta intervención divina. Yo era una niña como cualquier otra. Apenas rezaba y tenía una visión muy ingenua de la religión. Después he pensado mucho en este misterio. Creo que, finalmente, mi historia es coherente con las Sagradas Escrituras. Yo era corriente, anónima entre los anónimos. Y es precisamente por eso, creo yo, por lo que la Virgen María me ha elegido. Una niña ha sido salvada, eso es todo».

La mujer de dos caras. Un título perfecto para una película. Mitad ángel, mitad demonio. ¿Cómo explicar que Agostina, elegida por Dios, se convirtiera en la zumbada torturadora de su marido? Otra vez, esa sensación extraña. Por un lado, los dos hechos no encajaban: eran completamente contradictorios. Por el otro, debía de existir un vínculo, todavía inconcebible, entre el milagro y el asesinato.

Por el momento, solo advertí un atisbo de respuesta a una pregunta pendiente: la unita16. ¿Por qué se interesaba Luc en esta asociación de peregrinaciones? Porque Agostina había viajado con la fundación. Hasta se había convertido en voluntaria asidua. ¿Qué buscaba Luc en el seno de esa organización?

Pasé a las fotos del sobre. Agostina a los quince o dieciséis años, haciendo una reverencia al papa Juan Pablo II. Agostina a los veinte años, empujando una silla de ruedas entre la multitud de Lourdes, llevando el velo azul de los voluntarios de la ciudad mariana. Finalmente, Agostina en su trabajo: tímida sonrisa y bata blanca. Una santa. Un ejemplo de humildad, que paseaba su bondad y su compasión por una vida cotidiana sin historia.

La una del mediodía.

Todavía sin novedades de Michele Geppu, el jefe de policía. Estaba solo en aquella gran sala, escondido en el pasado, al abrigo del presente: de la erupción, del estado de emergencia que chisporroteaba sobre mi cabeza.

Volví a los casilleros y di con el sobre «2000» de Agostina. Nada nuevo. El cuerpo de Salvatore encontrado en una obra. Agostina detenida en su casa. Su confesión completa pero sin una palabra sobre el móvil. Semejante sumario debería haberse concluido rápidamente. Sin embargo, Agostina seguía esperando el juicio. El procedimiento se dilataba. Intuí que sus defensores, los famosos abogados de la Santa Sede, habían puesto su grano de arena.

Había todavía más fotos del cuerpo tal como se había descubierto. Conocía las de Sylvie Simonis pero esas tampoco estaban nada mal. Miembros roídos hasta el hueso. Un hormiguero de larvas. Torso destrozado por las heridas. Crucifijo en la boca. Los equipos técnicos, todos con mascarilla, parecían titubear ante el cuerpo hediondo.

Alcé la vista; el archivero seguía la evolución del Etna, pegado a un pequeño televisor. Discretamente, deslicé las fotos bajo mi abrigo. En la guerra, como en la guerra. Una foto del cuerpo torturado, la foto antropométrica de Agostina y otra con su velo azul, en la que tenía un aire angelical. Clasifiqué los sobres nuevamente por orden cronológico y los coloqué sobre el mostrador. Saludé con la mano al amo del sótano.

Ahora quería ir a Paterno.

Necesitaba respirar el escenario de los hechos.

59

El CEP era un barrio de inmuebles de protección oficial, agrupados en bloques de cuatro. Ese tipo de urbanización había surgido en toda Italia durante los años cincuenta. Aquella masificación urbana me hacía pensar en una erupción volcánica que lo solidifica todo a su paso, como en Pompeya. El hormigón había petrificado la miseria, el paro, el aislamiento de las clases desfavorecidas.

No faltaba ni un solo detalle. Fachadas con el revestimiento sucio, parques que parecían terrenos baldíos, árboles descarnados enmarcando las vetustas áreas de recreo, huertos que, anejos a los aparcamientos, se convertían en el lugar donde iban a morir los chasis de los coches. Seguí mi camino, pasando al lado de farolas rotas y campos de fútbol sin hierba. No era un barrio dejado de la mano de Dios y carente de porvenir. Era un mundo en el que la muerte se había instalado a perpetuidad. El único futuro.

Divisé una capilla prefabricada, con el tejado de chapa ondulada, que lindaba con un vertedero. Imaginé a los habitantes del barrio rezando por la recuperación de Agostina y contribuyendo para el viaje a Lourdes. La imagen fue como una revelación. El recuerdo de las palabras de Agostina en su entrevista: «Yo era corriente, anónima entre los anónimos. Y es precisamente por eso, creo yo, por lo que la Virgen María me ha elegido». Del mismo modo, no existía un barrio más apropiado para acoger la historia de Agostina. Porque nada, absolutamente nada, caracterizaba a Paterno.

Allí se rozaba la esencia de la tradición católica: la del nacimiento en el establo, la de la limosna y los pies desnudos. La que proclama que «los que tienen hambre serán saciados», «los que lloran serán consolados», que la miseria en la tierra daría paso a la felicidad celestial.

Encontré el inmueble de Agostina:
palazzina D, scala A
. Su dirección estaba escrita debajo de su foto de identidad judicial. Bajé del coche. Había ido a respirar el lugar; sin embargo, comprendí inmediatamente que era la última cosa que podría hacer allí. La atmósfera era sofocante. El violento olor a azufre se había transformado en tempestad.

Un hombre surgió del inmueble, con el rostro envuelto en su bufanda. Me tapé la boca con el cuello de mi abrigo y corrí hacia él. Le pregunté qué pasaba. El hombre me respondió sin quitarse la bufanda.

—¡Son las
salittellas
! Los montes de barro salino que rodean nuestro barrio. Cuando hay erupciones, los gases salen por todas partes. ¡Son nuestros pequeños volcanes particulares! ¡Todos los conocen en el barrio!

Tomé algunas fotos rápidamente y volví al coche, en busca de un rincón al abrigo de las emanaciones. Me detuve cerca de un área de juegos desierta, a algunas manzanas de distancia, donde el olor era más soportable. Un pórtico sostenía unos viejos columpios. Perfecto para una meditación solitaria.

Volví a mis pensamientos bajo un sonido de cadenas rechinando en el viento. El milagro de Agostina: no estaba seguro de creérmelo. Desconfiaba por instinto de las manifestaciones divinas espectaculares. Después de Ruanda, era un adepto a una fe estricta y sin concesiones, solitaria, responsable. Dios no intervenía en la tierra. Había dejado los medios a nuestra disposición. Había entregado Su mensaje, así como la libertad de caminar hacia Él. Resistir a las tentaciones, salir de la oscuridad, era asunto nuestro. En resumen, teníamos que apañarnos. Esa era toda nuestra grandeza: la posibilidad de «co-crearnos».

Por esa razón, desconfiaba de las intervenciones sobrenaturales. ¿El Señor escogía de repente a un elegido y realizaba un prodigio? Eso no tenía sentido en la doctrina cristiana. El único milagro que podía ocurrir, en lo cotidiano, era que el ser mortal se elevara hacia el Señor. Solo la fe podía superar nuestra condición. Por otra parte, era lo que ocurría en ese tipo de curaciones. El espíritu humano es más fuerte que la materia; con eso basta.

Agostina planteaba un problema distinto. El asesinato que había cometido y que pretendía haber cometido, lo cambiaba todo. Un milagro era siempre la historia de la salvación de un alma. Intuía la razón por la que el Vaticano había confiado el caso a sus abogados. No lo hacía para demostrar su inocencia, pues Agostina se declaraba culpable, sino para limitar los daños. El revuelo a su alrededor. La Santa Sede había cometido un error garrafal declarando oficialmente que semejante monstruo había sido objeto de un milagro. Era necesario tapar el escándalo.

Caía la noche. En la oscuridad, el césped se volvía resbaladizo, la ciudad se desdibujaba. Las cinco de la tarde. Y todavía sin noticias de Michele Geppu. Helado de la cabeza a los pies, decidí volver al coche y hacer varias llamadas.

Para empezar, Foucault.

—¿Alguna novedad? —ataqué.

—No, Por el momento, la búsqueda internacional sobre los asesinatos no ha dado ningún resultado. Hay que esperar.

—¿Y los entomólogos del Jura?

—Ni rastro.

—Olvídate del Jura. —Pensé en Sarrazin y en su susceptibilidad—. ¿Has averiguado si existía alguna relación entre la unita16 y Notre-Dame-de-Bienfaisance?

—Sí. Y no he hallado nada.

—Sigue buscando en la fundación. Sus peregrinaciones. Sus seminarios.

—¿Qué busco?

—Ni idea. Encuentra la lista de viajes, la frecuencia, los precios. Hurga. ¡Qué sé yo!

Había hablado sin entusiasmo y Foucault debía de haberlo percibido.

—En el despacho —proseguí—, ¿todo bien? ¿El mar está en calma?

—Según cómo se mire. Dumayet me ha tirado de la lengua con respecto a ti.

La noche anterior había enviado a la comisaria un escueto SMS anunciándole que prolongaba mis «vacaciones». Semejante mensaje exigía explicaciones de viva voz. Pero ese día no había tenido ánimos.

—¿Qué le has dicho? —pregunté.

—La verdad. Que no tenía ni puñetera idea de qué hacías.

Me despedí de mi adjunto y llamé a Svendsen, para que me informara de las novedades sobre el liquen, el escarabajo y también, sobre la búsqueda de otros cuerpos en estado de descomposición. El forense no había dado señales de vida. Por ello no me sorprendió que me dijera que los botánicos seguían trabajando, aunque sin lograr resultados. Consultaban inmensos catálogos de esencias y de cepas. En cuanto al escarabajo, los expertos habían confirmado la opinión de Plinkh y habían dado la lista de los criaderos. Ninguno de ellos estaba cerca del valle del Jura.

En cuanto a los cuerpos, el sueco había realizado varias llamadas. En vano. Había hecho circular un mensaje interno dirigido a todos los institutos forenses. Las respuestas no habían llegado aún. Le pregunté si era posible llevar a cabo una búsqueda semejante a escala europea. Svendsen refunfuñó, reticente, pero su «no» fue poco categórico. Sabía que se desviviría por lograrlo.

Finalmente, llamé a Facturator. Malas noticias. El titular de la cuenta suiza iba a buscar personalmente el dinero en efectivo. Nunca había hecho transferencias nominales a otra cuenta.

¿Quién era el beneficiario de esas sumas? En las circunstancias actuales, mi hipótesis del detective ya no se sostenía. ¿A quién enviaba Sylvie esas sumas desde hacía trece años? ¿Le hacían chantaje? ¿Hacía donativos para tranquilizar su conciencia? En mi situación, ya no me quedaban medios de saberlo.

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