El eclesiástico entrecerró los ojos, como para verme mejor. Sobre su torso, la cruz de oro, gastada, brillaba apenas. En tono más suave y meneando la cabeza, dijo:
—Está usted loco. ¿No se ha enterado de que el mundo se derrumba a nuestro alrededor?
—Esperará hasta que yo sepa la verdad.
—Usted está loco.
El arzobispo volvió a sentarse pesadamente y concedió:
—Cinco minutos. ¿Qué es lo que quiere saber?
—Su opinión como hombre de la Iglesia. ¿Cómo explica el crimen de Agostina Gedda?
—Esa mujer es un monstruo.
—Agostina Gedda es una elegida de Dios. Salvada por un milagro reconocido oficialmente. Por su diócesis. Por su comité de expertos y de eclesiásticos. Por la Curia romana. Usted ha ratificado su remisión física y espiritual. ¿Cómo ha podido cambiar tan… radicalmente? O mejor todavía: ¿cómo ha podido usted equivocarse hasta ese punto? ¿Cómo no vio la locura que estaba latente en ella?
El arzobispo seguía con los párpados bajos. Observaba sus manos, anchas, grises, inmóviles en la oscuridad.
—Me había prometido no volver a hablar de ello —farfulló.
—¡Respóndame!
Alzó los párpados. Su mirada clara tenía una intensidad, una fuerza excepcional. Debía de llegar al alma de sus feligreses cuando subía al púlpito y los miraba directamente.
—Nos equivocamos, pero no del modo que usted cree.
—¿Qué es lo que creo?
—No equivocamos de bando. Eso es todo.
—No entiendo.
—Agostina no es un milagro de Dios. Es un milagro del diablo.
Me quedé paralizado en la misma posición en la que sus palabras me habían golpeado.
—¿Un… milagro del diablo?
—Agostina fue salvada por el demonio. Ahora tenemos la certeza. Nos ha engañado a todos. Con sus oraciones, sus peregrinaciones, su oficio de enfermera. Todo eso era una impostura. Agostina está poseída desde su despertar. Fue salvada por Satán. Representó un papel para insultarnos mejor. El diablo es mentiroso. Vuelva a leer a san Juan: «Cuando habla de mentira, habla de lo suyo propio, porque él es mentiroso y padre de la mentira».
Estaba en pleno vértigo pero retenía, en mi caída, un hecho crucial: monseñor Paolo Corsi, y sin duda con él toda su diócesis y las autoridades pontificias, concedía al demonio el don de curar. Es decir, de existir en tanto que instancia superior —o inferior, si se quería especular con las palabras.
¿Satán, considerado como una fuerza física y sobrenatural?
—¿Cómo puede usted decir algo así? ¡Ya no estamos en la Edad Media!
El hombre cogió una hoja de papel con el membrete del arzobispado. Garabateó un nombre, una dirección y luego concluyó en voz baja:
—Sus cinco minutos han pasado. Si quiere saber más, vaya a ver a los especialistas de la Santa Sede. Tal vez el cardenal Van Dieterling acceda a recibirlo. —Empujó la hoja hacia mí—. Estas son sus señas.
—¿Es un exorcista?
Corsi sacudió su morro de bulldog. Sonreía abiertamente en las tinieblas:
—¿Un exorcista? Esta vez es usted quien está en la Edad Media.
Fuera, era noche cerrada.
El fenómeno era prodigioso: las cenizas revoloteaban por el aire, dibujando grandes formas que se desvanecían inmediatamente, como los estorninos en el momento de las migraciones. A dos pasos, el Duomo, la catedral de Catania, apenas se veía. Los habitantes habían abierto sus paraguas, los automóviles hacían funcionar los parabrisas, pero no había ninguna señal de pánico a la vista.
Subí por la via Etnea y encontré el coche antes de que quedara sepultado completamente. Alcé los ojos maquinalmente hacia la avenida. En la acera de enfrente, a unos cincuenta metros, una silueta, borrosa a causa de la escoria, me recordó algo. Un hombre delgado, envuelto en un largo abrigo de cuero. No alcanzaba a ver su rostro, pero destacaba la blancura de su calva. De pronto, lo supe: uno de los dos asesinos de los Alpes. Había divisado su silueta en aquel terreno en obras nevado; el mismo abrigo, la misma delgadez, la misma rigidez en la actitud.
Sin pensar, atravesé la avenida cruzando la tromba de arena. Los granos se me metían en los ojos, en las fosas nasales, en la boca. Me sentía fuerte. La multitud estaba conmigo, la tempestad estaba conmigo. El asesino no podía intentar nada. Además, algo sordo, duro, se me había quedado atravesado en la garganta: la humillación de la persecución, dos noches atrás. Todavía me veía acurrucado contra las piedras, como una bestia acorralada. Tenía una deuda de honor. Hacia mí mismo.
El hombre retrocedió y luego dio media vuelta. Aceleré el paso. Esquivé los paraguas, las escobas, las masas de hollín que caían de golpe para luego remontar hacia el cielo. Zigzagueaba entre los peatones, a ratos corría y luego me alzaba sobre la punta de los pies para localizar a mi presa.
La lluvia de cenizas no cesaba. Las fachadas, los escaparates, las aceras: el menor elemento de la avenida bombardeado, ennegrecido como la tinta fresca de un periódico. Imperceptible, todo parecía desprenderse, desmaterializarse ante mis ojos agredidos.
La sombra había desaparecido. Puse mis dos manos formando una visera, para protegerme los ojos. Nadie. Entonces eché a correr desesperado, sin rumbo fijo, tragando cada vez más escorias volcánicas. Respiración abrasadora, pulmones a punto de explotar. Una callejuela a la derecha. La tomé instintivamente, dándome cuenta en algún lugar en el fondo de mi conciencia, de que me alejaba de la multitud y no iba armado.
Cincuenta metros hasta darme cuenta de que estaba en un callejón sin salida. Cien metros para saber que estaba cayendo en una trampa. Nadie en la callejuela, ningún comerciante a la vista. Los cubos de basura y los coches aparcados eran los únicos testigos. Me detuve, con todos los sentidos alerta.
En cuanto retrocedí, el asesino salió de un portal. Los faldones de su abrigo de piel dibujaban dos líneas oblicuas con respecto al suelo. Me volví. Frente a mí, el segundo asesino me cortaba el paso. Tan grande, tan ancho que sus brazos abiertos parecían tocar los muros de los dos lados del callejón. Llevaba el mismo abrigo negro que el otro, pero de tamaño gigante. Ninguno de los dos tenía rostro. Eran dos manchas informes grises y pigmentadas, cubiertas de polvo. Acudían a mi mente semblantes atormentados, monstruosas muecas de arcilla, máscaras hormigueantes de gusanos. Y lejos, muy lejos, en algún lugar de mi mente, una voz me decía: «Conozco a estos dos hombres. Los he visto, en algún sitio, alguna vez».
Miré nuevamente hacia atrás. En la mano enguantada del asesino calvo había aparecido una automática mitad de hierro, mitad de acero, provista de un silenciador. Antes de que intentara reaccionar, el hombre apretó el gatillo. No pasó nada. Ni una chispa, ni una detonación, ni desplazamiento de la corredera, nada.
Las cenizas. ¡Habían encasquillado el arma! Me giré y golpeé a ciegas con los dos puños. El obeso también había desenfundado el arma. El golpe la hizo saltar. Lo empujé dándole un golpe en el hombro y corrí hacia el contorno indeciso de la avenida.
Estaba aterrorizado, pero no tanto como para perder el sentido de la orientación. En pocos segundos había llegado a mi coche. Mando a distancia; sin resultado. El polvo también había obturado el receptor de la señal. Una blasfemia ahogada; boca terrosa. Probé con la llave; no hubo manera de meterla. Otra vez el hollín. Los segundos volaban. Encontrando en mí un poco de sangre fría, me arrodillé y soplé la cerradura suavemente, muy suavemente.
La llave se introdujo en ella. Subí al Fiat Punto. Contacto. Derrapé y luego me lancé de lleno a la circulación. Dos virajes y ya estaba lejos.
En realidad no estaba en ningún sitio concreto, pero estaba vivo.
Una vez más.
El aeropuerto de Catania estaba cerrado desde el día anterior. Para volar a Roma tenía que salir de otra gran ciudad. Ojeada al mapa. Podía llegar a Palermo en dos horas. Con un poco de suerte, de allí despegaría algún vuelo.
Orientándome hacia la salida de la ciudad, llamé al aeropuerto de Palermo; a las siete menos veinte salía un vuelo a Roma. Eran las tres y media. Reservé una plaza; luego colgué, limpiándome los ojos, expectorando por la nariz y la boca. Tenía la impresión de estar tapizado de partículas incluso dentro de mi cuerpo.
Conduje. Y conduje. Sin parar. Dejé atrás Enna a las cuatro y media; luego Catanissetta, Resuttano, Caltavuturo. A las cinco, bordeé el mar Tirreno y atravesé Bagheria. A las seis llegué al aeropuerto Palermo Punta Raisi. Respetar las normas. Devolví el coche a la agencia y corrí hacia el mostrador de facturación. A las seis y media, le entregaba la tarjeta de embarque a la azafata. Parecía un espantapájaros; cada pliegue de mi abrigo encerraba ríos de polvo, pero seguía en circulación, con la bolsa en la mano y el expediente pegado al corazón.
Solo entonces, sentado en primera mientras el auxiliar de vuelo me ofrecía una copa de champán, me relajé. Consideré, objetivamente, una evidencia: por alguna razón desconocida, era un hombre sentenciado. Investigaba un expediente por el que se me debía eliminar, para impedirme progresar. ¿De qué expediente se trataba? ¿El de Sylvie Simonis o el Agostina Gedda? ¿Eran uno solo? ¿No habría en juego algo de mayor envergadura detrás de esos asesinatos?
Pensé en mi visita a Malaspina. Ya me había hecho una opinión sobre el estado mental de Agostina. Una esquizofrénica, candidata al manicomio. Yo no era ni psiquiatra ni demonólogo, pero la joven sufría un desdoblamiento de personalidad y necesitaba tratamiento urgentemente. ¿Por qué no estaba hospitalizada? ¿Los abogados de la Curia preferían mantenerla en observación en Malaspina?
Los expertos eclesiásticos no tenían interés en su salud mental. Tampoco intentaban defenderla ante la justicia italiana. Nadie en el Vaticano se preocupaba de la ley secular. Simplemente, querían comprender cómo una persona salvada por un milagro de Dios podía acabar bajo las garras del Maligno. O, para hablar claro, determinar si podía existir un milagro de ese tipo realizado por el diablo. Lo que significaba probar, físicamente, la existencia de Satán.
Era cierto que durante mi visita habían ocurrido hechos inexplicables. El olor fétido, el frío repentino. Había sentido la presencia del Otro… Pero también podía haberse tratado de una jugarreta de mi imaginación.
Después de todo, el olor podía proceder de la misma Agostina. Su funcionamiento fisiológico, gobernado por una mente tan retorcida, podía estar seriamente perturbado. En cuanto al frío, me había sentido tan vulnerable en ese locutorio que no debía sorprenderme que hubiera perdido mi capacidad para entrar en calor.
Sacudí la cabeza. No, no había existido ninguna presencia exterior en la celda de arena. El Príncipe de las Tinieblas no se había presentado en el interrogatorio. Tenía un solo enemigo, siempre el mismo: la superstición. Debía luchar contra esas creencias enterradas que, a mi pesar, remontaban a la superficie. Satán no pertenecía al dogma y yo no creía en él. Punto y aparte.
Dejé vagar la mirada sobre las nubes. Una frase resonaba en mis oídos, lex est quod facimus. La ley es lo que hacemos. ¿Qué había querido decir Agostina? ¿Qué era ese «nosotros» que ella se permitía? ¿La legión de los posesos? Y, ¿en qué consistía esa «ley»? Podría ser una evocación de la norma del diablo, que conduce justamente a la libertad absoluta, la ley es lo que hacemos.
Me repetía esas sílabas sin cesar, como si de un sura se tratase, para que la letanía me librara su secreto. En realidad, perdí la conciencia; ni siquiera escuché cómo el tren de aterrizaje se metía bajo el fuselaje.
Roma.
Por fin un territorio conocido.
Las ocho de la tarde. Le di al taxista la dirección de mi hotel y le indiqué un itinerario preciso. Quería que pasara por el Coliseo, que luego subiera por la via dei Fori Imperiali hasta la piazza Venezia. A continuación, venía el laberinto de callejuelas y de iglesias hasta el Panteón, donde estaba el hotel, cerca del seminario francés de Roma. Con ese trayecto no tenía la intención de ganar tiempo; solo quería encontrar mis puntos de referencia.
Roma, mis mejores años.
Los únicos que transcurrieran bajo un relativo sosiego.
Roma era mi ciudad, tal vez más aún que París. Una ciudad en la que el espacio y el tiempo se superponían hasta tal punto que cambiando de calle se cambiaba de siglo, y volviendo la mirada se invertía el curso del tiempo. Ruinas antiguas, esculturas renacentistas, frescos barrocos, monumentos musolinianos.
—Es aquí.
Salté del taxi casi sorprendido de que la sotana no obstaculizara mis pasos. Ese hábito que solo había vestido unos meses en mi vida. Ahora, yo era un experto en vicios humanos y podía dar en el blanco a cien metros de distancia, en posición de ataque y de contraataque. Otra escuela.
Mi hotel era una pensión muy sencilla. Había estado allí varias veces, durante mis primeras investigaciones en la biblioteca vaticana, antes del seminario. Había escogido ese lugar para poder moverme discretamente. Los asesinos no me habían seguido hasta Catania; me habían precedido. Por alguna razón desconocida, lograban anticipar mis desplazamientos. Quizá ya estaban en Roma.
Un mostrador de madera barnizada, un paragüero lacado, unas luces anémicas; el vestíbulo de la pensión ya daba una idea de lo que podía esperarse. Era el lenguaje universal de la comodidad burguesa y de la simplicidad bienintencionada. Subí a mi habitación.
Tenía varios conocidos en la Curia romana. Uno de ellos era un amigo del seminario. Todavía manteníamos una relación esporádica con e-mails y SMS. Gian-Maria Sandrini, un prodigio que se había graduado primero de la clase en la Academia Pontificia. Ocupaba un cargo importante en la Secretaría de Estado, sección Asuntos Generales. Marqué su número.
—Soy Mathieu —dije en francés—. Mathieu Durey.
El sacerdote respondió en el mismo idioma.
—¿Mathieu? ¿Te apetecía escuchar mi voz?
—Estoy en Roma por una investigación. Tengo que ver a un cardenal.
—¿A quién?
—Casimir Van Dieterling.
Breve silencio. Van Dieterling no parecía ser un ilustre desconocido.
—¿De qué investigación se trata?
—Es demasiado largo para explicártelo. ¿Puedes ayudarme?
—Es un pez gordo. No sé si tendrá tiempo para…
—Cuando sepa el motivo de mi investigación me recibirá, puedes estar seguro. ¿Podrías entregarle una carta?