Su caso de estudio era Paul Ribes, encarcelado en 1882 en la cárcel de Saint-Paul de Lyon. Asesino reincidente, Ribes había sido detenido por el asesinato de Emilie Nobécourt. Apuñaló a su víctima, la descuartizó y luego la cortó en doce partes. Una vez entre rejas, el hombre confesó otros ocho asesinatos, perpetrados siempre en el barrio de la Villette de Lyon.
Cuando Boucherie le pidió que escribiera sobre su experiencia criminal, Ribes insistió en lo que llamaba «la fuente de su desgracia»: una pérdida prolongada de conocimiento después de un traumatismo craneal a la edad de veinte años. Los investigadores pontificios se habían procurado el original del testimonio. El expediente incluía una copia escaneada del texto manuscrito. Escogí leer el texto escrito por la mano torpe del asesino lionés.
[…] Mientras estaba sin conciencia, he soñado. Los doctores me dicen que es imposible, pero lo juro, he soñado. […] He salido fuera de mi cuerpo. Cuando escribo esto, yo mismo no puedo explicarlo pero ya no estaba en mi cuerpo. Flotaba en la sala del dispensario. Me acercaba al techo y sentía un miedo que me rodeaba como una niebla… Lo recuerdo: escuchaba el siseo de las lámparas de gas, sentía su olor…
[…] Luego he atravesado el techo. Ya no sabía dónde estaba. Todo era negro. Al cabo de cierto tiempo, localicé un orificio, un pozo, precisamente encima de mí. Podía ver las piedras de las paredes. Eran rostros. Gentes que gritaban en silencio. Era horroroso. Al mirar al fondo del pozo he sentido vértigo y he caído…
Quería gritar pero la velocidad me lo impedía; de todas maneras, yo ya no tenía ni rostro, ni boca, ni nada… Y luego, poco a poco, los gemidos me han acunado, los rostros con su sufrimiento me han serenado… Esas cabezas que sangraban (estaban heridas) se convertían en vestiduras cálidas, suaves, reconfortantes…
Entonces lo he visto. Bajo una corteza roja, estaba allí, rodando, girando, muy cerca de la pared… Me ha hablado. No podría decir qué lenguaje ha utilizado pero lo he comprendido. Oh sí, lo he comprendido en el fondo de mí mismo. Mi vida entera desde mi nacimiento se ha vuelto pura, transparente y más aún lo que viviría, lo que haría… No puedo decir nada más pero suplico a los que me leerán que me crean. Sea lo que sea, lo hice porque no tenía elección. Nunca he vuelto a tener elección…
Paul Ribes fue trasladado a Riom en mayo de 1883. De allí, pasó a la cárcel de Saint-Martin-de-Ré, en la isla de Ré, y luego fue enviado al presidio de Cayena. Murió de malaria cinco años más tarde, en agosto de 1888. Según el informe del médico del presidio, Ribes dijo durante su agonía: «No temo la muerte. De ella vengo».
Los investigadores de la Santa Sede habían adjuntado una segunda nota. El doctor Boucherie fue asesinado en 1891, mientras seguía trabajando sobre la «tercera vía», buscando nuevos testimonios a través del mundo. Lo apuñalaron en los alrededores de la cárcel peruana de Piedras Negras, cerca de Lima.
Pensé en Luc. Habría apreciado esos testimonios. Una evidencia empezaba a tomar forma. Un giro crucial para mi investigación. «He encontrado la garganta», le había dicho a Laure. Hablaba de esta experiencia de muerte inminente negativa. También podría haber dicho: «He encontrado el pozo» o «el abismo», uno de los términos utilizados por esas personas salvadas milagrosamente. Sí, Luc había descubierto el rastro de los Sin Luz. ¿Había estado allí? ¿Había llegado a un acuerdo con Van Dieterling? No. En tal caso, el cardenal no habría tenido interés en mi expediente. ¿Qué camino había tomado? ¿Cómo había descubierto el ejército del limbo?
Miré por encima los expedientes que seguían. Entre ellos había un resumen de la obra inglesa
Phantasms of the Living
(1906), que reproducía un pasaje del diario del capellán de la cárcel de Birminghan en las West Midlands. El religioso, aterrorizado, evocaba el caso de un poseso preso en esa institución, «un hombre que había viajado fuera de su cuerpo y había conocido al demonio». Solicitaba para el recluso una cama en el Manchester Royal Lunatic Hospital, un importante establecimiento psiquiátrico de la época.
Me detuve en un caso similar, mencionado treinta años más tarde por una pareja de investigadores estadounidenses, Joseph Banks y Louisa Rhine, pioneros de la parapsicología científica. Estos investigadores de la Universidad de Duke, en Carolina del Norte, habían recopilado miles de declaraciones sobre esas experiencias inexplicables. En sus archivos citaban el caso de Martha Battle, declarada muerta y reanimada posteriormente, en 1927, en Mineápolis, Minnesota. Según sus familiares, al despertar, la mujer había perdido el juicio. Pretendía haber viajado por un «valle oscuro» donde «Satán la esperaba para hacerle el amor». Martha fue detenida dos años más tarde después de haber envenenado a siete niños. Finalmente, la colgaron en la horca en el estado de Missouri.
Esperaba que la puerta se abriera de un momento a otro. No obstante, leí otro testimonio. Un fragmento de los apuntes personales de John Goldblum, psiquiatra estadounidense que, en el tribunal militar de Nuremberg, en enero de 1946, había interrogado a los jefes nazis a fin de llevar a cabo exámenes psiquiátricos.
Entre los oficiales interrogados, el médico Karl Lierbermann, que había hecho estragos en los campos de Sachsenhausen y Auschwitz, respondía al típico perfil de los Sin Luz. Los censores del Santo Oficio habían traducido un pasaje del interrogatorio de Goldblum.
—No trabajaba para el Führer, ni para el Tercer Reich.
—¿Para quién trabajaba, entonces?
—Todo lo que he hecho, ha sido siguiendo sus órdenes.
—¿A quién se refiere?
—En mi juventud, antes de la guerra, viví una experiencia.
—¿Qué experiencia?
—Un accidente cerebral. Estuve muerto y resucité.
—¿Qué relación tiene eso con sus… trabajos?
—Mientras estaba muerto, él entró en contacto conmigo.
—¿Quién es «él»?
—Satán. La Bestia. El Tentador. El Malo. Llámelo como le plazca. Cada nombre solo será una mentira más. Un intento fallido de caracterizarlo.
(Silencio.)
—¿Eso es todo lo que ha encontrado como estrategia de defensa?
—No tengo nada de que defenderme.
(Silencio.)
—Ese diablo, ¿cómo era?
—No tiene aspecto. No lo necesita. Está en nosotros.
—¿Qué le ha dicho ese diablo?
—No se ha expresado. No en el sentido en el que usted lo entiende.
—¿Qué quería? ¿Cómo describiría lo que quería?
—¿Quiere conocer su voluntad? Mire lo que he hecho en los campos. Mire lo que mis manos han inyectado. Antes de mi muerte cerebral, mi vida era un interrogante. Después, mi vida ha sido la respuesta.
La conclusión del expediente precisaba:
Karl Lierbermann fue condenado a muerte y ejecutado en marzo de 1947, principalmente por su responsabilidad en los experimentos realizados en humanos con el gas mortal iperita en Sachsenhausen en 1940, y en segundo lugar, por su contribución a las experiencias sobre las bajas temperaturas y su participación en el programa de esterilización, incluidas la castración y la exposición a los rayos X, en el campo de Auschwitz.
Los pasajeros del limbo. La legión de las tinieblas. No solo unos asesinos, sino torturadores, sádicos, manipuladores, que actuaban en todos los registros del mal. A la manera de ángeles negros que multiplicaran los rostros.
Me aferraba a la idea de que esos hombres y mujeres simplemente habían sufrido un trauma psíquico. Pero la tentación de afirmar que se habían encontrado con el diablo, el verdadero, entre la vida y la muerte, era grande. Un diablo que acechaba a sus víctimas en los confines de la conciencia humana. Un poder negativo que esperaba que la puerta se abriera para atrapar las almas, tal como los agujeros negros absorben la luz en su campo cósmico.
Cuatro de la tarde
Todavía quedaban numerosos testimonios, las fechas se acercaban las unas a las otras cada vez más. Miré algunos por encima. Una mujer chipriota que en el servicio de reanimación había tenido la sensación de convertirse en un bloque de hielo mientras que sus manos ardían, hasta el momento en el que había visto surgir una «luz rosa». Un hombre que, tras sufrir un infarto, creía haberse convertido en las bolsas de perfusión suspendidas a su lado en ganchos de carnicero. Después de salir de su cuerpo, había penetrado en un túnel donde una voz le había advertido: «Morirás». Solo entonces, recuperó el sosiego y vio aparecer una forma zoomórfica detrás de una corteza rojiza.
Hice clic al azar sobre un informe de la policía federal de Saint Louis, Missouri, con fecha 2 de mayo de 1992, firmado por el detective Sam Hill. Dicho informe se refería al fallecimiento de Andy Knighdey, de dieciséis años, a quien habían disparado a quemarropa a la una de la mañana en el Distrito 7.°. «El último», me dije.
Andy había sido encontrado muerto, con una bala en el pecho disparada por un fusil de percusión calibre 12. La nota precisaba que se trataba de un gueto de Saint Louis, de población negra, donde se enfrentaban dos bandas, los Crips y los Bloods. Por lo tanto, Andy Knighdey era un afroamericano de pura cepa.
La continuación del texto era sorprendente. Los servicios de urgencia consiguieron reanimar a Andy; el detective Hill lo llamaba «
deadmatt»
. Al sexto electrochoque el corazón empezó a latir nuevamente. Conectado a la respiración asistida y a la perfusión, Andy fue trasladado al servicio de reanimación del hospital bautista de Saint Louis. Diez días más tarde, el gamberro, esposado a su cama de hospital, era interrogado por Sam Hill.
El expediente informático iba acompañado de un audio con una grabación sonora enviada por los servicios policiales de Saint Louis. No obstante, un comentario advertía sobre el acento afroamericano del joven
gangsta
, así como de una particularidad de su banda: Andy Knighdey, en tanto que miembro de los Crips, tenía prohibido pronunciar palabras que empezaran con la letra «B», la letra del enemigo: los Bloods. De modo que siempre las evitaba.
Probé fortuna con la grabación. No podía resistir la tentación de escuchar un testimonio de viva voz.
Puse la grabación en avance rápido hasta llegar al pasaje clave.
—Tío, he notado que me iba.
—¿Has sentido que morías?
—No, tío. He salido de mi cuerpo.
—¿Cómo?
—No puedo explicarlo. Pero ya no estaba en mi cuerpo. Volaba sobre la calle mientras los maderos llegaban en sus cochazos. Podía ver sus luces girando y todo mi distrito. Un verdadero viaje, tío; como en un helicóptero.
—¿Estabas despierto?
(Risita sarcástica.)
—Tío, estaba muerto. Lo sabía, pero me tenía sin cuidado. El faro me llamaba.
—¿Qué faro?
—El faro rojo en el fondo del agujero.
—Habías tomado drogas.
—Estaba muerto y el faro estaba en el fondo del agujero. ¿Lo pillas?
—Sigue.
—Flotaba ahí adentro. Como en un cañón, con las paredes que se movían. Y había voces que lloraban.
—¿Qué voces?
—Rostros. Era oscuro, pero podía verlas a pesar de todo. Era como una tele mal sintonizada.
—¿Qué decían esos… rostros?
—Lloraban, nada más. He reconocido a muchos… Hasta estaba mi madre.
—¿Lloraban porque habías muerto?
(Risa sarcástica.)
—No creo que mi madre llore el día de mi muerte.
—¿Por qué lloraban?
—Se sentían mal. Tenían miedo.
—¿De qué?
—Del faro. La luz roja se acercaba. Como un ojo.
—¿Un ojo?
—Sí, tío. Un ojo que sangraba, que respiraba. Y me decía cosas…
—¿Qué cosas?
—Imposible decírtelas.
—¿No las comprendías?
—Las comprendía. Pero es un secreto.
—¿Quién te hablaba? ¿Una presencia… divina?
(Carcajadas.)
—Tío, no has entendido nada. El que me hablaba era Lucifer.
—¿El diablo?
—Sí, el ojo, la sangre y la voz. He comprendido el mensaje perfectamente.
—¿Qué mensaje?
—Tío, estoy en el buen camino. No hay nada más que debas saber.
El pasaje terminaba con esta conclusión en forma de profecía. Y en efecto: una nota precisaba que Andy había sido abatido el año siguiente por los hombres del SLPD (Saint Louis Police Department), después de haber matado a once personas en una iglesia de su misma confesión. Según los testigos, Andy gritaba que había Bloods por todas partes; sin embargo la parroquia, en plena misa, solo estaba llena de mujeres y de niños.
Ya tenía bastante. Cogí mi libreta. Van Dieterling no podía impedir que tomara notas. Escribí a toda prisa los puntos comunes de esos testimonios. Resumí en pocas palabras cada etapa: «salida del cuerpo», «abismo, pozo, valle, túnel, orificio, cañón, caverna», «rostros, gemidos», «angustia, bienestar», «luz roja, faro, ojo», «hielo, escarcha, lava, sangre», «diablo, maligno, “él”, Lucifer»…
Levanté mi pluma, golpeado por una verdad contundente.
Al descubrir «la garganta» de los Sin Luz, Luc no había sentido terror, como yo. Y mucho menos, escepticismo. A sus ojos, esa experiencia era un medio perfecto para entrar en contacto con el diablo. Una prueba física del poder oscuro en el que él siempre había creído.
¿Qué debía de haber descubierto a continuación, para llegar a renunciar a su investigación y a su vida? Me sequé el sudor de la frente con la manga de la chaqueta. Estaba guardando la libreta en mi bolsillo cuando la voz del cardenal resonó detrás de mí:
—¿Convencido?
La pregunta no necesitaba respuesta. Volví la cabeza. El cardenal Van Dieterling se acercó. Parecía que resbalara suavemente sobre el suelo.
—¿De modo que Agostina Gedda pertenece a esta serie? —pregunté.
—Ella nos ha hecho partícipes de su experiencia, sí. Supongo que se la contó.
—Más bien evocó un sueño. El diablo le habría inspirado su venganza. Según ella, o más exactamente según «él», fue Salvatore quien la empujó por el acantilado cuando ella tenía once años.
—Es la verdad. Lo hemos verificado. Hemos hablado con los demás niños que estaban presentes.
—Quizá se acordó ella sola, ¿no cree?
—Deje de negar la evidencia. Ganará tiempo.
Agostina me había dicho exactamente lo mismo. Me puse de pie para estar a la altura del religioso. Detrás de mí, Rutherford ya apagaba el ordenador. Ataqué de frente al hombre de negro y púrpura.