—Y no olvides esto, Mathieu: Manon Simonis es la peor de todos.
—¡No quiero oír eso! —digo, avanzando—. ¡Tú eres el único asesino de este caso! ¡Tú los has matado! ¡A todos!
A guisa de respuesta, él levanta el brazo y aprieta el gatillo. Estoy casi encima de él. Mi hombro desvía el tiro. Un frasco estalla a mis espaldas. Los órganos caen a mis pies mientras hago fuego a mi vez. Beltreïn ya me ha cogido el puño lanzando un agudo alarido. Mi bala se pierde en las jaulas. Encajo la culata de mi pistola bajo su garganta, bloqueando con mi hombro derecho su brazo armado. El dolor de mi herida se despierta. Tropezamos contra la mesa de laboratorio. Los frascos ruedan por el suelo. Chapoteamos en el formol y en las carnes muertas. Beltreïn se aparta. Me agarro a él impidiéndole que retroceda y dispare. Giramos juntos hasta rebotar contra las jaulas y luego nuevamente contra el ángulo alicatado.
Beltreïn resbala y cae al suelo. Caigo con él. Sensación viscosa por el formol, los órganos, los fragmentos de frascos. Hace fuego dos veces, oblicuamente, apuntando a mi garganta. Falla. Una lluvia de vidrios, carnes y líquido frío se abate sobre nosotros. Lanzo un grito al contacto con los restos humanos que se me pegan en la nuca, pero no cedo; Beltreïn no deja de vociferar. Más detonaciones. Ni siquiera sé quién dispara. Estamos entrelazados, sacudiendo los brazos, las piernas, atascados en el inmundo charco.
Caigo de espaldas. Beltreïn se abalanza sobre mí con uñas y dientes. Sus gruesas gafas están torcidas, manchadas con rayas marrones. Lo empujo hacia atrás. Una jaula cae sobre nosotros. A través de la gasa y las moscas, Beltreïn me encañona con su arma.
Junto las piernas y golpeo con ellas con todas mis fuerzas sobre los restos de la jaula. El demente aprieta el gatillo; el armazón de madera desvía su mano. La bala se pierde una vez más. Beltreïn aparta los fragmentos, entre los insectos que zumban. Ruedo debajo de la mesa. Cientos de vidrios caen en mis manos, deslizándose por mis mangas.
El aliento de Beltreïn, muy cerca. Gruñendo, riendo, se agacha para localizarme. Desde debajo de la mesa solo veo sus piernas. He perdido mi arma. Veo un fragmento de botella. Lo cojo y lo hundo en la pantorrilla del asesino, hasta que toca el hueso. El monstruo lanza un alarido agudo. Abandono el fragmento en sus carnes y me deslizo del otro lado de la mesa de laboratorio.
Los gritos de Beltreïn invaden la sala. He perdido el sentido de la orientación. No veo nada, excepto la gasa, los órganos, los gusanos. Mi adversario, todavía gritando, rodea la mesa de laboratorio arrastrando su pierna ensangrentada. Ruedo otra vez debajo y trato de salir por el otro lado. Me levanto, apoyándome en las baldosas. Beltreïn está a unos metros de distancia. Ya no me busca. Se debate entre los insectos, agitando su pipa como un matamoscas.
Atravieso la nube y su zumbido, rodeo la mesa y cojo su cabezota. La golpeo varias veces contra el ángulo de la mesa. Sus gafas caen. Las moscas se introducen inmediatamente bajo sus párpados pero también se ceban conmigo. No veo absolutamente nada. Tengo su cabeza entre las manos y los chillidos del cabronazo resuenan en mi piel, vibrando en mis terminaciones nerviosas.
El demente sigue debatiéndose. Caemos juntos otra vez. Está sobre mí, con las facciones ensangrentadas, llenas de insectos. No sé por qué prodigio no ha perdido su arma. A tientas, encuentro un listón de madera que procede de una de las jaulas. Cierro los ojos, acosados por las moscas, levanto el brazo y palpo su rostro. Busco el punto sensible de su sien, allí donde el hueso conserva la fragilidad del recién nacido. Coloco el listón en ese lugar exacto y lo hundo hasta que la madera se rompe entre mis dedos. Retrocedo y abro los párpados. Las moscas se alejan de mí. Están pegadas al cerebro rosáceo de Beltreïn, una especie de tumor vivo que brota de su cabeza agujereada.
Bajé rápidamente la cuesta, tropezando y levantándome varias veces. Sin mirar hacia atrás. No quería volver a ver el búnker, la tumba del demonio. Enfundando la Glock, que había recuperado, llegué hasta el coche. Noté los ataques helados del viento, que me pegaban al cuerpo la ropa empapada de formol y de sangre. Esas sacudidas eran como las planchas de acero que se utilizan para una radiografía, tan frías que queman la piel. Me gustaba ese contacto. Barría las moscas, los gusanos, las partículas de órganos. Las huellas del loco sobre mi piel.
Detrás del volante, murmuré unas oraciones, meciéndome de delante hacia atrás, como si recitara un sura, intentando lo imposible: perdonar a Beltreïn. Salmodié, los ojos cerrados, el cuerpo tenso, pero de mala gana, sin entusiasmo. No sentía la menor compasión cristiana. Ni hacia él, ni hacia mí.
Arranqué. Imaginar las huellas de los neumáticos me hizo pensar en las que debía de haber dejado en la casa: miré mis manos. Tenía puestos los guantes de látex. Me los quité rápidamente y los metí en el bolsillo, aliviado.
Pisé el acelerador a fondo y bajé a toda velocidad por las curvas que me llevaban hasta el valle. Los faros. Había olvidado encender los faros. Cuando surgió la luz tuve la sensación de que los pinos, asustados, se apartaban al verme pasar. A pesar de mi lamentable estado, no podía apartar una idea de mi mente. La última antes del epílogo.
Un asesino circulaba aún por ahí.
El de Laure y las niñas.
Nada había terminado.
Al mismo tiempo, pensé en otra emergencia: Manon. Localizarla antes de que lo hicieran los maderos. Encontrar una explicación para que sus huellas estuvieran en la escena del crimen, y librarla así de toda sospecha.
Tomé un sendero y conduje por el bosque. Salí del coche, hundí mi rostro en las hojas, en las espinas, frotándome hasta sangrar. Me quité el abrigo, lo sacudí, lo golpeé. Me arranqué la camisa, la volví del revés, expulsé los últimos gusanos escondidos entre los pliegues empapados. Por fin, con la piel enrojecida por el frío, sacudida por los espasmos, caí de rodillas y esperé que el viento se llevara la muerte y mis pecados. Recé para que la tempestad purificara mi alma.
Atontamiento. Abolición del tiempo. Me helaba, inmovilizado allí, con el torso desnudo, sin que la menor sensación llegara en mi ayuda. Luego, lentamente, una imagen se dibujó en mi mente. Camille y Amandine, al despertarse, camisones de felpa, con sus peluches en la mano, echando copos de maíz en el cuenco. Estallé en sollozos, con el rostro pegado al suelo.
¿Cuánto tiempo pasó? Es imposible saberlo. Me levanté con dificultad. Con los dientes castañeteando, me arrastré hasta el coche. Giré la llave de contacto y puse la calefacción. Al cabo de una eternidad, cuando el calor empezó a reanimarme, llamé a Foucault.
—Soy yo —refunfuñé—. ¿Habéis encontrado a Manon?
—No.
—¿Has pasado por mi casa?
—No está. Hay maderos por todos lados. ¡Joder! Todos los tipos uniformados de París la buscan.
Pensar en ella me hizo daño. Manon perdida en la ciudad, refugiándose en la sombra de los portales, ocultándose entre la multitud de un viernes por la noche. ¿Por qué no me llamaba? El aire caliente saturaba el habitáculo, pero yo seguía tiritando.
—¿Y Luc?
—Cuando se entere, habrá que colocar rejas en su habitación.
—¿Quién se lo dirá?
—No lo sé. Los matasanos. O Levain-Pahut.
Me tranquilizaba la idea de no tener que hacerlo yo. Pensé una vez más en las dos niñas. Dos gracias habían desaparecido de la tierra. Ahora reconocía mi desesperación. Su rostro particular.
El de Ruanda.
La desesperación de la ausencia de Dios.
—Y tú —prosiguió Foucault—, ¿dónde estás?
—Hay otro muerto.
—¿En Suiza?
—Toma nota de la dirección. Avisa a los maderos de Lausana.
—¿Quién es?
—Moritz Beltreïn, un matasanos.
—¿Qué ha pasado?
—¿Apuntas?
Le dicté las señas de la Villa Parcossola y precisé:
—Llama desde una cabina. De incógnito.
La imagen del médico devorado por las moscas volvía a dibujarse en mi mente.
—Y diles que se den prisa si quieren encontrar algún resto del cadáver.
—¿Por qué?
—Ya lo verán ellos mismos.
—¿Cuándo vuelves?
—Esta noche, conduciendo. Foucault, tienes que encontrar a Manon antes de que lo hagan otros.
Suspiró, traicionando el agotamiento y la resignación.
—Si la localizo la entregaré.
—No. ¡Escóndela hasta mi vuelta! La llevaremos juntos al juez. Foucault murmuró una despedida. Retomé el camino rumbo a Lausana. Mis venas recuperaban la calma. Una calma propia de la nada. Un estado postraumático. Me concentré en las luces de la autopista. Ese único esfuerzo ya era suficiente para ocupar mi conciencia.
En las cercanías de Vevey, sonó el móvil.
—Soy yo.
El corazón me dio un vuelco.
La voz de Manon.
—¿Dónde estás?
—En casa de mi madre.
—¿Dónde?
—En casa de mi madre, en Sartuis.
Traté de hallar alguna lógica en sus palabras. No la encontraba y recurrí a un detalle práctico.
—¿Has tomado el tren?
—En la estación del Este.
—¿A qué hora?
—No lo sé. Después de salir del despacho de la juez.
—¿Has ido directamente a la estación?
—Sí.
—¿No has ido a casa de Luc?
—No. ¿Por qué?
Pensé en las huellas dactilares del piso de la rue Changarnier.
—¿Nunca has estado allí?
—¡Te digo que no!
Una evidencia en sus respuestas: lo ignoraba todo sobre los asesinatos. Cálculo rápido. Eran las diez de la noche. Emplearía por lo menos cinco horas para llegar a Besançon y una hora más para llegar a Sartuis. Manon había sido liberada a eso de las tres, antes de mi llamada a Foucault para pedirle que fuera a buscarla. Eso significaba que había tomado el tren inmediatamente y que acababa de llegar a Sartuis. Este cálculo del tiempo le proporcionaba una coartada indiscutible para la matanza de la familia Soubeyras. Una onda cálida se difundió por mi cuerpo.
—¿Alguien te ha visto? —pregunté.
—No.
—Y de Besançon a Sartuis. ¿Cómo has ido?
—En taxi.
Ese taxista podía atestiguar que la había recogido en Besançon. ¡A la hora del crimen de París! Esa misma noche, ponerse a buscar al conductor. Luego explicar la presencia de las huellas de Manon en la escena del crimen. Una maquinación.
Pero primero debía evitar que cayera en manos de la pasma.
—¿Por qué has ido allí?
—Tenía miedo. Me han machacado durante horas, Mat.
—¿Por qué no me has llamado?
—Creía que estabas de acuerdo con ellos. No quería volver a tu casa. Ni tampoco a la mía en Lausana.
Manon hablaba rápidamente, como una niña pequeña que susurra bajo las sábanas, en el corazón de la noche. Mi voz había vuelto a encontrar su vigor cuando dije:
—No te muevas de ahí. Ahora mismo voy para allá.
Dos horas más tarde cruzaba la frontera en Vallorbe. La E23 hasta Pontarlier y luego en dirección a Morteau, atravesando la región de Doubs. Una hora después tenía Sartuis a la vista. En el fondo de todo este sufrimiento, una luz palpitaba: iba a encontrarme con Manon y ponerla a salvo.
Mientras descendía hacia el valle, vi un furgón de la gendarmería que aceleraba hacia el barrio residencial de Sartuis, con las luces giratorias encendidas pero sin sirena. Cogí el móvil.
—¿Foucault?
—La chica está en paradero desconocido. Mat.
—¿No tienes ninguna pista?
—No.
—¿Y los demás?
—Nada. Creemos que ha regresado al Jura.
—¿Por qué?
—Es una idea de Luc.
—¿Luc?
—Corine Magnan le ha comunicado lo sucedido. Lo ha encajado sin decir ni una palabra. Está cada día más loco. Simplemente, ha dicho que Manon las había matado y que había que buscarla en Sartuis. Ha dicho que volvería a sus orígenes. A la casa de su madre.
Luc era un verdadero vidente. Colgué y aceleré todavía más. Las luces azules de los gendarmes salpicaban las laderas de las montañas. Llegar antes que ellos. Rescatar a Manon. Pisé a fondo el acelerador.
A la entrada de la ciudad giré a la izquierda. Recordaba una carretera, a lo largo de la vía férrea, que no tenía semáforos en los cruces. Metí la cuarta y superé los ciento treinta kilómetros por hora. Mis faros parecían arrancar los árboles del borde de la carretera.
Cuatro minutos más tarde, circulaba por el barrio adinerado de Sartuis. Las luces del furgón surcaban el llano. Detrás de mí. Los había adelantado. Solo disponía de dos minutos para encontrar a Manon.
Localicé la casa piramidal. La fachada con el revoque blanco, la gran cristalera. La casa estaba oscura. Frené en seco en la parte trasera de la vivienda y llamé al móvil de Manon.
—He llegado. ¿Dónde estás?
—En el garaje.
Corrí hasta el garaje adosado a la casa. El destello azul del vehículo de los gendarmes seguía creciendo, como si iluminara todo el valle. Llamé a la puerta mecánica. Lenta, muy lentamente, el panel se abrió.
Cada segundo que pasaba sentía como si me arrancaran la piel a tiras.
Manon apareció en la oscuridad. El rostro claro, nublado por el vaho de los labios. Murmuró:
—No sé por qué he venido aquí. Me muero de miedo en este caserón. Yo…
—Ven.
Manon salió hasta el umbral. Sus gestos eran mecánicos y atemorizados, como los de quienes se salvan de una catástrofe. Los destellos del furgón la petrificaron.
—¿Quién es? ¿La policía?
—Vamos, muévete —le dije.
—¿Saben que estoy aquí?
—Hay novedades.
—¿Qué?
Los gendarmes ya estaban solo a un centenar de metros.
—Laure, la mujer de Luc —susurré—. Ha sido asesinada. Con sus dos hijas.
Manon gimió. Sus ojos encendidos miraron hacia el furgón.
—¿Creen que he sido yo quien lo ha hecho?
Sin responder, tomé su mano y di un paso hacia el coche. Se resistió. Me volví y grité:
—¡Joder! ¡Ven!
Demasiado tarde. El furgón surgió por la curva de la alameda. Cogí a Manon, abrí la portezuela del coche y la empujé dentro, en el lado del conductor. Le puse las llaves en la mano. No iba a pasar otra noche rodeada de uniformes. Se escondería hasta el día siguiente, tiempo suficiente para encontrar al conductor del taxi y exculparla.