Por poco me echo a reír.
—Es posible, sí.
Luces azules en el techo, faros de coche, sirena estridente. Las sensaciones, en
stacatto
. Miedo. Nerviosismo. Ansiedad. Náusea. Aceleré hacia la rue Changarnier, esperando sorprender a Luc en su apartamento, preparando el último acto.
Tardé solo siete minutos en llegar al paseo de Vincennes. Apagué las luces de emergencia, me escabullí por el boulevard Soult, hasta alcanzar, a la izquierda, la calle del domicilio de Luc. Sentía como si los edificios de ladrillo me oprimieran cual anillo de sangre coagulada.
Mis dedos marcaron mecánicamente el código del primer portal. Patio de cemento, fuentes circulares, césped. Otro código para el bloque; luego, el ascensor enrejado. Desenfundé mi 45 y metí una bala en el cañón. A medida que los pisos pasaban, sentía que una tinta negra, un alquitrán, circulaba dentro de mí hasta obstruirme las venas y las arterias.
Pasillo, penumbra. No enciendo las luces. La puerta está precintada. Parece que nadie ha entrado ahí desde la visita de la policía científica.
Una oreja contra la puerta. Ni un solo ruido.
Arranco la cinta amarilla. Empujón hacia arriba, empujón hacia abajo. No hay cerrojo; solo la cerradura principal, que ni siquiera tiene la llave echada. El juego de llaves maestras, directamente en mi mano. La tercera es la buena. Hago girar el resorte con la mano izquierda, manteniendo la Glock en la derecha. Chasquido. Penetro en el apartamento.
Todas mis alertas están en rojo.
Muebles baratos, parquet flotante, bibelots baratos. Aquí todo es falso. Luc Soubeyras ha fingido vivir aquí, al igual que fingió ser madero, ser cristiano, ser mi amigo.
El salón; sin novedad. Me oriento hacia el despacho. Inconscientemente, evito el dormitorio de Laure, donde se encontraron los tres cuerpos. Los cajones están vacíos. Los armarios, que guardaban los expedientes marcados con la letra «D», también. A la luz de las farolas, las fachadas de ladrillos se reflejan en los cristales. El lugar tiene un aspecto sombrío. Experimento un delirio olfativo. Siento cómo flota el olor cobrizo de la hemoglobina.
De vuelta al pasillo.
Contengo la respiración y entro en la habitación del crimen. Parquet negro, muebles blancos. Lecho desnudo, sin sábanas ni colcha, como en suspenso, en la penumbra. Y a la derecha, agrietando la pared, las huellas de sangre. Los tres cuerpos. Primero apoyados en la pared; luego, resbalando hasta el suelo. El tembleque. Imagino a Laure y a sus hijas, abrazadas, muertas de miedo. Pregunto en voz alta:
—Luc, ¿por qué? ¿por qué?
A modo de respuesta, una luz toma forma a mi izquierda, mientras mis ojos se adaptan a la penumbra. Me vuelvo y mis temblores se transforman en un helado sobresalto.
En la pared opuesta, detrás de la cama, una frase en liquen fluorescente.
ALLÍ DONDE EMPEZÓ TODO
De golpe, dos verdades se hacen evidentes.
La primera: que Luc nunca ha dejado de darme pistas, a lo largo de toda la investigación. Esa escritura retorcida, frenética, es la del confesionario, la del árbol de Bienfaisance, la del baño de Sarrazin. Luc es el asesino, solo él, el único.
¿Qué prodigio hizo posible que me escribiera mientras estaba en coma?
¿Actuaba a través de la mano de Beltreïn?
La otra verdad es más breve pero fulgurante.
Luc me está citando, allí donde empezó todo.
Saint-Michel-de-Sèze.
El internado donde nos conocimos.
Donde unimos nuestra pasión por Dios.
En realidad, allí donde se inició nuestro duelo.
Dios contra el diablo.
Bulevar periférico. Piso el acelerador a fondo.
Puedo llegar a Pau en seis o siete horas.
Plantarme en el internado cerca de las tres de la mañana. Autopista A6; luego la A10, dirección Burdeos.
Pongo en marcha mi velocímetro interno, lo fijo a doscientos kilómetros por hora. La carretera está desierta, abismo negro solo interrumpido por las líneas pintadas sobre el asfalto, que mi velocidad engulle.
Empalmo pitillo tras pitillo, sin permitirme pensar. Voy a toda velocidad hacia mi último enfrentamiento; eso es todo. Sin embargo, las visiones aparecen al margen de mi espíritu. Las marcas de sangre en la pared del dormitorio, dibujando las siluetas de las víctimas. El cuerpo de Manon, destrozado entre las chapas de mi propio coche. Sarrazin, en su bañera llena de vísceras. Esos fantasmas flotan conmigo en el coche: mis únicos compañeros.
Once de la noche
Me asalta el cansancio. Enciendo la radio, para seguir atento. France Info. Ya no se habla del triple asesinato de la rue Changarnier. Extraño sentimiento, el vértigo. Soy el único en el mundo que posee la clave del enigma.
Medianoche
Abro la ventanilla para que el viento me dé en la cara. No hay nada que hacer. Mis párpados se cierran solos, mis miembros se anquilosan. El sueño, con su peso de estrella muerta, se abate sobre mí. Entro en un área de descanso.
Apago el contacto y me duermo inmediatamente.
Cuando despierto, el reloj del salpicadero indica las tres menos cuarto. He dormido casi tres horas. Arranco y encuentro una gasolinera. Lleno el depósito. Un café. He hecho seiscientos kilómetros en cuatro horas. Estoy cerca de Burdeos. Después del puente de Arcins, solo me faltarán doscientos kilómetros hasta Pau. Al alba estaré en Saint-Michel-de-Sèze.
¿Verdaderamente me espera Luc allí? Un destello y vuelvo a vernos con catorce años, al pie de las estatuas de los apóstoles. Los mejores amigos del mundo, unidos por la fe y la pasión. Arrojo el vaso de cartón a la papelera; el café sabe a vómito. Retomo el camino.
Recorro los últimos doscientos kilómetros a velocidad media, con los ojos abiertos como platos. Cerca de las seis, la salida de Pau aparece a la derecha. Tomo primero la dirección de Tarbes por la A64-E80; luego la D940 hacia Lourdes, directo al sur.
De pronto, reconozco la carretera.
Quince kilómetros todavía y surge la colina familiar. Nada ha cambiado. El monasterio que sobresale en la cumbre. Su campanario en forma de lápiz de madera. Los edificios modernos, diseminados por la ladera. Si la cita es aquí, intuyo dónde, exactamente.
Subo por la carretera de curvas, bordeo el complejo y me detengo en el aparcamiento de la abadía. Me dirijo a pie hacia el portal del muro del recinto. Varios cientos de metros más abajo, al pie de la colina, el internado duerme. Atmósfera lunar. No siento el frío. Estoy tan frío yo mismo que el viento helado no produce en mí ningún efecto.
Escalo la reja y subo por el camino de piedra hasta el claustro. No tomo ninguna precaución. Otro muro. No hay problema, conozco el camino. Sigo por la derecha hasta encontrar la primera tronera, situada a un metro y medio del suelo. Me deslizo de costado y caigo al otro lado, sobre el césped húmedo de escarcha.
Esta vez me quedo a cubierto, a la sombra del muro. Durante más de cinco minutos, observo el monasterio. No se mueve ni una hoja. Me pongo en marcha. Oigo cómo cruje la hierba helada bajo mis pies. Las bocanadas de vaho que salen de mis labios. Los latidos de mi corazón, concentración de vida aislada sobre esta colina, entre el cielo y la tierra.
¿Está también él aquí?
¿Estamos los dos conteniendo el aliento?
En la esquina del claustro me detengo. Desenfundo nuevamente mi arma. Ni un ruido, ni un movimiento. Atravieso la galería y accedo al patio interior. Un cuadrado de hierba azulada, envuelto en silencio. A uno y otro lado, los arcos del claustro, sombríos. Y delante mismo, las estatuas. San Matías con su hachuela; Santiago el Mayor con su bordón de peregrino; san Juan, llevando su cáliz.
Estos santos eran nuestros modelos. Queríamos ser peregrinos, apóstoles, soldados. Solo este último voto no ha sido traicionado. A nuestra manera, nos hemos convertido en guerreros. No en aliados, como yo creía, sino en adversarios.
El frío comienza a entumecerme. Me doy todavía cinco minutos para ver si el enemigo está ahí. Al cabo de dos, mis sentidos se debilitan. Ya no tiemblo. El frío me envuelve, como si fuera anestesia.
Debo moverme, de lo contrario me congelaré, como en el puerto de Simplon. Entro bajo la bóveda. No estoy realmente en guardia, sé que Luc querrá hablar conmigo antes de matarme. Su declaración, su explicación es el obligado epílogo. La conclusión lógica de su maquinación. La verdadera victoria del mal sobre el bien, cuando Satán remata a su presa mediante la palabra.
Cuatro minutos.
Me he equivocado. Luc no está aquí. Bajo el arma, mi índice reposa sobre la protección del gatillo. Un callejón sin salida. Luc ha desaparecido y no tengo ni la menor pista. No he sabido entender su mensaje.
Entonces comprendo mi error, allí donde empezó todo.
La historia no empezó aquí, en este monasterio, sino mucho antes. El verdadero origen de la leyenda de Luc es su accidente. No me ha citado en la cuna de nuestra amistad y nuestra rivalidad, sino en el nacimiento de su experiencia fundadora.
En la sima de Genderer.
Allí donde recibió la revelación del diablo.
Según el artículo sobre el rescate de Luc, la cavidad se sitúa a treinta kilómetros al sur de Lourdes, en el parque nacional de los Pirineos occidentales. Rodeo la ciudad mariana y tomo la N21 a todo gas. Argelès-Gazost. Pierrefitte-Nestalas. Aparecen las montañas, más densas que la misma oscuridad. Cauterets. En el centro de la ciudad, un cartel señala la dirección de Genderer. La carretera sube. Ganar altura para hundirse mejor en los abismos.
Cinco kilómetros más adelante, consigo ver el lago de Gaube. Una carretera comarcal, a la derecha, se esconde bajo los árboles desnudos. Hago marcha atrás para seguir subiendo. Después de una curva y de algunas casas aisladas no queda nada más, solo una flecha: Genderer.
La carretera se termina bruscamente en un aparcamiento.
Cierro el coche y me dirijo hacia el edificio de la entrada. Una serie de arcos futuristas de acero, integrados en lo alto del acantilado. El frío ha cambiado. Ahora, es una mordedura seca, implacable, un grado más en la escala de dureza. La borrasca hace restallar mi abrigo. Me veo como un ángel redentor, camino de su última batalla.
Bajo las bóvedas, unos escaparates: venta de entradas, tienda de souvenirs, bar-restaurante. Cerrados con una única reja. Sin embargo, cerca de la taquilla, distingo una luz bajo una puerta. Y también, aguzando el oído, el rumor de una radio. Sacudo la reja hasta armar un enorme alboroto.
Un hombre aparece. Hirsuto, mal afeitado, boquiabierto; muy parecido al guardián del ayuntamiento de Sartuis.
—¿Qué pasa? ¿Se ha vuelto loco?
Le meto mi identificación en la nariz a través de la reja de hierro. Se acerca; su aliento apesta a café.
—¿Qué quiere?
—Bajar.
—¿A esta hora?
—Abra.
Refunfuñando, el tipo acciona un sistema con el pie. La reja se abre. Paso por debajo y me pongo de pie frente a él. Su barba reluce como un estropajo metálico.
—Coja una lámpara y lléveme abajo.
—¿Tiene algún documento, una orden, algo?
Lo empujo delante de mí.
—Vístase. Y no olvide la linterna.
El tío se vuelve y empieza a andar, caminando de lado. Lo sigo para estar seguro de que no llamará a los gendarmes o a quien sea. Desaparece en la portería y vuelve. En la mano lleva una linterna con un cordón en bandolera. Se ha puesto un chubasquero color caqui; me da otro.
—Esta debe de ser su talla. Abajo hay mucha humedad.
Me pongo el poncho; me queda como un sudario.
—He encendido las luces de abajo. Tenemos instalación eléctrica. ¡Todo el año es Navidad!
Da una vuelta a mi alrededor y toma el pasillo que se hunde en la gruta. Al final, aparecen los barrotes negros de otra reja. Un montacargas, como los de los mineros de antaño. Mi guía manipula su juego de llaves y corre el cerrojo de la puerta de hierro montada sobre raíles.
—Por aquí, la visita.
Penetro en la cabina. Mi botones me sigue y cierra la reja. Manipula el cuadro de mando con ayuda de otra llave. Nos llega un soplo de humedad que indica el abismo que tenemos bajo nuestros pies. La plataforma se tambalea y se inclina por el peso. Bajamos con un movimiento fluido, suave, suelto. Pasados los primeros metros, la roca, alisada por una malla metálica, desfila delante de nosotros. Tengo la sensación de hundirme no solo en las profundidades de la tierra, sino también en los estratos olvidados de los tiempos. Las edades glaciares del mundo.
El guardián suelta su discurso de viejo veterano.
—Bajamos a veinte kilómetros por hora. A ese ritmo, dentro de tres minutos llegaremos a una profundidad de mil metros y…
No lo escucho. Mi cuerpo me informa. Mis pulmones se vacían, mis tímpanos están a punto de romperse. La presión. La corteza rocosa sigue pasando, negra, chorreante, a una velocidad vertiginosa. Mi guía insiste:
—Sobre todo, no saque la mano. Ha habido accidentes. La fuerza de aspiración…
—¿No ha oído algo esta noche?
—¿Como qué?
—Un intruso. Un visitante.
Me mira con curiosidad. La plataforma ha llegado a la velocidad máxima de bajada. Experimento una especie de ebriedad. Descendemos en estado de ingravidez. Por fin, la máquina disminuye la marcha con un chirrido de cables. Mi cuerpo se comprime. Mis entrañas se retuercen y después vuelven a su sitio, dejándome un sabor nauseabundo en la garganta. El hombre abre.
—Menos mil metros. Fin del trayecto.
Sobre el umbral, vacilo. Un peso misterioso entorpece el ritmo de mi circulación sanguínea. Delante de mí, un cruce da acceso a varias galerías. Los fluorescentes están atornillados en la roca misma. En una de las aberturas hay un letrero: sentido de la visita. Me doy cuenta de que conozco el lugar exacto de la cita, allí DONDE EMPEZÓ TODO.
—¿Le dice algo el nombre de Nicolas Soubeyras? —pregunto.
—¿Quién?
—Nicolas Soubeyras. Un espeleólogo. Muerto en esta sima, en 1978.
—Yo ya curraba aquí —gesticula el hombre—. No hablamos de ello. Es mala publicidad.
—¿Sabe usted qué pasó?
Golpea el suelo con el talón.
—Justo debajo de nosotros. En la sala de baile. Por lo menos quedan todavía quinientos metros.
—¿Es accesible?