—No. Está reservada a los profesionales.
—¿Hay alguna entrada?
Sacude la cabeza.
—A partir de aquí, las flechas indican el camino, que desciende doscientos metros. A mitad del trayecto, hay una escalera para el personal, que se hunde todavía cien metros más abajo. Pero de ahí en adelante, es solo para espeleólogos. Hay que pasar por sifones y chimeneas. Un auténtico laberinto.
—¿Tengo alguna posibilidad de conseguirlo?
—¿Ha practicado alguna vez espeleología?
—Nunca.
—Entonces, olvídelo. Incluso los profesionales tienen problemas. Un tío como usted, si llega al primer sifón, ahí se quedará.
Dos posibilidades. O me he equivocado y renuncio al primer obstáculo. O Luc me espera en el fondo y ha preparado el camino de una manera u otra. Tomo conciencia de dos sensaciones simultáneamente: la humedad intensa y el ruido de la ventilación artificial.
—Indíqueme el camino.
—¿Qué?
—El camino para bajar a la sala de baile.
El guardián suspira.
—Al final de la galería, tome la escalera y siga los carteles. Está iluminado. Luego, vaya con cuidado. Encontrará una puerta de hierro a la izquierda. El pasaje del que le he hablado. Si todavía está en condiciones, pase al otro lado. Allí, encienda las lámparas con el interruptor. Y preste atención, porque enseguida topará con un pozo.
—¿Podré bajar?
—Lo veo difícil. Los escalones están encastrados en la roca, como una
via errata
. Al fondo encontrará una gran sala; luego un primer sifón, donde el agua cae por todos lados. Después hay otro pozo, muy estrecho, que da a una segunda sala. Ni siquiera estoy seguro, porque nunca he estado. Si por milagro todavía está vivo, más le vale abandonar. Por el liquen.
—¿Qué liquen?
—Una variedad que despide un gas tóxico. Un chisme luminiscente. Ese tipo de musgo que envenenaba a los egiptólogos y…
—Ya lo conozco. ¿Y después?
—No hay un después. No llegará hasta ahí.
—Digamos que lo consigo.
—Entonces, ya no estará lejos. En aquella época, el desprendimiento empujó a Soubeyras y a su crío dentro de una cámara cerrada. Fue ahí donde quedaron atrapados. Más tarde, se excavó un pasaje para acceder a la sala de baile. Es fantástico. Lo he visto en fotos.
Bajo el poncho, los temblores sacuden mi cuerpo. Terror o impaciencia. No lo sé. El liquen es el indicio. El último elemento que cierra el círculo. Luc me espera en esa sala, exactamente después de la antecámara de su primera muerte.
—Ha mencionado usted una puerta de hierro. ¿Está cerrada con llave?
—¿Y a usted qué le parece?
—La llave.
El hombrecillo duda. De mala gana, saca su juego de llaves y extrae una. La cojo, así como la linterna; luego meto al guía de nuevo en la cabina del montacargas. Trata de protestar.
—¡No puedo permitírselo! ¡Usted no está cubierto por el seguro!
—Nunca me cubro —digo, cerrando la reja—. Si no estoy de vuelta dentro de dos horas, llame a este número.
Garabateo las señas de Foucault sobre uno de los recibos de la autopista y se lo paso a través de la malla.
—Dígale que Durey tiene problemas. Durey, ¿entendido?
El hombre no deja de menear la cabeza.
—Si tiene la suerte de llegar al sifón, cuidado con el liquen. O bien pasa en menos de diez minutos o ahí se queda.
—Me acordaré.
—¿Está seguro de lo que hace?
—Espéreme arriba.
Todavía duda. Finalmente, por fin se decide a accionar el cuadro de mando.
—Le mandaré de vuelta el ascensor. ¡Suerte!
La cabina desaparece en medio de un temblequeo de chatarra. El vacío se cierne sobre mí, impregnado del ruido de la ventilación y el goteo del agua. Me vuelvo, lámpara al hombro, y me pongo en marcha.
A cincuenta metros, una escalera en picado. Cientos de escalones, prácticamente en vertical. Me agarro a la baranda. Las gotas caen brillando sobre los muros; el agua hace centellear el techo; hay humedad por todas partes, una humedad penetrante, que empapa el aire como si fuera una esponja.
Abajo, otro letrero: sentido del recorrido. El ritmo regular de los fluorescentes, fijados en el techo, recuerda al túnel de un metro. Después de andar cien metros, localizo la puerta, a la izquierda. Uso la llave y busco el interruptor. Una serie de bombillas, unidas entre sí por un solo cable, se enciende débilmente. Cada vez más lúgubre, la galería es oscura, en suave pendiente. Dejo a un lado mi temor y sigo, sin ver realmente dónde pongo los pies. Mis hombros topan con las lamparillas, que oscilan a mi paso.
De pronto, la pendiente se quiebra en ángulo recto. El pozo. Enciendo la linterna y veo los peldaños de hierro en la pared opuesta. Pruebo con el tacón del zapato los primeros barrotes, apago la linterna, me la coloco en bandolera y luego empiezo a bajar mirando los escalones.
Un centenar de peldaños más abajo, piso suelo firme. No veo nada pero el aire fresco me dice que me encuentro en un gran espacio. «La primera sala.» Cojo la linterna y la enciendo nuevamente. Estoy en una galería. A mis pies, una cueva inmensa. Un valle circular, que recuerda un anfiteatro romano.
Los volúmenes de la roca dibujan miríadas de ornamentos. Los picos se elevan, las puntas se bajan, formando franjas, pilares, encajes. Es absurdo, pero vuelve a mi mente una vieja lección de Sèze. «Estalactitas: solidificaciones calcáreas que se forman en el techo de una cueva por evaporación de gotas de agua.» «Estalagmitas: solidificaciones que surgen en columnas desde el suelo.»
Me desplazo hacia la izquierda, de espaldas a la pared de roca. Sostengo la linterna delante de mí y tengo cuidado de no bajarla para no iluminar el vacío.
Otra galería. Avanzo, encorvado, a veces casi en cuclillas. Las piedras de los desprendimientos ruedan debajo de mis zapatos. Mis tobillos se tuercen en las salientes, se hunden en los charcos. Mi campo de visibilidad se limita al haz de mi linterna. Los ruidos de la corriente de agua me confirman que estoy en el buen camino. El guía ha mencionado un sifón.
Por fin, delante de mí, el torrente. Dudo un instante. Luego vuelvo a colocarme la linterna en el hombro, afianzo los pies en los lados de la galería, casi rozando el agua. Otro descenso. El agua está por todas partes. El agua es la sangre de la cueva. Sus galerías son sus venas, sus arterias. Y yo estoy en el corazón de esta circulación.
Por fin, una superficie plana. Enfoco con la linterna, una cámara de rocas negras. Los bloques cubren el suelo, las estalactitas lamen los muros, ninguna salida. Todavía algunos pasos. De repente, una boca. El segundo pozo que ha mencionado el guardián. Pero esta vez no hay ningún escalón, ningún amarre. Imposible bajar sin equipo.
En ese momento, percibo un destello. Dirijo el haz luminoso y descubro un arnés atado a una cuerda. La confirmación. Luc me ha preparado el camino. Está ahí, muy cerca, esperando el último enfrentamiento.
Me coloco el arnés enredándome con mi ropa mojada. No tengo ninguna experiencia en alpinismo, pero a pesar del miedo encuentro algunos restos de sentido práctico. Una vez amarrado, me dejo caer de espaldas al vacío. Primero no pasa nada. Me mantengo suspendido, girando sobre mí mismo, con las dos manos aferradas a la cuerda. Luego, empieza a desplazarse hundiéndome lentamente en la oscuridad. Ya no pienso en nada. Planeo con los ojos cerrados. Estoy cayendo, físicamente, en el infierno de Luc.
Mis pies pisan suelo firme. Me libero del arnés y enfoco con mi linterna. La segunda sala. El mismo arco de círculo, las mismas estalactitas. Pero el halo de mi lámpara adquiere una tonalidad verde. Con un gesto la apago. El resplandor verdoso continúa. Un olor fosfórico me produce picor en las fosas nasales. El liquen. Por todas partes a mi alrededor.
Semanas de análisis, de investigaciones, de conjeturas para establecer el origen de este musgo. Y ahí está. He llegado a la fuente del misterio, como los egiptólogos cuando descubrieron la tumba de Tutankamón, dejándose el pellejo.
Todavía algunos metros. No he vuelto a encender mi linterna. La noche vuelve a cambiar. Ahora distingo un halo rojizo. Pienso en las visiones de los Sin Luz. La escarcha incandescente. La linterna palpitando. ¿Se me aparecerá el diablo?
El resplandor proviene de una de las galerías. Sigo sin encender la linterna y avanzo a gatas hacia el interior. Mis palmas me envían una nueva señal: la piedra está caliente. Una lignita, algún otro mineral, que guarda el recuerdo del magma inmemorial. Tengo la sensación de acercarme al corazón incandescente de la tierra.
Otro nicho.
Una cavidad circular, de algunos metros cuadrados, muy baja.
Aquí se ha levantado un altar, rodeado de faros de espeleólogo.
Pero no es la puesta en escena lo que me fascina.
Son los dibujos sobre los muros.
Los pictogramas apretujados, como surgidos de la prehistoria.
Adivino que me encuentro delante de los bocetos que Luc mencionó: las figuras que supuestamente Nicolas Soubeyras bosquejó antes de morir. Ahora sé que estas obras son del mismo Luc. Nunca fueron dibujadas en una libreta, sino sobre las paredes de la cueva. Los dibujos de un Luc de once años de edad, muerto de miedo, emparedado vivo, asfixiándose cerca del cadáver de su padre.
Me acerco. Los motivos tienen reminiscencias de los de Lascaux o los de Cosquer. El niño utilizó rotuladores a los que les aplastó las puntas. Rojos, ocres, algunos negros. Los colores de los primeros artistas de la historia del hombre.
El fresco repite siempre la misma escena. Una silueta, dibujada con algunos trazos, una especie de Y. Una criatura. A su lado, otra figura, echada. El padre. Encima, una cúpula erizada de estalactitas. Las imágenes repiten siempre la misma escena: el niño, el padre, la bóveda.
El único elemento que cambia es la forma de las estalactitas que, poco a poco, se alargan, se distorsionan, se transforman en zarpas. En las últimas variantes, las garras de piedra forman un rostro: los rasgos de un anciano, acentuados con blanco y rojo. De modo que, incluso antes de hundirse en el coma, Luc ya había visto que el Príncipe de las Tinieblas venía a llevárselo.
Una voz detrás de mí.
—Es aquí donde nos encontró la muerte, a mi padre y a mí.
Me vuelvo. Luc está ahí, vestido con un mono azul de espeleólogo. El mismo que llevaba su padre en el exultante retrato de su escritorio. Sentado en el suelo, rodeado por las lámparas. No va armado. Nuestro combate se sitúa más allá de las armas, de la sangre, de la violencia.
Nuestro combate es escatológico.
Los dos estamos ya muertos.
Muertos y enterrados.
—¿Qué te parece mi fresco? —me pregunta—. ¡La pasión según san Lucas!
La voz es ambigua. Sarcástica, desesperada. Reencuentro al adolescente contradictorio de Saint-Michel-de-Sèze. Frágil y dominante, febril y desencantado.
—Espero que hayas comprendido dónde estamos. Llegará un día en el que se hablará de esta gruta como se habla del jardín milanés de san Agustín o de Claudel y Notre-Dame. El escenario de una conversión. De hecho, la antecámara del misterio. Esta cueva solo fue el preámbulo de las verdaderas tinieblas —dijo, apuntándose a la sien con el índice—. Las del coma, allí donde Él vino a buscarme.
Luc contempló el fresco unos segundos, soñador, a mis espaldas. Prosiguió:
—Para empezar, imagínate el pánico que sentía cuando bajé aquí. —Breve risa sarcástica—.Yo era claustrofóbico. Mi padre lo sabía, pero aun así, me trajo a esta sima. ¡Para que me convirtiera en un hombre! ¿Te imaginas mi angustia, mi desamparo? Me sentía fatal. Sin embargo, la verdadera prueba empezó después del derrumbe. Cuando comprendí que estaba emparedado junto al cadáver de mi padre.
Ya no había ruido. Ni del murmullo del agua ni de corrientes subterráneas. Un nuevo ecosistema, en el que reinaba un calor suave pero a la vez desagradable, una sequía extraña.
—Ven —dijo, levantándose—. Se puede acceder a la gran sala.
Sigo sus pasos, agachado bajo la bóveda. Penetramos en una enorme gruta. La sala de baile. Sobre una pasarela natural, las lámparas siguen escalonándose e iluminan el lugar. Unas columnas gigantescas surgen de las tinieblas para sostener la bóveda. Unos grupos de estalactitas descienden, simulando arañas de cristal. Las paredes son negras, estriadas, carbonosas. Tengo la sensación de admirar una catedral maldita, perfectamente apropiada para el culto de Luc.
Avanzamos por la pasarela. Más abajo, sobre los salientes rocosos, hay objetos que traicionan la presencia humana. Una tienda, un macuto, un hornillo. Todo está preparado para una expedición espeleológica. Luc debe de volver aquí de vez en cuando; al origen.
—Ponte cómodo. Desde aquí, la visu es prodigiosa.
Me siento sobre el parapeto, evitando mirar el vacío bajo mis pies.
—¿Sientes el calor? La lignita, Mat. El aliento de la tierra. Créeme, aquí el cuerpo de mi padre no tardó mucho tiempo en pudrirse. Esas carnes hinchadas, reventadas. Nunca me abandonaron. Cuando mi lámpara se apagó, me quedé con los olores, el gas, la muerte. Extinguirme fue un alivio. Es ahí, en el fondo de la inconsciencia, donde la iniciación tuvo lugar.
—¿Qué viste?
—Empiezas a hacerte cierta idea de lo ocurrido, ¿no?
—¿Es lo que contaste bajo hipnosis?
—Me inspiré en mis verdaderos recuerdos, sí.
—Ese anciano, esos cabellos luminosos, ¿por qué?
—Mat, hemos llegado al final del camino y sigues sin entender nada.
—Contesta mi pregunta ¿Quién es ese anciano?
—No hay respuesta. Ante un misterio hay que inclinarse. Piensa en tu fe. ¿Serías capaz de describirla en términos racionales? ¿Serías capaz de explicarla? Y sin embargo, nunca has dudado de la existencia de Dios.
—¿Y el Juramento del Limbo?
Luc sonrió.
—Intraducible. Ni en palabras ni en ideas. Sin duda, tú imaginas un pacto, un trato, todas esas gilipolleces estilo Fausto. Pero el Juramento del Limbo es una experiencia que no se puede describir. Un poder que te colma hasta el punto de convertirse en tu único impulso vital. Cuando Satán me salvó, no salvó al que yo era. Dio origen a un nuevo ser.
Opté por la ironía.
—¿De modo que no eres más que otro Sin Luz?
—Soy mucho más que eso y tú lo sabes. Un mensajero. Un emisario. Penetro en las conciencias y difundo Su palabra. Creo mis propios posesos. ¡Organizo mi legión!