Adam Sabir conoció el éxito con un libro sobre Michel de Nôtre-Dame, más conocido como Nostradamus, el renombrado artífice de profecías y eventos futuros. Ahora Sabir intenta encontrar un nuevo tema que ponga fin a su bloqueo literario y económico. Por eso siente que su suerte puede estar cambiando cuando entra en contacto con Babel Samana, un gitano que asegura estar en posesión de las legendarias cincuenta y dos profecías perdidas de Nostradamus. Desgraciadamente, ese primer encuentro acaba de forma abrupta y sangrienta. Y, tras la aparición del cadáver mutilado de Samana, Adam se convierte en el principal sospechoso del crimen.
Ahora Adam, siguiendo la única pista que le ha dejado Samana antes de morir, debe acudir a la localidad de Samois, exponiéndose a la venganza de los miembros del clan gitano. Si logra convencer a la familia de Samana de su inocencia, si a continuación consigue escapar al cerco policial, Sabir se las verá con un adversario tan cruel como formidable. El premio es un conocimiento perdido desde hace siglos… y conservar su propia vida.
Con
Las 52 profecías
, Mario Reading nos trae una trepidante novela cargada de enigmas centenarios, villanos brutales y el exótico folklore gitano como telón de fondo de las sorprendentes predicciones de uno de los profetas más famosos de todos los tiempos.
Mario Reading
Las 52 profecías
ePUB v1.0
Crubiera27.03.13
Título original:
The Nostradamus Prophecies
Mario Reading, 2009.
Traducción: Victoria Horrillo Ledesma
Diseño portada: Editorial Umbriel
Editor original: Crubiera (v1.0)
ePub base v2.1
Para mi hijo Lawrence,
con todo mi cariño
Escribir y documentar un libro como éste puede ser una experiencia solitaria abrumadora, de modo que uno agradece aún más que alguien, fuera de su familia inmediata, se tome algún interés por él. Mi agente, Oli Munson, de Blake Friedmann, defendió el libro desde el principio: desde su fase larvaria hasta la de mariposa hecha y derecha, pasando por la de crisálida. Me siento profundamente en deuda con él por su amistad y su apoyo inquebrantable, así como con todo el personal de Blake Friedmann por su polifacético talento colectivo. Ravi Mirchandani, mi editor en Atlantic, vio también desde muy pronto cualidades en el libro, al igual que mi editor alemán, Urban Hofstetter, de Blanvalet, la primera gran editorial internacional que lo respaldó al cien por cien: les estoy hondamente agradecido a ambos. Gracias, también, al departamento comercial de Atlantic, y en especial a su director ejecutivo, Daniel Scott, cuyo informe personal elogiando el libro me animó considerablemente. Y también al anónimo
bouquiniste
de la ribera izquierda del Sena que pasó casi toda una tarde de verano compartiendo generosamente conmigo sus conocimientos sobre los gitanos
manouches
. Por último, quiero dar las gracias a la British Library y la Bibliothèque Nationale de France por su sola existencia. Los escritores de todo el mundo están en deuda con ellas.
«Como no se le ocurrió dejar nota alguna, lloraron su muerte hasta que, ocho meses después, llegó su primera carta desde Talcahuano».
Tifón
, Joseph Conrad
«Nuestra misión en la vida no es triunfar, sino seguir fracasando con el mejor de los ánimos».
Robert Louis Stevenson
«Quizás una prueba de hasta qué punto es aleatorio el concepto de nacionalidad resida en el hecho de que tenemos que aprenderlo antes de reconocerlo como tal».
Diario de lecturas
, Alberto Manguel
Place de l'Étape, Orleáns
16 de junio de 1566
De Bale inclinó la cabeza y el verdugo empezó a tirar de la polea. El
chevalier
de la Roche Allié llevaba puesta la armadura completa, y el aparato se tensó y chirrió antes de que saltara el trinquete y el mecanismo empezara a elevarle. El verdugo había advertido a De Bale de las consecuencias que podría tener tanta carga, pero el conde no quiso ni oír hablar del asunto.
—Conozco a ese hombre desde niño,
maître
. Su familia es de las más antiguas de Francia. Si quiere morir con su armadura, está en su derecho.
El verdugo se guardó de llevarle la contraria; quienes se enfrentaban a De Bale solían acabar en el potro, o rociados con alcohol y abrasados. De Bale tenía el sello de la Iglesia y la gracia del rey. En otras palabras, aquel canalla era intocable. Lo más parecido a la perfección que podía alcanzar un mortal.
De Bale miró hacia arriba. Por ser sus delitos de lesa majestad, a De la Roche Allié se le había sentenciado a ser izado hasta una altura de cincuenta pies. De Bale se preguntaba si los ligamentos de su cuello aguantarían la tensión de la cuerda y las cien libras de acero a las que le habían atado sus escuderos antes de la ejecución. No estaría bien visto que se partiera en dos antes de ser arrastrado y descuartizado. ¿Había pensado De la Roche Allié en aquella eventualidad al hacer su petición? ¿Lo había planeado todo? De Bale no lo creía. El hombre era un inocente de vieja casta.
—Ya está a cincuenta, señor.
—Bájalo.
De Bale vio descender hacia él el fardo de la armadura. Estaba muerto. Era evidente. Llegado a aquel punto, casi todas sus víctimas se retorcían y pataleaban. Sabían lo que venía después.
—El
chevalier
está muerto, señor. ¿Qué queréis que haga?
—Bajar la voz, para empezar. —De Bale miró a la multitud. Aquella gente quería sangre. Sangre de hugonote. Si no la tenían, se volverían contra el verdugo y contra él, y los despedazarían miembro a miembro—. Arrástralo de todos modos.
—¿Disculpad, señor?
—Ya me has oído. Arrástralo de todos modos. Y asegúrate de que se retuerce. Chilla por la nariz, si hace falta. Falsea la voz. Y haz mucho teatro cuando lo destripes. La muchedumbre tiene que creer que lo está viendo sufrir.
Los dos jóvenes escuderos fueron a desabrochar la armadura del
chevalier
.
De Bale les indicó con un gesto que se apartaran.
—El
maître
lo hará. Volved a vuestras casas. Los dos. Habéis cumplido con vuestro deber para con vuestro señor. Ahora es nuestro.
Los escuderos retrocedieron, pálidos.
—
Maître
, quítale sólo la gola, el peto y la escarcela. Deja en su sitio las grebas, los quijotes, el yelmo y los guanteletes. Los caballos se ocuparán del resto.
El verdugo se puso manos a la obra.
—Estamos listos, señor.
De Bale asintió y el verdugo hizo el primer corte.
Casa de Michel de Nostredame, Salon-de-Provence,
17 de junio de 1566
—Viene De Bale, señor.
—Lo sé.
—¿Cómo lo sabéis? No es posible. Hace diez minutos que una paloma mensajera ha traído la noticia.
El viejo se encogió de hombros y colocó su pierna hinchada más cómodamente sobre el escabel.
—¿Dónde está?
—En Orleáns. Dentro de tres semanas estará aquí.
—¿Sólo tres semanas?
El criado se acercó. Empezó a retorcerse las manos.
—¿Qué vais a hacer, señor? El
Corpus Maleficum
está interrogando a todos aquellos cuya familia haya profesado alguna vez la fe judía. Marranos. Conversos. Y también a los gitanos. A los moros. A los hugonotes. A cualquiera que no sea católico desde la cuna. Aquí ni siquiera la reina puede protegeros.
El viejo hizo con la mano un ademán de indiferencia.
—Poco importa ya. Me habré muerto antes de que llegue el monstruo.
—No, señor. Claro que no.
—¿Y tú, Ficelle? ¿Preferirías estar lejos de aquí cuando llegue el
Corpus
?
—Me quedaré a vuestro lado, señor.
El viejo sonrió.
—Me servirás mejor haciendo lo que te pido. Necesito que hagas un viaje en mi lugar. Un viaje largo y lleno de obstáculos. ¿Harás lo que te diga?
El criado bajó la cabeza.
—Haré cualquier cosa que me pidáis.
El viejo se quedó mirándole unos segundos, como calibrándole.
—Si fracasas en esto, Ficelle, las consecuencias serán mucho más terribles que cualquier cosa que De Bale, o el Diablo al que sirve sin saberlo, pueda inventar. —Vaciló con la mano apoyada sobre su pierna grotescamente hinchada—. He tenido una visión. Una visión de tal claridad que empequeñece la obra a la que hasta ahora he dedicado mi vida. He dejado sin publicar cincuenta y ocho cuartetas por razones que no voy a explicar y que sólo me atañen a mí. Seis de esas cuartetas tienen un propósito secreto. Te explicaré cómo usarlas. Nadie debe verte. Nadie debe sospechar. Las cincuenta y dos cuartetas restantes hay que esconderlas en un lugar determinado que sólo tú y yo podemos conocer. Las he guardado dentro de este cilindro de bambú. —El viejo metió la mano bajo su sillón y sacó el cilindro sellado y envuelto—. Lo pondrás donde te diga y exactamente de la manera que te ordene. No te apartarás de mis instrucciones. Has de cumplirlas al pie de la letra. ¿Entendido?
—Sí, señor.
El viejo se recostó en el sillón, agotado por la intensidad de lo que intentaba comunicar.
—Cuando vuelvas, después de mi muerte, irás a ver a mi amigo y albacea, Palamède Marc. Le hablarás de tu misión y le dirás si has tenido éxito. Luego él te dará una cosa. Una cosa que asegurará tu porvenir y el de tu familia durante generaciones. ¿Me has entendido?
—Sí, señor.
—¿Confías en mi juicio y seguirás mis instrucciones al pie de la letra?
—Sí.
—Entonces serás bendecido, Ficelle. Por un pueblo al que nunca conocerás y por una historia que ni tú ni yo imaginamos ni siquiera remotamente.
—Pero vos conocéis el futuro, señor. Sois el más grande vidente de todos los tiempos. Hasta la reina os ha honrado. Toda Francia conoce vuestro don.
—Yo no sé nada, Ficelle. Soy como este tubo de caña de bambú. Abocado a transmitir cosas sin comprenderlas nunca. Lo único que puedo hacer es rezar por que detrás de mí vengan otros que hagan mejor las cosas.
París. Quartier Saint-Denis, en la actualidad.
Achor Bale no disfrutaba matando. Hacía tiempo que no sentía ningún placer. Miraba al gitano casi con afecto, como podía mirarse a un conocido que se bajara de un avión.
Había llegado tarde, desde luego. No había más que mirarle para ver brotar la vanidad por cada uno de sus poros. El bigote años cincuenta, al estilo de El Zorro. La reluciente chaqueta de cuero comprada por cincuenta euros en el mercadillo de Clignancourt. Los finísimos calcetines granates. La camisa amarilla con estampado de penachos y enormes cuellos de punta. La medalla de oro falso con la imagen de santa Sara. El hombre era un dandi sin gusto, tan fácil de reconocer para los de su especie como un perro para otro perro.
—¿Has traído el manuscrito?
—¿Es que crees que soy imbécil?
No, desde luego
, pensó Bale.
Un imbécil rara vez se avergüenza de sí mismo. Este lleva su venalidad como una insignia en el pecho
. Bale se fijó en las pupilas dilatadas. En la pátina de sudor que cubría sus facciones bellas y afiladas como cuchillas. En el tamborileo de sus dedos sobre la mesa. En el golpeteo de sus pies.
Un drogadicto
, entonces. Cosa rara, siendo gitano. Será por eso por lo que necesita tanto el dinero.