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Authors: Mario Reading

Tags: #Intriga

Las 52 profecías (8 page)

BOOK: Las 52 profecías
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Et aussy a légué et lègue à Damoyselle Magdeleyne de Nostradamus sa filhe légitime et naturelle, oultre ce que luy a esté légué par sondict testament, savoir est: deux coffres de bois noyer estant dans l'estude dudict codicillant, ensembles les habillements, bagues, et joyeaulx que ladicte Damoyselle Magdeleyne aura dans lesdicts coffres, sans que nul puisse voyr ny regarder ce que sera dans yceulx; ains dudict légat l’en a faict maistresse incontinent après le dècés dudict codicillant; lequel légat ladicte Damoyselle pourra prendre de son aucthorité, sans qu'elle soyt tenue de le prendre par main d'autruy ny consentement d'aulcun.

—«Y asimismo ha dejado y deja en herencia a
mademoiselle
Madeleine Nostradamus, hija suya legítima y natural, además de lo que le lega en su testamento, dos baúles de madera de nogal que están en el despacho del testador, junto con las ropas, sortijas y joyas que encontrará en dichos baúles, a condición de que nadie salvo ella mire o vea las cosas que el testador ha puesto en ellos; así pues, conforme a este legado, ella será dueña y señora de los baúles y de su contenido tras la muerte del testador; del cual legado, de acuerdo a la autoridad de este escrito, dicha
demoiselle
tomará posesión sin que nadie pueda impedírselo ni negarle consentimiento para ello».

—No lo entiendo.

—Es muy sencillo. Verás, en su testamento original, del que esto forma parte, Nostradamus dejaba a su hija mayor, Madeleine, seiscientos escudos de oro que debían pagársele el día que se casara, y a sus hijas pequeñas, Anne y Diana, quinientos escudos de oro
pistolletz
a cada una que debían entregárseles por el mismo motivo, también como dote. Luego, de pronto, cambia de idea dos días antes de su muerte y decide dejarle un poquito más a Madeleine. —Sabir dio unos golpecitos en el papel que tenía delante—. Pero no quiere que nadie vea lo que le deja, así que lo mete en dos baúles, como dice aquí, y los sella. Pero para evitar envidias y que nadie piense que le deja más dinero, incluye una lista de lo que Madeleine puede encontrar en ellos. Joyas, ropas, sortijas, y qué sé yo. Pero eso no tiene sentido, ¿no? Si le deja cosas de familia, ¿por qué esconderlas? Madeleine es su hija mayor y, según las costumbres medievales, tiene derecho a ellas. Y si pertenecían a su madre, todo el mundo las habría visto ya, ¿verdad? No, tuvo que dejarle otra cosa. Algo secreto. —Sabir sacudió la cabeza—. No me lo has contado todo, ¿verdad? Tu hermano mencionaba en su anuncio unos «versos perdidos», así que sabía algo más sobre lo que Nostradamus les dejó indirectamente a tus antepasadas. «Todos escritos». Ésas eran sus palabras. Así que ¿dónde están escritos?

—Mi hermano era un idiota. Me duele decirlo, pero no estaba en su sano juicio. Las drogas le cambiaron.

—Yola, no estás siendo sincera conmigo.

Alexi bajó el brazo y le clavó un dedo.

—Vamos, tienes que decírselo,
luludyi
. Ahora es el cabeza de familia. Se lo debes. Recuerda lo que dijo el
bulibasha
.

Sabir notó que Yola seguía sin confiar en él.

—¿Señoría de algo que me entregara a la policía? Si juego bien mis cartas, puede que hasta pueda convencerlos de que se olviden de mí y busquen al hombre que de verdad mató a tu hermano. Así estarías a salvo.

Yola fingió escupir.

—¿De verdad crees que harían eso? En cuanto te tengan en sus manos, dejarán que caves tu propia tumba con la llave de tu celda y luego se cagarán en el hoyo. Si te entregas, dejarán que nos las apañemos como podamos; eso es lo que les gustaría hacer ahora. Babel era gitano. A los payos no les importan los gitanos. Nunca les han importado. Mira lo que hicieron con nosotros en la guerra de los
ghermans
. Corrieron a encerrarnos antes de que empezara. En Montreuil y Bellay. Como ganado. Luego dejaron que los
ghermans
mataran a un tercio de nuestro pueblo en Francia. Un loco hace muchos locos, y muchos locos hacen la locura. Eso es lo que dice nuestro pueblo. —Dio una palmada por encima de su cabeza—. No hay ningún gitano vivo, ni
manouche
, ni
rom
, ni calé, ni
piemontesi
, ni
sinti
, ni
kalderash
, ni
valsinaké
, al que no le hayan matado a parte de su familia. En tiempos de mi madre, todos los gitanos de más de treinta años tenían que llevar un
carnet anthropométrique d'identité
. ¿Y sabes qué ponía en ese carné? La altura, la anchura, el color de la piel, la edad y el largo de la nariz y la oreja derecha. Nos marcaban, nos apuntaban y nos mandaban al matadero como a animales. Dos fotografías. Las huellas de los cincos dedos. Y todo lo comprobaban cuando llegábamos a algún pueblo. Nos llamaban
bohémiens
y
romanichels
, insultos para nosotros. Y eso sólo paró en 1969. ¿Y tú te preguntas por qué tres cuartas partes de nuestra gente no sabe leer ni escribir, como mi hermano?

Sabir se sintió como si una manada de búfalos en estampida hubiera pasado por encima de él. El tono amargo de Yola era tan crudo que resultaba incómodo, tan sincero que crispaba los nervios.

—Pero tú sí sabes. Tú sabes leer. Y Alexi también.

Alexi movió la cabeza de un lado a otro.

—Dejé de ir a la escuela a los seis años. No me gustaba. ¿Para qué quiere uno saber leer? Ya sé hablar, ¿no?

Yola se levantó.

—¿Dices que esos dos baúles eran de madera de nogal?

—Sí.

—¿Y que ahora eres mi
phral
? ¿Que aceptas voluntariamente esta responsabilidad?

—Sí.

Señaló el baúl pintado de colores que había detrás de ella.

—Pues ahí tienes uno de ellos. Demuéstramelo.

29

—Es el coche, sí. —El capitán Calque dejó que la lona volviera a tapar la matrícula.

—¿Pedimos que se lo lleven? —Macron ya estaba desenfundando su móvil.

Calque hizo una mueca.

—Macron, Macron, Macron… Mírelo de este modo: o los gitanos han matado a Sabir, en cuyo caso a estas alturas probablemente habrá trozos de su cuerpo esparcidos por siete departamentos, alimentando la fauna y la flora autóctonas, o, lo que es más probable, Sabir ha conseguido convencerlos de su inocencia y por eso están escondiendo su coche y aún no lo han repintado para vendérselo a los rusos. Dado que vigilar el campamento principal no parece una opción práctica, sería preferible mantener vigilado el coche y esperar a que Sabir vuelva a buscarlo. ¿O sigue creyendo que deberíamos llamar a los de la grúa con su camión, su sirena y sus megáfonos para que se lo lleven, como usted dice?

—No, señor.

—Dígame, muchacho, ¿de qué parte de Marsella es usted?

Macron suspiró.

—De La Canebière.

—Creía que eso era una carretera.

—Es una carretera, señor. Pero también un lugar.

—¿Quiere volver allí?

—No, señor.

—Entonces vaya a París y pida un dispositivo de seguimiento. Cuando lo tenga, escóndalo en el coche, en alguna parte. Después pruébelo a quinientos metros, a mil y a mil quinientos. Y, Macron…

—¿Sí, señor?

Calque sacudió la cabeza.

—Nada.

30

Achor Bale se aburría profunda, sistemática, indiscutiblemente. Estaba harto de vigilar, de espiar, de tirarse entre la maleza y acechar bajo matas de aulaga. Había sido divertido, durante unos días, ver a los gitanos ir de acá para allá ocupados en sus quehaceres cotidianos. Diseccionar la estupidez de una cultura que, en pleno siglo
XXI
, se negaba a seguir el ritmo del resto del mundo. Observar la conducta absurda de aquellos seres semejantes a hormigas que discutían entre sí, se engañaban, se querían, se gritaban, se timaban y se embaucaban los unos a los otros en un intento fallido por compensar las malas cartas que les repartía el mundo.

¿Qué esperaban aquellos necios, cuando la Iglesia católica seguía culpándolos de forjar los clavos que atravesaron las manos y los pies de Cristo? Según entendía él la historia, antes de la Crucifixión, dos herreros se negaron a hacerles el trabajo sucio a los romanos, y fueron asesinados por dar problemas. El tercer herrero al que se lo pidieron los romanos era un gitano que acababa de forjar tres grandes clavos.

—Aquí tienes veinte denarios —le dijeron los legionarios borrachos—. Cinco por cada uno de los tres clavos, y cinco más por el cuarto, que forjarás mientras esperamos.

El gitano aceptó acabar el trabajo mientras los legionarios daban cuenta de unas jarras más de vino. Pero en cuanto empezó a forjar el cuarto clavo, los fantasmas de los dos herreros muertos se aparecieron y le advirtieron de que no trabajara bajo ningún concepto para los romanos, pues pensaban crucificar a un hombre justo. Los soldados, aterrorizados por la aparición, salieron pitando sin acordarse del cuarto clavo.

Pero la historia no acababa ahí. Porque el gitano era un hombre diligente y, pensando que le habían pagado bien por su trabajo, se puso manos a la obra otra vez, sin hacer caso de las advertencias de los dos herreros muertos. Cuando acabó por fin el clavo, y mientras todavía estaba al rojo vivo, lo hundió en un baño de agua fresca. Pero poco importó cuántas veces lo sumergiera o de qué profundidad sacara el agua: el clavo seguía estando casi blando. Espantado por las consecuencias de lo que había hecho, el gitano recogió sus pertenencias y se largó.

Huyó durante tres días y tres noches, hasta que llegó a un pueblo encalado en el que nadie le conocía. Allí se puso a trabajar para un hombre rico. Pero la primera vez que acercó el martillo al hierro, un grito terrible escapó de sus labios. Porque allí, en el yunque, estaba otra vez el clavo candente: el clavo perdido de la crucifixión de Cristo. Y cada vez que se ponía a trabajar, de cualquier forma y en cualquier lugar, sucedía lo mismo, hasta que nadie estuvo a salvo de la aparición acusadora del clavo al rojo vivo.

Y eso, al menos según el folclore romaní, explica por qué los gitanos están condenados a vagar eternamente por el mundo buscando un lugar seguro donde montar sus forjas.

—Idiotas —masculló Bale—. Deberían haber matado a los romanos y echado la culpa a las familias de los herreros muertos.

Ya había localizado a los dos hombres que montaban guardia en el campamento. Uno estaba tumbado bajo un árbol, fumando, y el otro estaba dormido. ¿En qué pensaba aquella gente? Tendría que darles caña. Cuando Sabir y la chica tuvieran que echarse a la carretera, sería mucho más fácil atraparlos.

Sonriéndose, Bale abrió la cremallera de la funda de cuero plana que llevaba en el bolsillo oculto de su cazadora y sacó la Ruger Redhawk. La pistola de doble acción, fabricada en acero inoxidable satinado con empuñadura de palisandro, estaba provista de un cañón de 18,75 cm, cargador de seis balas Mágnum y mira telescópica ajustada a 24 metros. Con sus 33 centímetros de largo y potencia suficiente para parar a un alce, era el arma de caza preferida de Bale. Últimamente, en el campo de tiro de París, había conseguido hacer, a una distancia de 29 metros, series de blancos agrupados de siete en siete centímetros. Ahora que tenía cebo vivo al que disparar, se preguntaba si tendría tanta puntería.

La primera bala dio cinco centímetros por debajo del talón del gitano dormido. El hombre se despertó de un respingo, y su cuerpo tomó inadvertidamente la forma de una escuadra. Bale dirigió la segunda bala al lugar exacto en el que dos segundos antes reposaba su cabeza.

Luego fijó su atención en el otro. El primer disparo se llevó por delante la petaca del gitano; el segundo, parte de una rama, justo encima de su cabeza.

Los dos hombres echaron a correr hacia el campamento, dando voces. Con la primera bala que dirigió a la antena de televisión, Bale erró el tiro, pero con la segunda la partió en dos. Mientras disparaba, vigilaba la puerta por la que veinte minutos antes habían desaparecido Sabir, la chica y el lanzador de cuchillos. Pero no salió nadie.

—Bueno, ya está. Hoy, sólo un cargador.

Volvió a cargar el Ruger, lo guardó en su funda y metió ésta en el bolsillo cosido en la parte de atrás de la chaqueta.

Luego comenzó a descender por la loma, hacia su coche.

31

—¿Eso que suena es un coche? —Alexi había ladeado la cabeza—. ¿O es que ha tosido el diablo? —Se levantó con expresión inquisitiva e hizo como si fuera a salir.

—No, espera. —Sabir levantó una mano a modo de advertencia.

Se oyó un segundo estampido al otro lado del campamento. Y luego un tercero. Y un cuarto.

—Yola, échate al suelo. Tú también, Alexi. Son disparos. —Torció el gesto, evaluando el eco—. Desde aquí parece un rifle de caza. Lo que significa que una bala perdida podría atravesar fácilmente estas paredes.

Un quinto disparo rebotó en el techo de la caravana.

Sabir se acercó con cautela a la ventana. En el campamento, la gente corría en todas direcciones, chillando o llamando a sus seres queridos.

Se oyó un sexto disparo y algo se estrelló contra el techo y se deslizó luego con estrépito por el exterior de la caravana.

—Eso era la antena. Me parece que ese tipo tiene sentido del humor. No tira a matar, en todo caso.

—Adam, por favor, agáchate. —Era la primera vez que Yola le llamaba por su nombre.

Sabir se volvió hacia ella, sonriendo.

—No pasa nada. Sólo intenta hacernos salir. Estamos a salvo, mientras no salgamos. Esperaba que pasara algo así desde que Alexi me enseñó su escondrijo. Ahora que ya no puede espiarnos, es lógico que quiera hacernos salir a campo abierto, donde pueda darnos caza a su antojo. Pero sólo nos iremos cuando estemos listos.

—¿Irnos? ¿Por qué tenemos que irnos?

—Porque, si no, acabará matando a alguien. —Sabir se acercó al baúl—. ¿Recordáis lo que le hizo a Babel? Ese tipo no es un moralista. Quiere lo que cree que tenemos en este baúl. Si descubre que no tenemos nada, se pondrá furioso. De hecho, me parece que no nos creería.

—¿Por qué no te has asustado cuando ha empezado a disparar?

—Porque me pasé cinco años de voluntario en el 182° Regimiento de Infantería de la Guardia Nacional de Massachusetts. —Sabir puso acento de chico de campo—. Me enorgullece decirle, señorita, que el 182° se creó sólo setenta y cinco años después de la muerte de Nostradamus. Yo mismo soy nacido y criado en Stockbridge, Massachusetts.

Yola parecía desconcertada, como si la repentina frivolidad de Sabir sugiriera un lado inesperado de su carácter que hasta ese momento ella desconocía.

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