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Authors: Mario Reading

Tags: #Intriga

Las 52 profecías (12 page)

BOOK: Las 52 profecías
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Ella se encogió de hombros.

—Estoy bien. —Su semblante se nubló—. Adam, ¿tú crees en el infierno?

—¿En el infierno? —Sabir hizo una mueca—. Supongo que sí.

—Nosotros no. —Yola sacudió la cabeza—. Los gitanos ni siquiera creemos que
O Beng
, el Diablo, sea tan mal tipo. Creemos que todo el mundo llegará al paraíso algún día. Hasta él.

—¿Y?

—Creo que ese hombre es malo, Adam. Malo de verdad. Mira lo que le hizo a Babel. Hacer eso no es humano.

—¿Qué me estás diciendo? ¿Que estás cambiando de opinión sobre el Diablo y el infierno?

—No. Eso no. Pero no os he contado todo lo que me dijo. Quiero que Alexi y tú sepáis con quién estáis tratando.

—Estamos tratando con un maníaco asesino.

—No. No es eso. He estado pensando. Ese hombre es muy listo. Sabe exactamente dónde atacar. Cómo hacerte más daño y conseguir lo que quiere.

—No te entiendo. ¿Qué intentas decirme?

—Dijo que iba a dejarme inconsciente de un golpe. Y que mientras estuviera inconsciente me haría daño por dentro con su cuchillo para que no pudiera tener niños. Para que no pudiera ser madre.

—Santo Dios.

—Mira, Adam, ese hombre nos conoce. Conoce las costumbres gitanas. Puede que hasta sea medio gitano. Sabía que, si sólo me atacaba e intentaba hacerme daño, seguramente yo no le diría lo que quería saber. Podría haberle mentido. Cuando me dijo lo que me dijo, yo estaba tan convencida de que podía hacerlo de verdad que me oriné encima. En ese momento podría haberme hecho cualquier cosa y yo no me habría defendido. Y con Babel pasó lo mismo. Babel era vanidoso. Ésa era su mayor debilidad. Era como una mujer. Se pasaba horas mirándose al espejo y poniéndose guapo. Ese hombre le marcó la cara. No otro sitio, sólo la cara. Lo vi en el depósito.

—No te entiendo.

—Se aprovecha de las debilidades de la gente. Es un hombre malo, Adam. Malo de verdad. No es simplemente que mate. Es un destructor de almas.

—Razón de más para librar al mundo de él.

Yola solía tener respuesta para todo. Pero esta vez se limitó a volver la cabeza hacia la ventanilla y a guardar silencio.

43

—Parece que los coches ya no vienen con desmontador de neumáticos. —Sabir siguió rebuscando en el maletero—. No puedo darle con el gato. O con el triángulo de señalización.

—Te cortaré un garrote.

—¿Un qué?

—Un garrote de acebo. Estoy viendo uno allí. Es la madera más dura. Hasta cuando no está seca. Si vas por ahí con un garrote, a nadie le extraña. Y así siempre tienes un arma.

—¿Sabes, Alexi?, eres un caso, en serio.

Habían aparcado en los parapetos que se levantaban por encima del santuario de Rocamadour.

Bajo ellos había jardines incrustados en la roca viva de los barrancos y salpicados de senderos sinuosos y miradores. Unos pocos turistas deambulaban por ellos, haciendo tiempo antes de la cena.

—Fijaos en todos esos focos. Tenemos que entrar antes de que anochezca. En cuanto los enciendan, la falda del monte brillará más que un árbol de Navidad.

—¿Crees que hemos llegado antes que él?

—Sólo lo sabremos cuando fuerces la entrada al santuario.

Alexi soltó un bufido.

—Pero si no voy a forzar la entrada.

—¿Qué dices? No iras a rajarte, ¿no?

—¿A rajarme? No entiendo.

—A acobardarte.

Alexi se rió y sacudió la cabeza.

—Adam, es una regla muy simple. Entrar por la fuerza en un sitio es muy difícil. Pero salir es fácil.

—Ah. Entiendo. —Sabir vaciló—. O eso creo, al menos.

—Entonces, ¿dónde vas a estar?

—Voy a esconderme fuera y vigilaré. Si viene, le daré con tu garrote de acebo. —Esperó una reacción de asombro, pero no la hubo—. No. No pasa nada. Era una broma. No me he vuelto loco.

Alexi parecía desconcertado.

—¿Y qué harás de verdad?

Sabir suspiró, comprendiendo que aún estaba muy lejos de comprender la mentalidad gitana.

—Me quedaré escondido fuera, como hemos acordado. Así podré avisarte con un silbido si le veo. Cuando tengas la Virgen, llévasela a Yola, al coche, y baja luego a reunirte conmigo. Entre los dos podremos tenderle una emboscada dentro del santuario. Allí es más seguro, y no hay nadie que pueda meterse en medio.

—¿Crees que ella se enfadará con nosotros?

—¿Quién? ¿Yola? ¿Por qué?

—No. Me refiero a la Virgen.

—Por Dios, Alexi. No te estarás arrepintiendo, ¿verdad?

—No, no. Voy a llevármela. Pero primero le rezaré. Le pediré que me perdone.

—Sí, hazlo. Y ahora córtame ese garrote.

44

Alexi se despertó cuando el guarda del turno de tarde estaba echando el cerrojo a las puertas exteriores que conducían al santuario. Cuarenta minutos antes se había escondido detrás del altar de la basílica de Saint-Sauveur, que alguien había cubierto muy convenientemente con un paño de hilo azul y blanco de flecos largos. Después, casi inmediatamente, se había quedado dormido.

Durante diez segundos angustiosos no supo con certeza dónde estaba. Luego salió ágilmente de debajo del paño del altar y se levantó antes de desperezarse. Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que no estaba solo en la iglesia.

Volvió a agazaparse y buscó a tientas su navaja. Tardó cinco segundos en recordar que la había tirado en el asiento trasero del coche, después de cortar el garrote de Sabir, y se descubrió maldiciendo, no por primera vez, su congénita falta de atención por el detalle.

Se acercó sigilosamente a un lado del altar y abrió los ojos todo lo que pudo para recoger la última luz de la tarde que entraba en la iglesia. El otro estaba encorvado hacia delante en una de las sillas de coro, a unos quince metros de donde él estaba agachado. ¿También se había quedado dormido? ¿O estaba rezando?

Mientras Alexi le observaba, el hombre se levantó y avanzó hacia la puerta del camarín. Enseguida se hizo evidente, por su forma de moverse, que también había estado escuchando y esperando al vigilante. Levantó la aldaba con la mano, abrió la puerta sin hacer ruido y entró.

Alexi miró frenéticamente hacia las puertas de la basílica. Sabir estaba al otro lado, tan fuera de su alcance como si le hubieran encerrado tras la cámara acorazada de un banco. ¿Qué debía hacer? ¿Qué querría Sabir que hiciera?

Se quitó los zapatos. Luego salió de detrás de su escondite y avanzó de puntillas hacia el camarín. Asomó la cabeza por la puerta.

El otro había encendido una linterna y estaba observando la pesada peana de bronce esmaltado sobre la que se hallaba expuesta la Virgen. Alexi vio que empezaba a aplicar una palanca a la base de la vitrina. Al ver que no podía forzarla, se volvió bruscamente y miró hacia la basílica.

Alexi se pegó a la pared de fuera, paralizado.

Se oyeron los pasos del hombre cruzando la cripta, hacia él.

Alexi volvió de puntillas al altar y se escondió en el mismo sitio de antes. Si el otro le había oído, estaba perdido de todos modos. Más valía morir en lugar sagrado.

Se oyó el chirrido repentino de la pata de una silla al ser arrastrada por el suelo de piedra. Alexi sacó la cabeza de su escondite. El otro estaba arrastrando dos de las sillas del coro. Estaba claro que pensaba hacerse una escalera para alcanzar la Virgen.

Protegido por el ruido que hacían las sillas, Alexi le siguió hasta el interior de la cripta. Pero esta vez aprovechó que el otro no prestaba atención para acercarse mucho más a la vitrina. Se tumbó entre dos bancos, cerca de la parte delantera del pasillo principal, desde donde podía ver lo que pasaba y al mismo tiempo esconderse tras el banco de roble macizo que los separaba, en caso de que el otro llegara a la conclusión de que debía volver a la basílica en busca de otra silla.

Mientras Alexi le observaba, el otro puso una silla sobre la otra y comprobó si aguantaban. Chasqueó la lengua audiblemente y masculló luego algo en voz baja.

Alexi vio que se metía la linterna en la cinturilla de los pantalones, a la espalda, y que empezaba a trepar por la escalera improvisada. Así pues, había llegado el momento. Sería su única oportunidad. Si la echaba a perder, era hombre muerto. Esperaría hasta que el otro estuviera en equilibrio sobre las sillas y entonces lo derribaría.

En el momento crucial, el otro estiró el brazo hacia uno de los candelabros de bronce sujetos a la pared que había por debajo de la peana de la Virgen y se encaramó ágilmente hasta la vitrina.

Alexi, que no había previsto aquel repentino movimiento lateral, se halló cogido a medio camino entre el banco y la vitrina. El otro se volvió y le miró de lleno. Luego sonrió.

Sin pensárselo dos veces, Alexi agarró uno de los pesados candeleros que flanqueaban la vitrina y se lo arrojó con todas sus fuerzas.

El candelero golpeó a Achor Bale justo encima de la oreja derecha. Se soltó de su asidero, cayó hacia atrás desde una altura de dos metros y medio y se estrelló contra el suelo de granito. Alexi ya se había armado con el otro candelero, pero enseguida vio que no le hacía falta. El otro estaba inconsciente.

Separó las dos sillas. Gruñendo, sentó a Bale en la más cercana a la vitrina. Le palpó los bolsillos y sacó una cartera llena de billetes y una pequeña pistola automática.

—¡Hijo de puta!

Se guardó la cartera y la pistola y miró frenéticamente a su alrededor. Se fijó en unas cortinas de damasco, recogidas con cordel. Quitó el cordel y ató los brazos y el cuerpo de Bale al respaldo de la silla. Luego usó la otra silla para encaramarse a la vitrina y coger la Virgen.

45

Sabir oyó claramente el estrépito desde su escondite al otro lado de la plazoleta que había delante del santuario. Había estado escuchando con toda atención desde que había oído el chirrido lejano de las patas de una silla, al fondo de la basílica. Aquel estruendo, sin embargo, parecía proceder de mucho más cerca que el lugar donde estaba situada la Virgen.

Salió de su escondite y se fue derecho a la gruesa puerta de la cripta. Estaba cerrada a cal y canto. Retrocedió, apartándose del edificio, y miró las ventanas. Eran demasiado altas, no podía alcanzarlas.

—¡Alexi! —Intentó que su voz atravesara las paredes del santuario sin que se oyera más allá del patio. Pero era una pretensión desmedida: el patio actuaba como una perfecta caja de resonancia. Esperó unos segundos para ver si la puerta se abría; luego, haciendo una mueca, lo intentó de nuevo, alzando la voz—. ¡Alexi! ¿Estás ahí? Contesta.

—¡Eh, usted! ¿Qué hace ahí? —El guarda, un hombre mayor, corría hacia él con semblante preocupado—. Esta zona está cerrada a los turistas después de las nueve de la noche.

Sabir dio un instante gracias al cielo por haberse olvidado el garrote de acebo en su afán por llegar al santuario.

—Mire, lo siento muchísimo, pero pasaba por aquí y he oído un golpe horroroso dentro de la iglesia. Creo que hay alguien ahí. ¿Puede abrir?

El guarda se acercó apresuradamente, con una mezcla de nerviosismo y alivio al ver que Sabir no parecía agresivo.

—¿Un golpe, dice usted? ¿Está seguro?

—Parecía como si alguien estuviera tirando sillas dentro. ¿Cree que serán gamberros?

—¿Gamberros? —Su cara adquirió un peculiar tono lívido, como si de pronto le hubieran dado a probar un bocado de infierno—. Pero ¿cómo es que pasaba usted por aquí? Cerré las verjas hace diez minutos.

Sabir sospechaba que el guarda se estaba enfrentando a la primera crisis auténtica de su carrera.

—Mire, voy a decirle la verdad. Me he quedado dormido. Allí, en aquel banco de piedra. Ha sido una tontería, ya lo sé. Acababa de despertarme cuando he oído el ruido. Más vale que eche usted un vistazo. Yo le acompaño. Puede que sea una falsa alarma, claro. Es usted responsable ante las autoridades eclesiásticas, ¿no?

El hombre vaciló, momentáneamente desconcertado por la plétora de mensajes de Sabir. Pero el miedo a perder su empleo se impuso por fin a sus recelos, y empezó a hurgar en su bolsillo en busca de las llaves.

—¿Está seguro de que ha oído un golpe?

—Más claro que el agua. Venía de dentro del santuario.

En ese preciso momento, como a propósito, se oyó un fuerte estruendo, seguido por un grito estrangulado. Luego se hizo el silencio.

El guarda se quedó boquiabierto y abrió mucho los ojos. Con las manos temblorosas, metió la llave en la gruesa puerta de roble.

46

Achor Bale abrió los ojos. La sangre le corría por la cara y por los surcos que flanqueaban su boca. Sacó la lengua y recogió un poco con ella. Su sabor a cobre actuó como un grato estimulante.

Se frotó el cuello contra el hombro y a continuación abrió y cerró las mandíbulas como un caballo. No tenía nada roto. Nada grave. Miró hacia abajo.

El gitano le había atado a la silla. Bien. Era de esperar. Debería haber inspeccionado primero el santuario palmo a palmo y no dar por sentado que su encuentro con la chica había bastado para ahuyentarlos. No esperaba que ella sobreviviera. Tanto peor. Debería haberla matado cuando tuvo ocasión, pero ¿para qué arriesgarse a dejar pistas cuando la naturaleza puede hacerte el trabajo sucio? La idea era buena; el resultado, una de esas cosas que pasan. Se había precipitado con los tres. Debía revisar su opinión de Sabir. No volver a subestimarle.

Dejó caer de nuevo la barbilla sobre el pecho, como si estuviera aún inconsciente. Pero tenía los ojos abiertos de par en par y se fijaba en todo lo que hacía el gitano.

Estaba bajando por un lado del templete, con la Virgen Negra en la mano. Sin dudar ni un momento, dio la vuelta a la estatuilla y miró su base atentamente. Mientras Bale le observaba, dejó la
madonna
en el suelo con todo cuidado y se postró ante ella. Luego besó y apoyó la frente sucesivamente sobre los pies de la Virgen, el Niño Jesús y la mano de ella por último.

Bale levantó los ojos al cielo. No era de extrañar que a aquella gente la persiguiera todo el mundo. A él mismo le daban ganas de perseguirlos.

El gitano se levantó y lo miró.
Aquí viene
, pensó Bale.
Me pregunto cómo va a hacerlo. Con un cuchillo, seguramente
. No se imaginaba al gitano usando la pistola. Demasiado moderno. Demasiado complicado. Seguramente no entendería el mecanismo del gatillo.

Bale mantuvo la cabeza firmemente apoyada sobre el pecho.
Estoy muerto
, se dijo.
No respiro. Me he matado al caerme. Ven aquí a comprobarlo, primo. ¿Cómo vas a resistirte? Piensa en cómo podrás presumir de tus hazañas delante de la chica. Impresionar al payo. Hacerte el gran hombre con los de tu tribu
.

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