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Authors: Mario Reading

Tags: #Intriga

Las 52 profecías (7 page)

BOOK: Las 52 profecías
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—Eso querrá decir que O Del ha decidido por nosotros y te ha castigado él mismo.

—Lo sabía. —Sabir sacudió la cabeza—. ¿Puedo ponerme de lado, por lo menos?

—No. Tienes que estar derecho, como un hombre. Tienes que fingir que te da igual lo que está pasando. Si eres inocente, no tienes nada que temer. A los gitanos les gustan los hombres que se portan como hombres.

—No sabes cuánto me anima oír eso.

—No. Tienes que escucharme. Es importante. —Estaba delante de él, con los ojos fijos en los suyos—. Si sales de ésta, serás mi hermano. Llevaré tu nombre hasta que lleve el de mi marido. Tendrás un
kirvo
y una
kirvi
entre los mayores, y ellos serán tus padrinos. Te convertirás en uno de nosotros. Y para eso tienes que comportarte como nosotros. Si te comportas como un payo, nadie te respetará, y yo no encontraré marido. No seré madre. Lo que hagas ahora, cómo te portes, le demostrará a mi familia lo que vas a ser para mí, si las
ursitory
dejaron que mi hermano eligiera bien, o si eligió como un tonto.

Alexi acercó la botella a la boca de Sabir y luego la apuró él mismo.

—Me caes bien, payo. Espero que el cuchillo falle. De verdad.

Achor Bale sonrió. Estaba en un pequeño promontorio, a unos quince metros del claro, en un hoyo que había cavado en la arena. Un arbusto de aulaga ocultaba el hoyo a la vista de los niños que merodeaban por allí, y Bale se había tapado con una manta de camuflaje cubierta con helechos, palos y ramitas prendidas.

Ajustó el
zoom
electrónico de sus prismáticos y los fijó en la cara de Sabir. El estadounidense estaba rígido de miedo. Eso estaba bien. Si sobrevivía, Bale podría aprovecharse de su miedo para encontrar el manuscrito. Podía venirle bien. Un hombre así era fácil de manipular.

La chica, en cambio, era más problemática. Procedía de una cultura definida, con costumbre fijas. Igual que su hermano. Habría parámetros. Líneas que no cruzaría. Preferiría morir a decirle ciertas cosas que consideraba más importantes que su propia vida. Bale tendría que abordarla de otro modo. Usando su virginidad. Su deseo de ser madre. Sabía que los gitanos
manouches
valoraban a las mujeres exclusivamente por su capacidad para tener hijos. Sin esa capacidad, la mujer no tenía centro. Ni significado. Y eso era algo que Bale tendría que recordar.

El primo de la chica se alejó de Sabir con el cuchillo en la mano. Bale volvió a enfocar los prismáticos. El cuchillo no era apropiado para arrojarlo. Y eso era malo. Sería difícil calcular su peso. No tendría equilibrio. Se desviaría demasiado.

Diez metros. Quince. Bale se pasó la lengua por los dientes. Quince metros. Cuarenta y cinco pies. Una distancia absurda. Sería difícil que acertara desde tan lejos. Pero quizás el gitano fuera mejor de lo que creía. Llevaba una sonrisa en la cara, como si estuviera muy seguro de sus habilidades.

Bale fijó de nuevo los prismáticos en Sabir. Bien. Por lo menos el estadounidense estaba aguantando el tipo, para variar. Estaba muy erguido, de cara al lanzador del cuchillo. La chica estaba a un lado, mirándole. Todos le miraban.

Bale vio que el gitano echaba la mano hacia atrás. Era un cuchillo pesado. Hacía falta fuerza para arrojarlo tan lejos.

Alexi se inclinó hacia delante y lanzó el cuchillo, que, girando sobre sí mismo, describió un largo arco en dirección a Sabir. Los espectadores sofocaron un gemido de expectación. Concentrado, Bale sacó la lengua entre los dientes.

El cuchillo se clavó en el tablero, justo encima de la mano de Sabir. ¿La había tocado? La hoja era curva. No podía haber muchas dudas.

El
bulibasha
y algunos de sus acólitos se acercaron con parsimonia al tablero para inspeccionar la posición del cuchillo. Todos los gitanos convergían hacia él. ¿Matarían a Sabir allí mismo? ¿Lo harían entre todos?

El
bulibasha
sacó el cuchillo. Lo blandió tres veces por encima de su cabeza y, acercándose al brazo de Sabir, cortó las tiras de cuero. Después arrojó el cuchillo lejos de sí con desdén.

—Ah, un chico con suerte —dijo Bale en voz baja—. Un chico con mucha suerte.

25

—La policía te está vigilando.

Sabir levantó la cabeza de la almohada. Era Alexi. Pero estaba claro que si Sabir confiaba en que Alexi mencionara el incidente de esa mañana (o incluso en que se disculpara), tendría que esperar mucho tiempo.

—¿Vigilándome a mí? ¿Qué quieres decir?

—Ven.

Sabir se levantó y siguió a Alexi fuera de la caravana. Fuera esperaban dos críos, un niño y una niña, con las caras tensas por la emoción reprimida.

—Éstos son tus primos Bera y Koiné. Quieren enseñarte una cosa.

—¿Mis primos?

—Ahora eres nuestro hermano. Éstos son tus primos.

Sabir se preguntó un momento si Alexi le estaba tomando el pelo. Pero cuando logró reponerse de la impresión y se dio cuenta de que no había ninguna intención sarcástica en sus palabras, era ya demasiado tarde para estrechar la mano de sus nuevos parientes, porque los niños habían desaparecido.

Alexi había echado a andar hacia el límite del campamento. Sabir apretó el paso para alcanzarle.

—¿Cómo sabes que es la policía?

—¿Quién iba a vigilarte, si no?

—Sí, ¿quién?

Alexi se paró en seco. Sabir vio cambiar poco a poco la expresión de su cara.

—Mira, Alexi, ¿para qué iba a molestarse la policía en tenerme vigilado? Si supieran que estoy aquí, vendrían a buscarme. Me buscan por asesinato, no lo olvides. No veo a la Sûreté jugando al gato y al ratón conmigo.

Habían llegado a la loma que se alzaba detrás del campamento. Los niños estaban señalando un matorral de aulaga.

Alexi se agachó y se metió entre el matorral, arrastrándose.

—¿Me ves?

—No.

—Entra tú.

Alexi le hizo hueco y Sabir se metió bajo el espino. Justo delante de sí vio un hoyo que le permitió deslizarse bajo el matorral y salir, con la cabeza por delante, al otro lado.

Enseguida comprendió adonde quería ir a parar Alexi. El campamento entero quedaba ante su vista, pero era prácticamente imposible que nadie que estuviera en el campamento le viera a él. Salió del hoyo retrocediendo con torpeza.

—Los niños estaban jugando a
panschbara
, que es cuando dibujas unos cuadros en la tierra y luego tiras dentro una cadena de bici. Bera tiró la cadena muy lejos y encontró este sitio cuando vino a cogerla. Ya ves que está recién hecho. No se ve ni una brizna de hierba.

—¿Comprendes por qué no creo que sea la policía? —Sabir se descubrió intentando calibrar a Alexi. Estimar su inteligencia. Juzgar si podía serle de utilidad más adelante.

Alexi asintió con la cabeza.

—Sí. ¿Para qué iban a esperar? Tienes razón. Tienen demasiadas ganas de echarte el guante para eso.

—Tengo que hablar con Yola. Creo que debería explicarnos algunas cosas.

26

—Babel era drogadicto. Tomaba
crack
. Algunos amigos de sus amigos parisinos pensaron que sería divertido hacer adicto a un gitano. Nuestra gente pocas veces toca la droga. Tenemos otros vicios.

—No veo qué tiene eso que ver…

Yola se llevó el puño al pecho.

—Escúchame. Babel también jugaba a las cartas. Al póquer. Apostaba mucho. A los gitanos los vuelven locos las cartas. Babel no podía dejarlas. En cuanto tenía algún dinero se iba derecho a Clignancourt, a apostárselo con los árabes. No sé cuánto perdió. Pero estas últimas semanas tenía mala cara. Estábamos seguros de que iba a acabar en la cárcel, o que iban a darle una buena paliza. Cuando nos enteramos de que le habían matado, al principio pensamos que tenía que haber sido por el juego. Que debía dinero y que los moros habían querido darle un escarmiento y se les había ido la mano. Luego apareciste tú. —Transformó su puño en una mano tendida.

—Cuando escribió ese anuncio, ¿tenía de verdad algo que vender?

Yola se mordió el labio. Sabir notó que luchaba íntimamente con un problema que sólo ella podía resolver.

—Ahora soy tu hermano. O eso dicen. Y eso significa que a partir de ahora velaré por tus intereses. Y también que prometo no aprovecharme de nada de lo que me digas.

Yola le devolvió la mirada. Pero tenía una expresión nerviosa, y sus ojos volaban sobre la cara de Sabir sin detenerse en ningún sitio.

Él comprendió súbitamente lo que la muerte y la traición de su hermano suponían en realidad para ella. A pesar de que no había cometido ninguna falta, Yola se hallaba de pronto abocada a mantener una relación con un perfecto desconocido, una relación formalizada por las leyes y costumbres de su pueblo y a la que, por tanto, no era fácil que pudiera poner fin por propia voluntad. ¿Y si su nuevo hermano era un delincuente? ¿Un violador? ¿Un tramposo? Había muy pocas posibilidades de que ella pudiera recurrir a una justicia imparcial.

—Ven conmigo a la caravana de mi madre. Alexi nos acompañará. Tengo una historia que contaros.

27

Yola les indicó que se sentaran en la cama. Ella ocupó su lugar en el suelo, a sus pies, con las piernas flexionadas y la espalda apoyada en un baúl pintado de colores vivos.

—Mirad, hace muchísimas familias, una de mis madres se hizo amiga de una paya, una chica del pueblo vecino. En aquella época veníamos del sur, de cerca de Salon-de-Provence…

—¿
Una
de tus madres?

—La madre de la madre de su madre, pero muchas más veces. —Alexi miró a Sabir con el ceño fruncido, como si se viera obligado a explicar cómo ordeñar una vaca a la criada encargada de hacerlo.

—¿Y cuánto tiempo hace de eso?

—Ya te lo he dicho. Muchas familias.

Sabir comprendió enseguida que no iba a llegar a ninguna parte si se tomaba las cosas demasiado al pie de la letra. Tendría que dejar en suspenso la vertiente pedante y racional de su naturaleza y dejarse llevar.

—Perdona. Continúa.

—La chica se llamaba Madeleine.

—¿Madeleine?

—Sí. Fue en la época de las purgas católicas, cuando a los gitanos nos quitaron los privilegios que teníamos antes, el de movernos libremente y pedir socorro al señor del castillo.

—¿Las purgas católicas? —Sabir se dio una palmada en la sien—. Perdona, pero es que no me entero. ¿Estamos hablando de la Segunda Guerra Mundial? ¿O de la Revolución Francesa? ¿De la Inquisición, quizás? ¿O de otra cosa un poco más reciente?

—De la Inquisición. Sí. Así es como la llamaba mi madre.

—¿La Inquisición? Pero eso fue hace quinientos años.

—Hace quinientos años. Muchas familias. Sí.

—¿Hablas en serio? ¿Me estás contando una historia que pasó hace quinientos años?

—¿Y qué tiene de raro? Nosotros tenemos muchas historias. Los gitanos no escriben las cosas, las cuentan. Y estos cuentos pasan de unos a otros. Mi madre me lo contó a mí, lo mismo que a ella se lo contó su madre y yo se lo contaré a mi hija. Porque éste es un cuento de mujeres. Sólo te lo estoy contando porque eres mi hermano y porque creo que Babel murió por culpa de la curiosidad que tenía por este asunto. Y, como tú eres su
phral
, ahora tienes que vengarle.

—¿Tengo que vengarle?

—¿Es que no te has enterado? Alexi y los otros hombres te ayudarán. Pero tienes que encontrar al hombre que mató a tu
phral
y matarlo. Por eso te estoy contando nuestro secreto. Nuestra madre habría querido que te lo contara.

—Pero yo no puedo ir por ahí matando gente.

—¿Ni siquiera para defenderme?

—No entiendo nada. Las cosas van demasiado deprisa.

—Tengo algo que ese hombre quiere. El hombre que mató a Babel. Y ahora sabe que lo tengo yo, porque tú lo has traído hasta aquí. Alexi me ha contado lo del agujero que hay en el cerro. Mientras esté aquí, en el campamento, no me pasará nada. Los hombres me defienden. Están vigilando. Pero algún día ese hombre conseguirá entrar y vendrá a buscarme. Y entonces hará conmigo lo que intentó hacerle a Babel. Tú eres mi hermano. Tienes que impedírselo.

Alexi asentía con la cabeza como si lo que Yola decía fuera perfectamente normal: una manera absolutamente normal de comportarse.

—Pero ¿qué es? ¿Qué tienes que quiere ese hombre?

Yola no respondió; se inclinó hacia delante, puesta de rodillas, abrió un pequeño cajón oculto bajo la cama y sacó un cinturón de mujer, ancho y de cuero rojo. Con habilidad de costurera, comenzó a deshacer las puntadas del cinturón con una pequeña navaja.

28

Sabir sostenía el manuscrito sobre las rodillas.

—¿Esto es?

—Sí. Esto es lo que Madeleine le dio a una de mis madres.

—¿Estás segura de que esa chica se llamaba Madeleine?

—Sí. Dijo que su padre le había pedido que le diera esto a la mujer del jefe de los gitanos. Que si este papel caía en las manos que no debía, seguramente sería la perdición de nuestra raza. Pero que no debíamos destruir los papeles, sino esconderlos, porque estaban sujetos a la voluntad de Dios y contenían otros secretos que algún día podían ser importantes. Que su padre le había dejado estos papeles y otros en su testamento. En una caja sellada.

—Pero éste es el testamento. Es una copia del testamento de Michel Nostradamus. Fijaos en esto. Está fechado el 17 de junio de 1566. Quince días antes de su muerte. Y con un codicilo fechado el 30 de junio, sólo dos días antes de que muriera. Yola, ¿tú sabes quién era Nostradamus?

—Sí. Un profeta.

—No, un profeta no exactamente. Nostradamus habría rechazado ese nombre. Era más bien un vidente. Un adivinador. Un hombre que a veces, y sólo con permiso de Dios, claro, veía el porvenir y predecía acontecimientos futuros. El vidente más famoso de la historia, y el que ha tenido más éxito. He pasado mucho tiempo estudiándole. Por eso me dejé tentar por el anuncio de tu hermano.

—Entonces podrás decirme por qué ese hombre quiere lo que tienes en las manos. Qué secretos contiene ese papel. Por qué está dispuesto a matar por él. Porque yo no lo entiendo.

Sabir levantó las manos.

—No creo que contenga ningún secreto. Ya se conoce muy bien, es de dominio público. Por el amor de Dios, si hasta se puede encontrar en internet. Sé de al menos dos copias originales más que están en manos de particulares. Vale algún dinero, claro, pero no tanto como para matar por él. Es un testamento como cualquier otro. —Frunció el ceño—. Pero hay una cosa en él que atañe a lo que me estás contando. Nostradamus tenía una hija que se llamaba Madeleine. Tenía quince años cuando murió su padre. Escucha esto. Forma parte del codicilo, una anotación que se añadió después de que se escribiera el testamento y de que firmaran los testigos, pero que de todas formas era vinculante para los herederos.

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