—¿Por qué haces eso?
—¿El qué?
—Apartarte de mí cada vez que me tropiezo, como si tuvieras miedo de que te contagie algo.
—No quiero contaminarte.
—¿Contaminarme? ¿A mí?
Ella asintió con la cabeza.
—Las gitanas no tocamos a ningún hombre que no sea nuestro marido, nuestro hermano o nuestro hijo.
—¿Y se puede saber por qué?
—Porque a veces somos
mahrimé
. Soy impura hasta que me convierta en madre, y también en ciertos momentos del mes. Te ensuciaría.
Sabir meneó la cabeza y se dejó llevar hacia la entrada de la caravana.
—¿Por eso siempre vas detrás de mí?
Ella asintió con un gesto.
A esas alturas, Sabir casi estaba agradecido por las perversas y misteriosas atenciones que le dispensaban en el campamento; porque los gitanos no sólo le habían ocultado de la policía francesa y curado de una enfermedad que, si hubiera tenido que seguir huyendo, muy bien podría haberle causado la muerte por septicemia, sino que habían subvertido por completo su noción de lo que era un comportamiento sensato y racional.
Todo el mundo tendría que pasar una temporada en un campamento gitano
, se dijo con sorna,
para sacudirse la complacencia burguesa
.
Se había resignado, por tanto, a descubrir lo que querían de él sólo cuando y donde a ellos les conviniera sacarle de su ignorancia. Y mientras salía de la caravana apoyándose en la barandilla emparrada, tuvo el presentimiento de que ese momento había llegado.
Yola le indicó que la acompañara y echó a andar hacia un grupo de hombres sentados en taburetes, cerca del límite del campamento. En una silla mucho más grande que las demás, presidiendo la reunión, se sentaba un hombre tremendamente gordo, con la cabeza enorme, el pelo largo y negro, espeso bigote, dientes de oro y un anillo en cada dedo. Llevaba un traje cruzado de corte clásico y hechuras generosas que sólo destacaba por una estrafalaria hilera de listas moradas y verdes intercaladas en la tela y por las enormes solapas de la chaqueta estilo años treinta.
—¿Quién demonios es ése?
—El
bulibasha
. Nuestro jefe. Hoy le toca hacer de
kristinori
.
—Yola, por Dios…
Ella se detuvo, colocada todavía detrás de él y a la derecha.
—El Chris que buscabas, ése del que te habló mi hermano. Ahí lo tienes.
—¿Qué? ¿Ese es Chris? ¿El gordo? ¿El jefe?
—No. La
kris
se reúne cuando hay que decidir algo importante. Se avisa, y viene gente de muchos kilómetros a la redonda. Se elige a un
kristinori
, o juez de la
kris
. En los casos importantes, es el
bulibasha
el que hace de
kris
. Luego hay otros dos jueces: uno para el acusador y otro para el acusado. Se eligen entre los
phuro
y las
phuro-dai
. Los mayores.
—¿Y éste es un caso importante?
—¿Importante? Para ti, de vida o muerte.
Sabir fue conducido con cierta formalidad a un banco empotrado en el suelo, a los pies del
bulibasha
. Yola se sentó en el suelo, detrás de él, con las piernas dobladas. Sabir dedujo que le habían asignado aquel sitio para que le tradujera el proceso, pues era la única mujer de la asamblea.
Las mujeres y los niños se habían congregado detrás del
bulibasha
y hacia la derecha, en la misma posición que ocupaba siempre Yola con relación a él. Sabir notó que las mujeres se habían puesto sus mejores galas y que las de más edad y casadas lucían pañuelos en la cabeza y cantidades prodigiosas de joyas de oro. Se habían pintado los ojos con
kohl
, cosa rara, y bajo los pañuelos no llevaban ya el cabello suelto, sino recogido en tirabuzones y elaboradas trenzas. Algunas llevaban
henna
en las manos, y algunas abuelas estaban fumando.
El
bulibasha
levantó una mano para pedir silencio, pero todos siguieron hablando. El debate en torno a Sabir parecía estar muy avanzado.
Impaciente, el
bulibasha
mandó acercarse al hombre que había tirado de los testículos de Sabir para ofrecerlos al cuchillo.
—Ése es mi primo. Va a hablar contra ti.
—Ah.
—Le caes bien. No es nada personal. Pero tiene que hacerlo por la familia.
—Supongo que, si salgo perdiendo, me descuartizarán como a un cerdo. —Sabir intentó que sonara como una broma, pero la voz se le quebró a mitad de la frase y le delató.
—Te matarán, sí.
—¿Y la contrapartida?
—¿Qué es eso?
—¿Qué pasará si salgo ganando? —Sabir sudaba copiosamente.
—Entonces te convertirás en mi hermano. Serás responsable de mí. De mi virginidad. De mi boda. Ocuparás el lugar de mi hermano en todos los sentidos.
—No entiendo.
Yola suspiró, impaciente. Bajó la voz y susurró ásperamente:
—Si sigues vivo es sólo porque mi hermano te hizo su
phral
. Su hermano de sangre. También te dijo que vinieras aquí y pidieras una
kris
. Y eso hiciste. Así que no nos queda más remedio que cumplir su último deseo. Porque a un hombre que va a morir hay que darle lo que pide. Y mi hermano sabía que iba a morir cuando te hizo esto.
—¿Cómo lo sabes?
—Él odiaba a los payos franceses, más aún que a los extranjeros. No le habría pedido a uno que fuera su hermano, a no ser que estuviera en una situación extrema.
—Pero yo no soy francés. Bueno, sí, mi madre es francesa, pero mi padre es americano y yo nací y me crié en Estados Unidos.
—Pero hablas francés perfectamente. Mi hermano te habrá juzgado por eso.
Sabir sacudió la cabeza, asombrado.
El primo de Yola se estaba dirigiendo a la asamblea. Pero a pesar de que dominaba el francés, a Sabir le costaba entender lo que decía.
—¿Qué idioma es ése?
—Sinto.
—Estupendo. ¿Puedes decirme que está diciendo, por favor?
—Que mataste a mi hermano. Que has venido a robarnos algo que pertenece a nuestra familia. Que eres malo y que Dios te mandó esa enfermedad para demostrar que estás mintiendo sobre lo que le pasó a Babel. Dice también que por tu culpa ha venido la policía y que eres un discípulo del diablo.
—¿Y dices que le caigo bien?
Yola asintió con la cabeza.
—Alexi cree que estás diciendo la verdad. Te miró a los ojos cuando estabas a punto de morir y vio tu alma. Parecía blanca, no negra.
—¿Entonces por qué dice todas esas cosas sobre mí?
—Deberías estar contento. Está exagerando mucho. Hay muchos que creen que no mataste a mi hermano. Esperan que el
bulibasha
se enfade por lo que está diciendo y te declare inocente.
—¿Y tú crees que yo maté a tu hermano?
—Eso sólo lo sabré cuando el
bulibasha
dé su veredicto.
Sabir intentó apartar la mirada de lo que estaba sucediendo ante él, pero no pudo. Alexi, el primo de Yola, estaba dando una clase magistral de histrionismo aplicado. Si aquel hombre estaba secretamente de su parte, Sabir prefería cenar con el diablo y acabar de una vez por todas.
De rodillas delante de los jueces de la asamblea, Alexi gemía y se mesaba el cabello. Tenía la cara y el cuerpo cubiertos de tierra y su camisa desgarrada dejaba al descubierto tres cadenas de oro y un crucifijo.
Sabir miró la cara del
bulibasha
buscando algún indicio de que empezaba a impacientarse con los aspavientos de Alexi, pero parecía estar tragándoselo todo. Una niña pequeña, a la que Sabir supuso una de sus hijas, se había subido a su espacioso regazo y brincaba arriba y abajo, llena de emoción.
—¿Puedo defenderme?
—No.
—¿Cómo que no?
—Otra persona va a hablar por ti.
—¿Quién, por el amor de Dios? Aquí todo el mundo parece tener ganas de matarme.
—Yo. Yo hablaré por ti.
—¿Por qué?
—Ya te lo he dicho. Fue el último deseo de mi hermano. Sabir se dio cuenta de que Yola no quería que siguiera indagando.
—¿Y ahora qué pasa?
—El
bulibasha
está preguntando si la familia de mi hermano se conformaría con que le pagues en oro por su vida.
—¿Y qué dicen ellos?
—Que no. Quieren cortarte el cuello.
Sabir dejó que su mente divagara un momento, imaginando que escapaba. Como estaban todos mirando a Alexi, tendría al menos cinco metros de ventaja antes de que le cazaran al borde del campamento. Acción, no reacción, ¿no era así como entrenaban a los militares para responder a una emboscada?
Alexi se levantó del suelo, sacudiéndose, y pasó junto a Sabir con una sonrisa. Hasta le guiñó un ojo.
—Parece creer que lo ha hecho muy bien.
—No bromees. El
bulibasha
les está hablando a los otros jueces. Les está preguntando su opinión. En este momento es muy importante lo que empiece a pensar. —Se levantó—. Ahora me toca a mí hablar por ti.
—¿No vas a darte golpes de pecho?
—No sé qué voy a hacer. Ya se me ocurrirá.
Sabir apoyó la cabeza sobre las rodillas. Se negaba en parte a creer que alguien se estuviera tomando aquello en serio. Quizá fuera una broma gigantesca que le estaba gastando un grupo de lectores descontentos.
Levantó la vista al oír la voz de Yola. Iba vestida con una blusa de seda verde, abotonada a un lado del pecho, y un grueso vestido de algodón rojo que le llegaba justo por encima de los tobillos, con numerosas enaguas intercaladas. No llevaba joyas, por ser soltera, y su pelo destapado se amontonaba en tirabuzones por encima de sus orejas y se recogía a la altura de la nuca en un moño entreverado de cintas. Sabir sintió una extraña emoción al mirarla, como si de algún modo fuera de su familia, y como si aquella intensa sensación de reconocimiento tuviera una importancia que escapaba a su comprensión.
Yola se volvió hacia él y señaló. Luego se señaló la mano. Le estaba preguntando algo al
bulibasha
, y el
bulibasha
estaba respondiendo.
Sabir recorrió con la mirada los dos grupos que le rodeaban. Las mujeres estaban pendientes de las palabras del
bulibasha
, pero algunos hombres del grupo de Alexi le miraban atentamente, aunque sin aparente malevolencia, casi como si fuera un rompecabezas que les habían obligado a resolver contra su voluntad, o una cosa rara que les habían impuesto desde fuera y que pese a todo se veían obligados a incluir en la ecuación que regía sus vidas, fuera cual fuese ésta.
Dos hombres ayudaron a levantarse al
bulibasha
. Uno de ellos le pasó una botella y el
bulibasha
bebió de ella; luego vertió parte del líquido delante de él, describiendo un arco.
Yola volvió junto a Sabir y le ayudó a ponerse en pie.
—No me lo digas. Es la hora del veredicto.
Ella no le hizo caso; se quedó allí, un poco apartada de él, a su espalda, mirando al
bulibasha
.
—Tú, payo, ¿dijiste que no habías matado a Babel?
—Eso es.
—Pero la policía te está buscando. ¿Cómo es que están equivocados?
—Encontraron sangre mía en el cuerpo de Babel, por razones que ya os he explicado. El hombre que torturó y mató a Babel debió de hablarles de mí, porque Babel sabía mi nombre. No he cometido ningún crimen contra él ni contra su familia.
El
bulibasha
se volvió hacia Alexi.
—¿Crees que este hombre mató a tu primo?
—Hasta que otro confiese el crimen, sí. Matadlo, y la deuda de sangre quedará saldada.
—Pero ahora Yola no tiene hermano. Su padre y su madre están muertos. Dices que ese hombre es
phral
de Babel. Que ocupará su lugar. Y ella está soltera. Es importante que tenga un hermano que la proteja. Que se asegure de que no la deshonran.
—Eso es cierto.
—¿Estáis todos de acuerdo en acatar la decisión del
kristinori
?
Un asentimiento colectivo recorrió el campamento.
—Entonces dejaremos que sea el cuchillo el que decida.
—Dios mío, ¿no querrán que me pelee con alguien?
—No.
—¿Qué demonios quieren, entonces?
—El
bulibasha
ha sido muy sabio. Ha decidido que sea el cuchillo el que decida el caso. Van a traer un tablero. Tú pondrás encima la mano con la que mataste a Babel. Alexi representará a mi familia. Cogerá un cuchillo y te lo tirará a la mano. Si la hoja o cualquier parte del cuchillo te da en la mano, significará que O Del dice que eres culpable. Entonces te matarán. Si el cuchillo no te da, eres inocente. Y te convertirás en mi hermano.
—¿O Del?
—Así llamamos nosotros a Dios.
De pie junto al
bulibasha
, Sabir vio cómo dos hombres levantaban el tablero que iba a decidir entre su vida o su muerte.
No podrías escribirlo
, se dijo.
Nadie en su sano juicio se lo creería. No en el siglo veintiuno
.
Yola le dio un vaso de infusión.
—¿Para qué es esto?
—Para darte valor.
—¿Qué lleva?
—Es secreto.
Sabir se bebió a sorbos la infusión.
—Oye, ese tipo, Alexi, tu primo… ¿Es bueno con el cuchillo?
—Sí. Puede dar a cualquier cosa. Es muy bueno.
—Por Dios, Yola, ¿qué intentas hacer conmigo? ¿Es que quieres que me maten?
—Yo no quiero nada. O Del decidirá si eres culpable. Si eres inocente, echará a perder la puntería de Alexi y tú quedarás libre. Y entonces te convertirán en mi hermano.
—¿Y crees que me matarán de verdad si el cuchillo me da en la mano?
—Te matarán, no hay duda. Tiene que ser así. El
bulibasha
no permitirá que quedes libre después de que la
kris
haya decidido que eres culpable. Iría contra nuestras costumbres, contra nuestro código
mageripén
. Sería un escándalo. Su nombre se volvería
mahrimé
, y tendría que presentarse ante el
baro-sero
para dar explicaciones.
—¿El
baro-sero
?
—El jefe de todos los gitanos.
—¿Y dónde está?
—En Polonia, creo. O puede que en Rumania.
—Ay, Dios.
—¿Qué pasa si no me da en la mano, pero me da? —Sabir estaba de pie delante del tablero. Dos gitanos estaban sujetándole la mano al tablero con una fina tira de cuero que pasaba por dos agujeros practicados en la madera, por encima y por debajo de su muñeca.