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Authors: Mario Reading

Tags: #Intriga

Las 52 profecías (29 page)

BOOK: Las 52 profecías
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—Es peor de lo que pensaba.

—¿Peor? ¿Cómo va a ser peor? Ya has dicho que era lo peor que podía pasar.

—Alexi llevaba algo. Tú tenías razón. Un tubo de caña.

—¿Un tubo de caña?

—Sí. Lo llevaba apretado contra el pecho como un bebé.

Sabir la agarró del brazo.

—¿Es que no te das cuenta de lo que significa eso? Ha encontrado las profecías. Alexi las ha encontrado.

—Pero eso no es todo.

Sabir cerró los ojos.

—No hace falta que me lo digas. He oído el nombre mientras hablabas con Bouboul. Gavril.

—Sí, Gavril. Iba siguiéndolos. Llegó un minuto después que Ojos de Serpiente. Fue él quien se llevó el otro caballo.

37

Hacía veinte minutos que Gavril había salido de Saintes-Maries cuando se acordó de que no iba armado. Le había tirado la navaja a Stefan en la pelea.

La idea le causó tal impacto que paró al caballo a medio galope y estuvo medio minuto pensando si debía volverse.

Pero el recuerdo de Badu y Stefan le convenció de que debía seguir adelante. Aquellos dos estarían pidiendo sangre a gritos. Andarían buscándole por las calles de Saintes-Maries, o estarían afilando sus navajas en la amoladora de Nan Maximoff. Por lo menos allí, a caballo y en plena marisma, nadie podría alcanzarle.

Los dos hombres que iban delante de él no sabían que los seguía. De hecho, ahora que por fin habían dejado la carretera, iban dejando tantas huellas por el campo que no hacía falta que los siguiera a quinientos metros. Dos caballos al galope removían la tierra muy convenientemente, y a Gavril no le costaba ningún trabajo distinguir las huellas frescas de las viejas.

Seguiría el rastro de Alexi y el payo, a ver qué pasaba. En el peor de los casos, si los perdía, podía llegar a campo traviesa a las afueras de Arles y montarse en un autobús. Esfumarse una temporada.

A fin de cuentas, ¿qué tenía que perder?

38

Alexi iba ganando algún terreno a Ojos de Serpiente, pero no tan rápido como esperaba. La yegua había tenido tiempo de sobra para recuperarse del viaje de diez kilómetros de esa mañana, pero Alexi sospechaba que Bouboul no le había dado agua ni comida, porque la lengua le colgaba ya por un lado de la boca. Si seguía forzándola, se desplomaría.

Su único consuelo era la convicción de que el caballo que montaba Ojos de Serpiente estaría en el mismo estado. No quería ni contemplar, sin embargo, la posibilidad de tener que volver a pie por aquellos pantanos solitarios, perseguido por un loco armado con una pistola.

De momento no se había apartado del camino que, en sentido contrario, habían seguido esa mañana desde la casa. Pero sabía que pronto tendría que desviarse y aventurarse en lo desconocido. No podía arriesgarse a llevar a Ojos de Serpiente a su base. Porque, cuando Sabir y Yola descubrieran que faltaban los dos caballos, no tendrían más remedio que regresar al único lugar al que sabían que podía volver.

Su única esperanza era zafarse de Ojos de Serpiente por completo. Para tener alguna oportunidad de conseguirlo, sabía que debía aguzar su ingenio. Controlar su pánico creciente. Pensar con claridad, positivamente y a galope tendido.

A su izquierda, más allá del Étang des Launes, había un río, Le Petit Rhône. Alexi lo conocía bien porque había pescado allí muchas veces, con diversos parientes, desde su niñez. Que él supiera, el río sólo podía cruzarse por ferry allí cerca, en Bac-du-Sauvage. Quitando ese paso, para vadearlo había que dar un largo rodeo por carretera hasta el Pont-du-Sylvéréal, a unos diez kilómetros río arriba. No había, literalmente, ningún otro modo de entrar en la Petite Camargue. A no ser que uno volara, claro.

Si lograba llegar al ferry en el momento justo, tal vez tuviera alguna oportunidad de escapar. Pero ¿qué probabilidades tenía de conseguirlo? El ferry hacía el trayecto cada media hora. Tal vez estuviera ya al otro lado del río, preparándose para el viaje de regreso, en cuyo caso se vería atrapado. El río, si no recordaba mal, tenía unos doscientos metros de ancho en aquel punto, y fluía con demasiada fuerza para que un caballo exhausto pudiera vadearlo. Además, él no tenía reloj. ¿Debía arriesgarse e intentar coger el ferry? ¿O estaba loco?

La yegua tropezó y se rehizo. Alexi comprendió que estaba en las últimas. Si seguía así, le reventaría el corazón: había oído que a los caballos les pasaba eso. El animal se desplomaría como una piedra y él caería en plancha por encima de sus hombros y se rompería el cuello. Por lo menos así Ojos de Serpiente se ahorraría la molestia de tener que torturarle, como había hecho, obviamente, con Babel.

Estaba a dos minutos a caballo del cruce del ferry. Sólo tenía que arriesgarse. Lanzó una última mirada desesperada hacia atrás. Ojos de Serpiente estaba a cincuenta metros e iba acercándose. Tal vez su caballo había bebido un poco de agua donde Bouboul. Quizá por eso no se estaba cansando tan rápidamente como la yegua.

Las barreras del cruce estaban bajadas y el ferry acababa de apartarse de la orilla. A bordo había cuatro coches y una furgoneta pequeña. El trayecto era tan corto que nadie se molestaba en bajar de los coches. Sólo el empleado que recogía los billetes vio llegar a Alexi.

El hombre levantó una mano a modo de advertencia y gritó:


Non! Non
!

Alexi lanzó a la yegua hacia la barrera de un solo palo. Para llegar hasta ella había una cuesta abajo muy empinada. Quizá la yegua pudiera agarrarse bien al asfalto y saltar la valla. En todo caso, Alexi no podía permitirse aflojar la marcha.

En el último instante la yegua se acobardó y torció a la izquierda. Resbaló sobre las patas traseras y se clavó de ancas, cayendo aparatosamente debido a la inclinación de la rampa. Pasó por debajo de la barrera con las cuatro patas al aire, chillando. Alexi llegó a la barrera todavía montado en ella. Intentó hacerse una bola, pero no lo consiguió. Chocó con la barrera, destrozándola, y eso frenó en parte su caída. Golpeó luego el asfalto con el hombro derecho y el costado. Sin permitirse pensar o calcular cuánto dolor le había costado aquello, se lanzó tras el ferry. Sabía que, si no llegaba a la plataforma metálica, se ahogaría. Y no sólo porque se hubiera hecho daño en alguna parte, sino porque no sabía nadar.

El revisor había visto muchas locuras en su vida (¿quién que trabajara en un ferry no las había visto?), pero aquélla se llevaba la palma. ¿Un hombre montado a caballo que intentaba saltar la barrera para subir a bordo? Él transportaba caballos constantemente. La compañía del ferry hasta había instalado un atadero semi-permanente para los meses de verano, alejado de los coches para que los caballos no le estropearan la pintura a nadie si daban alguna coz. Tal vez aquel hombre fuera un ladrón de caballos. En todo caso, había perdido su presa. El caballo se había roto la pata al caer, si no se equivocaba. Y seguramente el jinete también estaba herido.

El empleado alargó el brazo y desenganchó el salvavidas.

—¡Está atado al ferry! ¡Cójalo y agárrese fuerte!

Sabía que, estando ya el ferry en marcha, era prácticamente imposible detener el mecanismo de arrastre. La corriente del río era tan fuerte que había que anclar el ferry a una cadena que le servía de guía e impedía que quedara a la deriva y bajara hacia el Grau d'Orgon. Cuando el mecanismo se ponía en funcionamiento era arriesgado pararlo: el peso muerto del ferry, empujado por la poderosa corriente del río, sobrecargaba el largo circuito de la cadena. En condiciones de lluvia intensa, los puntales podían llegar a estallar y el ferry verse arrastrado hacia mar abierto.

Alexi agarró el salvavidas y se lo pasó por encima de la cabeza.

—¡Dése la vuelta! ¡Dése la vuelta y deje que le arrastre!

Alexi se dio la vuelta y se dejó llevar por el ferry. Tenía miedo de tragar agua y quizá morir ahogado. Así que dobló el cuello hacia delante, hasta apoyar la barbilla sobre el pecho, y dejó que el agua bañara sus hombros como la estela de proa de un barco. Al hacerlo, se acordó a destiempo de palparse la camisa en busca del tubo de caña. Había desaparecido.

Miró hacia la rampa. ¿Lo había perdido allí, al caer? ¿O en el agua? ¿Lo vería Ojos de Serpiente y se daría cuenta de lo que era?

Ojos de Serpiente estaba junto a la barrera, sentado a horcajadas sobre su caballo. Mientras Alexi le miraba, sacó su pistola y disparó a la yegua. Luego se volvió hacia el Pont de Gau y el
marais
, y desapareció entre la maleza.

39

Quizá fuera un error infundir tal miedo a tus enemigos que no les quedaba nada que perder. ¿Qué, si no eso, había impulsado al gitano a cometer el disparate de intentar saltar una barrera de un solo palo montado en un caballo exhausto? Todo el mundo sabía que los caballos odiaban ver luz entre lo que estuvieran saltando y el suelo. Y el caballo sabía, además, que iba derecho al agua. Para hacer cosas así había que entrenar especialmente al caballo. Era una locura. Una auténtica locura.

Aun así, Bale no tenía más remedio que admirarle por intentarlo. A fin de cuentas, el gitano sabía lo que le esperaba si caía en sus manos. Lo del caballo, no obstante, era una lástima. Pero se había roto una pata al caer, y Bale odiaba ver sufrir a un animal.

Bale dio rienda suelta a su caballo, y el animal tomó instintivamente la senda por la que habían llegado. Lo primero que haría al volver sería ir a ver al gitano que estaba cuidando de los caballos. Sacarle alguna información. Luego echaría un vistazo por el pueblo, a ver si encontraba al vikingo rubio. Y, si no, a su novia.

De una u otra forma encontraría el rastro de Sabir. Sabía que así sería. Siempre lo encontraba.

40

Gavril frenó al caballo hasta ponerlo al paso. El animal estaba en las últimas. No quería arriesgarse a matarlo y encontrarse luego perdido en medio de los pantanos, a kilómetros de cualquier parte.

El, a diferencia de Alexi, no era un chico de campo. Cuando más a gusto se sentía era rondando por las afueras de las poblaciones, donde estaba la acción. Hasta ese momento, para él pasárselo en grande equivalía a comerciar con teléfonos robados. No los robaba él, claro: su cara y su pelo eran demasiado fáciles de recordar. Sólo actuaba como intermediario, moviéndose de café en café y de bar en bar, y vendiéndolos por unos pocos euros la pieza. Así se pagaba las cervezas y la ropa, y, si tenía suerte, de cuando en cuando se tiraba también a alguna paya. Su pelo era siempre el primer tema de conversación. ¿Cómo puedes ser gitano con el pelo de ese color? Así que ser rubio no estaba tan mal.

Casi sin darse cuenta, se detuvo. ¿De veras quería seguir a Alexi y al payo? ¿Y qué haría cuando los alcanzara? ¿Asustarlos para que le obedecieran? Quizá debería contemplar el robo del caballo como una salida ingeniosa de una situación desesperada. Por lo menos así Badu y Stefan no habían podido seguirle y cobrarse en él la venganza que hubieran concebido sus mentes perversas. Se alegraría si no volvía a verlos a ellos ni a Bazena en toda su vida.

¿Y qué había de Yola? ¿Tanto la deseaba en realidad? Había otros peces en el mar. Más vaha dejarlo estar. Perderse una temporada. Podía dejar descansar al caballo y luego dirigirse tranquilamente hacia el norte. Abandonar el caballo cerca de alguna estación de tren. Montarse en un vagón de carga rumbo a Toulouse. Tenía familia allí. Ellos le acogerían.

Reconfortado por su nuevo plan, Gavril se alejó del río, camino de Panperdu.

41

Bale decidió esperar a Gavril detrás de la cabaña abandonada de un
gardian
. El caballo y él se integraban perfectamente en el paisaje, junto al empinado techo de barda, coronado de blanco como la quilla de una barca vuelta del revés.

Llevaba diez minutos al socaire de la
cabane
, viendo acercarse a Gavril. Una o dos veces había sacudido la cabeza, perplejo por la persistente ceguera de aquel hombre a cuanto ocurría a su alrededor. ¿Se había quedado dormido el gitano? ¿Por eso había decidido abandonar sin motivo aparente una senda que se abría claramente entre la hierba del pantano? Había sido un golpe de suerte que Bale le viera unos instantes antes de que Gavril tuviera tiempo de desaparecer para siempre más allá de los árboles.

En el último momento, Bale salió de detrás de la
cabane
llevando de la brida al caballo. Desató el pañuelo que había atado alrededor del hocico del animal y se lo guardó en el bolsillo. Era un truco que había aprendido con los camellos bereberes de la Legión: no quería que el caballo relinchara al oír acercarse a su compañero y le delatara.

—Baja. —Bale movió la pistola imperiosamente.

Gavril miró por encima de su cabeza, hacia el lindero del bosque cercano.

—Ni se te ocurra. Acabo de matar a un caballo. Me da igual matar a otro. Pero no tengo nada contra el animal. Te aseguro que me enfadaré mucho si tengo que dispararle innecesariamente.

Gavril pasó la pierna por encima de la silla y se deslizó por el flanco del animal. Se quedó de pie con las riendas en la mano, como si, en vez de haber caído en una emboscada, hubiera ido a hacerle a Bale una visita de cortesía. Parecía desconcertado, como si volviera a tener siete años y su padre acabara de darle un tortazo por algo que no había hecho.

—¿Has disparado a Alexi?

—¿Por qué iba a hacer eso?

Bale se acercó a Gavril y le quitó las riendas del caballo. Ató al animal al poste de delante de la
cabane
. Luego desató la cuerda del pomo de la silla.

—Túmbate.

—¿Qué quieres? ¿Qué vas a hacer?

—Voy a atarte. Túmbate.

Gavril se tumbó de espaldas, mirando al cielo.

—No. Date la vuelta.

—¿No irás a pincharme otra vez?

—No. No es eso. —Bale le estiró los brazos por encima de la cabeza y los pasó por el lazo de la soga. Ató luego el otro extremo al poste con un nudo corredizo. Se acercó a su caballo y desató la cuerda del pomo. Volvió luego junto a Gavril y le ató los pies, dejando el cabo de la cuerda en el suelo.

—Aquí estamos solos. Ya te habrás dado cuenta, seguramente. No hay más que caballos, toros y esos malditos flamencos por todas partes.

—De mí no tienes nada que temer. Acababa de decidir irme al norte. Apartarme de ti y de Sabir y Yola de una vez por todas.

—Ah, ¿se llama Yola, entonces? Me preguntaba cómo se llamaba. ¿Cómo se llama el otro gitano? ¿Ese al que le he matado el caballo?

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