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Authors: Mario Reading

Tags: #Intriga

Las 52 profecías (32 page)

BOOK: Las 52 profecías
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46

Yola había inventado una forma nueva de hacer autostop. Esperaba hasta que veía acercarse un coche que tenía aspecto de pertenecer a un gitano, hacía un signo sinuoso con la mano izquierda, seguido inmediatamente por la señal de la cruz, y salía luego al centro de la carretera, situándose en el lugar en el que quedaría la ventanilla del conductor. Los coches casi siempre paraban.

Luego se inclinaba y explicaba adonde quería ir. Si el conductor viajaba en otra dirección (o no iba lo bastante lejos), le indicaba con impaciencia que siguiera su camino. El cuarto vehículo que paró cumplía perfectamente sus requisitos.

Sabir montó tras ella en la parte trasera del furgón para transporte de ganado, cubierta de paja; se sentía como si fueran Clark Gable y Claudette Colbert en
Sucedió una noche
, pero tenía que reconocer que hasta un furgón Citroën H que apestaba era preferible a ir a pie. Al principio había intentando convencer a Yola de que debían ahorrar tiempo cogiendo un taxi para volver al
maset
, pero ella había insistido en que, de ese modo, nadie sabría adonde habían ido. Se le había adelantado, como de costumbre.

Sabir se apoyó en la pared forrada de listones del furgón y se puso a juguetear con la navaja Aitor plegable, de fabricación española, que llevaba escondida en el bolsillo. Se la había comprado a Bouboul por cincuenta euros veinte minutos antes. Tenía una hoja de once centímetros de largo, afilada como la de una cuchilla de afeitar, que encajaba con un chasquido reconfortante cuando uno la abría. Estaba claro que era una navaja de combate porque tenía una concavidad para el pulgar a una distancia aproximada de un centímetro de la hoja. Sabir supuso que era para poder clavársela a tu oponente sin cortarte un dedo de paso.

Bouboul parecía remiso a desprenderse de la navaja, pero la avaricia (seguramente la había comprado hacía treinta años por el equivalente a cinco euros) y las invectivas de Yola habían bastado para forzarle a capitular. Yola le había dicho que le consideraba responsable de la desaparición de los caballos, y que de todos modos, en su opinión, era demasiado viejo para llevar navaja. ¿Quería acabar como Stefan, con el ojo colgando de un hilillo? Mejor librarse de aquello.

Estaba atardeciendo cuando Yola y Sabir llegaron al
maset du marais
. Como era de esperar, la casa estaba vacía.

—¿Qué hacemos ahora, Damo?

—Esperar.

—Pero ¿cómo vamos a saber si Ojos de Serpiente ha cogido a Alexi? En cuanto tenga las profecías, se marchará. Nunca sabremos lo que ha pasado.

—¿Qué quieres que haga, Yola? ¿Salir a los pantanos y llamar a Alexi a voces? Me perdería en un santiamén. Más allá de aquellos árboles hay trescientos kilómetros cuadrados de desierto.

—Podrías robar otro caballo. Eso es lo que haría Alexi.

Sabir sintió que se ruborizaba. Yola parecía entender algo mejor que él cómo debían comportarse los hombres in extremis.

—¿Me esperarías aquí? ¿Estarías dispuesta? ¿No te irías a deambular por ahí para que tuviera que buscaros a los dos?

—No. Me quedaría aquí. Puede que vuelva Alexi. Quizá me necesite. Voy a hacer un poco de sopa.

—¿De sopa?

Yola se levantó y le miró con incredulidad.

—A los hombres siempre se os olvida que la gente tiene que comer. Alexi lleva por ahí desde esta mañana. Si consigue llegar aquí vivo, tendrá hambre. Habrá que darle algo de comer.

Sabir salió a toda prisa al cobertizo, a ver si encontraba otra silla, una cuerda y algún arreo más. Con Yola de aquel humor, entendía perfectamente lo que pensaba Alexi del matrimonio.

A los quince minutos de empezar a perseguir al caballo, Sabir se dio cuenta de que le iba a costar. No tenía experiencia en el uso del lazo, como Alexi, y los caballos iban poniéndose nerviosos a medida que oscurecía. Cada vez que tenía uno a tiro, el animal le miraba tranquilamente hasta que Sabir estaba a unos tres metros de distancia, después de lo cual giraba sobre sus cuartos traseros y desaparecía entre la maleza, dando coces y pedorreando.

Harto, tiró la silla y la brida al borde del cercado y se volvió caminando por el sendero. Al llegar al cruce que llevaba hacia la casa vaciló; luego torció a la izquierda por el camino que habían seguido esa mañana para llegar a Saintes-Maries.

Estaba muy preocupado por Alexi. Pero el gitano tenía también algo que inspiraba confianza, sobre todo si se trataba de arreglárselas en el monte. En realidad, según la versión de Bouboul, Alexi sólo le llevaba un minuto de ventaja a Ojos de Serpiente cuando salieron del pueblo al galope. Pero a caballo un minuto era mucho tiempo, y esa mañana Sabir había visto cómo trataba Alexi a las bestias y cómo montaba. En fin, bastaba con decir que era un jinete nato. Además, conocía los pantanos como la palma de su mano. Sabir habría apostado algo a que, si su caballo aguantaba, Alexi daría esquinazo a Ojos de Serpiente.

A su modo de ver, por tanto, era sólo cuestión de tiempo que Alexi apareciera cabalgando por el camino, levantando triunfalmente el brazo con las profecías en la mano. Después, Sabir se retiraría a algún lugar tranquilo (preferiblemente cerca de un buen restaurante) para traducirlas, mientras la policía se dedicaba a aquello por lo que le pagaban por hacer y se las veía con Ojos de Serpiente.

A su debido tiempo contactaría con sus editores. Ellos sacarían las profecías a subasta. El dinero empezaría a fluir (dinero que compartiría con Yola y Alexi).

Y entonces, por fin, la pesadilla habría acabado.

47

Achor Bale decidió acercarse a la casa por el este, a través de un canal de desagüe que corría a lo largo de uno de los campos sin cultivar. Habiendo desaparecido Alexi, Sabir y la chica estarían vigilando, al acecho. Quizás hasta hubiera una escopeta en la casa. O un rifle viejo. Era absurdo correr riesgos innecesarios.

Sintió fugazmente la tentación de regresar en busca del caballo, que había dejado atado en una arboleda a unos cien metros por detrás de la finca. El caballo le seguiría sin resistencia a lo largo de la zanja, y quizás el ruido de sus cascos encubriera sus movimientos. Tal vez aquellos dos salieran de la casa pensando que Alexi había vuelto. Pero no. ¿Para qué complicar las cosas innecesariamente?

Porque Alexi volvería. Bale estaba seguro de ello. Había visto al gitano arriesgar la vida por la chica en Espalion, cuando ella se había derrumbado en la carretera. Si ella estaba dentro de la casa, el gitano acudiría como una avispa a un tarro de miel. Bale sólo tenía que matar a Sabir, usar a la chica como cebo e idear un modo imaginativo de pasar el rato.

Avanzó con cautela hacia una de las ventanas más grandes. Estaba oscureciendo. Alguien había encendido una lámpara de aceite y un par de velas. Por los postigos cerrados salían finas astillas de luz. Bale sonrió. Gracias al resplandor de las lámparas, era imposible que le vieran desde el interior de la casa. Incluso a dos metros de la ventana y con los ojos pegados a las lamas de los postigos, sería prácticamente invisible.

Aguzó el oído por si oía voces. Pero sólo había silencio. Se acercó a la ventana de la cocina. También estaba cerrada. Así que Gavril tenía razón. Si la casa hubiera estado habitada normalmente, los postigos no habrían estado cerrados tan temprano. Sólo había que echar un vistazo al jardín y los cobertizos para ver que llevaba años abandonada. Con razón la apreciaban los gitanos. Para ellos debía de ser como un hotel gratuito.

Por un momento sintió casi la tentación de entrar por la puerta principal. Si Sabir y la chica se comportaban como solían, sin duda estaría abierta. Había veces en que Bale casi se enfadaba por la falta de profesionalidad de sus contrincantes. El caso de la Remington, por ejemplo. ¿Por qué había aceptado devolvérsela Sabir? Había sido una locura. ¿De veras le creía capaz de dispararle con el Redhawk a las afueras de un pueblo con sólo dos salidas principales? ¿Y antes de echarle un vistazo a la Virgen Negra? Aquella decisión de Sabir había dejado a los tres desarmados y sin la más remota pista respecto a su verdadera identidad, gracias a su imperdonable error con el número de serie (que sin embargo había rectificado felizmente). Pereza mental, eso había sido.
Monsieur
, su padre, habría tenido algo que decir al respecto.

Porque a
Monsieur
siempre le había horrorizado la pereza mental. A los perezosos les daba con el bastón. Algunos días les pegaba a los trece sucesivamente, uno tras otro, empezando por el mayor. Así, cuando llegaba al más pequeño (y teniendo en cuenta su avanzada edad y su estado de salud) ya estaba cansado y los golpes no eran tan dolorosos. Eso sí era tener consideración.

Madame
, su madre, no era tan atenta. En su caso, el castigo era siempre cosa de dos. Por eso, después de la muerte de
Monsieur
, su padre, Bale había huido para unirse a la Legión. Más adelante aquella decisión había resultado inesperadamente útil, y ella le había perdonado. Pero habían pasado dos años sin hablarse, y Bale se había visto obligado a cumplir con los deberes del
Corpus Maleficum
él solo, sin dirección ni reglamento. Durante ese periodo anárquico había desarrollado gustos que
Madame
, su madre, consideró después en discordancia con los fines del movimiento. Por eso Bale seguía ocultándole cosas. Detalles desafortunados. Muertes inevitables. Cosas así.

Pero él no disfrutaba infligiendo dolor. No. No era eso, desde luego. Detestaba ver sufrir a un animal, como al caballo del ferry. Los animales no podían defenderse. No sabían pensar. Pero la gente sí. Cuando él hacía preguntas, esperaba respuestas. Quizá la posición que ocupaba no le correspondiera por nacimiento, pero le correspondía, no había duda, por carácter. Estaba orgulloso del título nobiliario que
Monsieur
, su padre, le había transmitido. Orgulloso de su familia, que a lo largo de su historia se había anticipado a la obra del Diablo, y la había contrarrestado, por tanto.

Porque el
Corpus Maleficum
tenía una noble y larga historia. Había incluido entre las filas de sus principales adeptos a los inquisidores papales Conrado de Marburgo y Hugo de Beniols; al príncipe Vlad Drãculea III; al marqués de Sade; al príncipe Cario Gesualdo; al zar Iván Grozny (el Terrible); a Nicolás Maquiavelo; a Rodrigo, César y Lucrecia Borgia; al conde Alessandro di Cagliostro; a Gregor Rasputín; al mariscal Gilíes de Rais; a Giacomo Casanova; y a la condesa Erzsébet Báthory. Todos ellos difamados constantemente y de la manera más burda por la arrogancia de las subsiguientes generaciones de historiadores.

A su modo de ver (empapado por incontables horas de lecciones de historia aprendidas a los pies, y a instancias, de
Monsieur
y
Madame
, sus padres), Conrado de Marburgo y Hugo de Beniols habían sido falsamente tachados de sádicos y vanidosos perseguidores de los inocentes a pesar de que sólo se limitaban a cumplir las órdenes de la Madre Iglesia. Vlad «el Empalador» había sido acusado erróneamente de convertir la tortura en un arte cuando en realidad defendía (de la manera en que su época consideraba conveniente) su amada Valaquia de los horrores de la expansión otomana; el marqués de Sade había sido culpado injustamente por sus detractores de libertinaje y fomento de la anarquía sexual cuando, en opinión del
Corpus
, se había limitado a promulgar una moderna filosofía de la libertad y la tolerancia extremas, ideada para liberar al mundo de la tiranía de la moral; los prejuicios de sus acusadores habían condenado a un castigo injusto al príncipe y compositor Cario Gesualdo por asesinar a su esposa e hijo, cuando en realidad sólo había defendido de intromisiones indeseables la santidad de su hogar; la historia había tildado al zar Iván Grozny de «tirano filicida» y le había apodado «el Terrible», pese a que para muchos de sus compatriotas, y al modo de ver del
Corpus
, había sido el salvador de la Rusia eslava; Nicolás Maquiavelo había sido descrito por sus enemigos como un absolutista teológico y un hacedor de la política del miedo, etiquetas éstas ideadas para desmerecer el hecho de que fuera también un diplomático brillante, un poeta, un dramaturgo y un filósofo político edificante; la familia Borgia al completo había sufrido el estigma de la corrupción criminal y la insania moral, a pesar de que, conforme al criterio del
Corpus
(y excepción hecha de algunos deslices insignificantes), habían sido papas ilustrados, poderosos legisladores e inspirados amantes del arte hondamente implicados en la difusión supranacional de los logros del Alto Renacimiento italiano; el conde Alessandro di Cagliostro había sido tachado de charlatán y falsificador consumado, cuando de hecho era un alquimista y cabalista de primer orden, ansioso por iluminar las profundidades, todavía en gran medida no sondeadas, de lo oculto; el naturópata, sanador y místico visionario Gregor Rasputín había sido descrito por sus detractores como un «monje loco», prepotente y lascivo, responsable él solo de la destrucción de la atrincherada y moribunda monarquía rusa (pero ¿quién, se preguntaba Bale, podía reprochárselo? ¿Quién, echando la vista atrás, osaría tirar la primera piedra?); al mariscal Gilles de Rais le habían llamado pedófilo, caníbal y torturador de niños, pero también había sido un defensor temprano de Juana de Arco, un soldado brillante y un esclarecido promotor del teatro que quizá de cuando en cuando, y en ciertas esferas concretas y sin importancia, se dejaba dominar por sus aficiones (pero ¿acaso anulaba eso la grandeza de sus actos? ¿El esplendor de su vida? No. Desde luego que no, y así debía ser); Giacomo Casanova era considerado por la posteridad un depravado en el terreno ético y espiritual, cuando en realidad había sido un librepensador avanzado a su tiempo, un historiador inspirado y un cronista genial; y la condesa Erzsébet Báthory, juzgada por sus coetáneos como una asesina en serie vampírica, era de hecho una mujer culta y políglota que no sólo había defendido el castillo de su esposo durante la Larga Guerra de 1593 a 1606, sino que también había ayudado a menudo a mujeres pobres que habían sido capturadas y violadas por los turcos; el hecho de que posteriormente hubiera desangrado a algunas de sus pupilas más traumatizadas era considerado por el
Corpus
(aunque con una buena dosis de guasa) como un experimento necesario para el avance y la difusión de la ciencia del mejoramiento estético, tan preponderante en el consumista siglo
XXI
. Todos ellos habían sido personas avispadas, iniciados por sus padres, abuelos, maestros o consejeros en la cábala secreta del
Corpus
: una cábala ideada para proteger y aislar al mundo de sus propios instintos perversos. Como decía
Monsieur
, su padre: «En un mundo blanco y negro, manda el diablo. Pinta el mundo de gris, enturbia los límites de la moral establecida, y el diablo pierde su asidero».

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