»Pero tiene, además, una ventaja añadida. A diferencia de nuestros elementos nucleares terrestres, cuando el tirio se usa como el elemento central de un reactor de fusión, se descompone con una efectividad del cien por cien. En otras palabras, no produce residuos contaminantes. Por ello, no se parece en nada a ninguna de las fuentes de energía de la Tierra. Los residuos del uranio deben almacenarse en barras radioactivas. Qué diablos, si hasta la gasolina produce monóxido de carbono. Pero el tirio produce una energía limpia. Es una fuente de energía totalmente eficiente. Es perfecto. Es tan puro, internamente hablando, que de acuerdo con nuestro modelado, una muestra de tirio sin tratar solo emitiría cantidades microscópicas de radiación pasiva.
Race alzó la mano.
—Vale, de acuerdo. Todo eso suena muy bien pero no sabía que la DARPA se dedicara a suministrar a Estados Unidos centrales eléctricas. ¿Qué más hace el lirio?
Copeland sonrió. Lo había pillado.
—Profesor, durante los diez últimos años, la Oficina de Tecnología Táctica de la DARPA ha estado trabajando en una nueva arma, un arma sin igual. Se trata de un arma cuyo nombre en clave es Supernova.
Tan pronto como Copeland dijo la palabra, una luz se encendió en la mente de Race. Recordó la conversación que había escuchado entre Copeland y Nash poco después de subir a bordo del avión. Una conversación en la que habían mencionado un robo en Fairfax Drive; la sustracción de un dispositivo llamado Supernova.
—¿En qué consiste exactamente esa Supernova?
—En pocas palabras —dijo Copeland—, la Supernova es el arma más poderosa jamás desarrollada en la historia de la humanidad. Es lo que llamamos un asesino planetario.
—¿Un qué?
—Un asesino planetario. Un arma nuclear tan poderosa que, si se detonara, destrozaría prácticamente una tercera parte de la masa terrestre. Sin esa tercera parte, la órbita de la Tierra alrededor del Sol se vería alterada. Nuestro planeta giraría sin control por el espacio, cada vez más y más lejos del Sol. En cuestión de minutos la superficie de la Tierra, lo que quedara de ella, se enfriaría tanto que la vida humana sería imposible en ella. La Supernova, profesor Race, es la primera arma creada por el hombre capaz de acabar con la vida que conocemos de este planeta. De ahí su homónimo, el nombre que le damos a una explosión estelar.
Race tragó saliva. Se sentía realmente débil.
Un millón de preguntas se agolpaban en su cabeza.
Preguntas como: ¿Por qué alguien construiría un arma tal? ¿Qué razones podrían existir para crear un arma que podría matar a todos los habitantes del planeta, incluidos a sus propios creadores? Y, teniendo en cuenta todo aquello, ¿por qué su país estaba construyéndola?
Copeland continuó.
—La cuestión es, profesor, que la Supernova que tenemos en estos momentos es un prototipo, un proyectil viable. Esa arma, la que robaron de las oficinas centrales de la DARPA, no sirve para nada. Por la simple razón de que la Supernova requiere para su funcionamiento que se le añada una cosa. El tirio.
Uh, fantástico
… pensó Race.
—En ese aspecto —dijo Copeland—, la Supernova no es muy diferente a una bomba de neutrones. Se trata de un arma de fisión, lo que significa que funciona de acuerdo con el principio de desintegración del átomo. Se emplean dos cabezas termonucleares para fisionar una masa suscritica del tirio, desencadenando así la mega explosión.
—De acuerdo, espere un segundo —dijo Race—. A ver si lo he entendido. ¿Ustedes han construido un arma, un arma capaz de destrozar el planeta que depende de un elemento que ni siquiera tienen aún?
—Correcto —indicó Copeland.
—Pero, ¿por qué? ¿Por qué Estados Unidos va a fabricar un arma que pueda hacer todo eso?
Copeland asintió con la cabeza.
—Esa es una pregunta que siempre resulta difícil de responder. Lo que quiero decir es que…
—Hay dos razones —explicó de repente una voz más grave a las espaldas de Race.
Era Frank Nash.
Nash señaló con la cabeza al manuscrito que descansaba sobre el regazo de Race.
—¿Ha encontrado ya el lugar donde se halla el ídolo?
—Aún no.
—Entonces intentaré explicárselo lo más pronto posible para que vuelva al trabajo. Antes que nada, quiero que sepa que lo que le voy a decir es sumamente confidencial. Solo hay dieciséis personas en el país que saben lo que voy a contarle y cinco de ellas están a bordo de este avión. Si se lo menciona n alguien una vez hayamos completado esta misión, pasará los próximos setenta y cinco años en la cárcel. ¿Lo ha comprendido, profesor?
—Sí.
—Bien. Hay dos razones para la construcción de la Supernova. La primera es esta: hace cerca de dieciocho meses, se descubrió que científicos subvencionados por el Estado alemán habían comenzado la construcción secreta de una Supernova. Nuestra respuesta fue simple: si ellos van a construir una, nosotros también.
—Es de una lógica aplastante —dijo Race.
—Es exactamente la misma lógica que Oppenheimer esgrimió para justificar la construcción de la bomba atómica.
—Vaya, vaya. Así que hasta los grandes les respaldan —comentó Race secamente—. ¿Y la segunda razón?
Nash dijo:
—Profesor, ¿ha oído alguna vez hablar de un hombre llamado Dietrich von Choltitz?
—No.
—El general Dietrich von Choltitz era el general al mando de las fuerzas alemanas en París cuando los nazis se retiraron de Francia en agosto de 1944. Después de que fuera obvio que los Aliados iban a retomar París, Hitler envió a Choltitz un comunicado. En él le ordenaba que colocara miles de bombas por toda la ciudad antes de irse para que, cuando se hubieran marchado las tropas, París volara por los aires.
»Ahora bien, hay que decir en su honor que Choltitz desobedeció la orden. No quería pasar a la historia como el hombre que destruyó París. Pero lo importante aquí es la lógica subyacente tras la orden de Hitler. Si él no podía tener París, nadie más podría.
—¿Adonde quiere llegar entonces? —dijo Race con cautela.
—Profesor, la Supernova es un paso más en el plan estratégico de alto nivel que ha existido en la política exterior de los Estados Unidos durante los últimos cincuenta años. Ese plan se llama el plan Choltitz.
—¿Qué quiere decir?
—Lo que quiero decir es esto. ¿Sabía usted que durante la Guerra Fría, la Armada estadounidense tenía órdenes de que se garantizara que en cualquier momento estuviera disponible un número de submarinos, con misiles balísticos nucleares, emplazados en ubicaciones estratégicas de determinados puntos alrededor del mundo? ¿Sabe para qué eran esos submarinos?
—¿Para qué?
—Las órdenes que tenían esos submarinos eran muy sencillas. En caso de que la Unión Soviética derrotara a los Estados Unidos en un ataque repentino o imprevisto, esos submarinos tenían órdenes de lanzar una lluvia de misiles nucleares no solo a objetivos soviéticos, sino también a todas las ciudades principales de Europa y Estados Unidos continental.
—¿Cómo?
—El plan Choltitz, profesor Race. Si no podemos tenerlo, nadie podrá.
—Pero estamos hablando de algo a escala mundial —dijo Race incrédulo.
—Cierto, muy cierto. De ahí la razón para la construcción de la Supernova. Los Estados Unidos son la nación más poderosa de la Tierra. En caso de que cualquier nación buscara alterar esa situación, les haríamos saber que poseemos una Supernova. Si van más allá y el conflicto continúa y los Estados Unidos son derrotados, o peor, destruidos, entonces detonaremos el arma.
Race sintió que se le hacía un nudo en el estómago.
¿Iban en serio? ¿Acaso eso era política? ¿Si Estados Unidos no pudiera controlar el mundo, lo destruiría?
—¿Cómo pueden construir algo así?
—Profesor Race, ¿qué ocurriría si China decidiera declarar la guerra a Estados Unidos? ¿Qué ocurriría si ganaran? ¿Querría que los estadounidenses estuvieran sometidos al régimen chino?
—Pero, ¿preferiría morir?
—Sí.
—Y llevarse al resto del mundo con usted —dijo Race—. Ustedes deben de ser los peores perdedores de todos los tiempos.
—Fuere como fuere —dijo Nash cambiando el tono—, la ley de las consecuencias no deliberadas ha surtido efecto en esta situación. La noticia de la creación de un arma con el potencial para destruir el planeta ha hecho que otros grupos hayan salido a la luz, grupos para los que esta arma sería una baza muy poderosa en sus cruzadas.
—¿Qué tipo de grupos?
—Algunos grupos terroristas. Gente que si tuvieran en sus manos una Supernova viable chantajearían al mundo entero.
—Bien —dijo Race—, y ahora su Supernova ha sido robada, probablemente por terroristas.
—Correcto.
—Han abierto la caja de Pandora, doctor Nash.
—Sí. Sí, eso me temo. Y por eso es tan importante que lleguemos al ídolo antes de que otros lo hagan.
Tras eso, Nash y Copeland volvieron a dejar a Race a solas con el manuscrito.
Race se tomó unos instantes para poner orden en sus pensamientos. Su cabeza no paraba de dar vueltas. Supernovas. Destrucción mundial. Grupos terroristas. No era capaz de concentrarse.
Intentó quitarse todo eso de la cabeza y se obligó a centrarse y volverse a situar en la acción del manuscrito, justo en la parte en la que Renco y Alberto Santiago habían salido a toda velocidad de la ciudad sitiada de Cuzco.
Race respiró profundamente, se colocó las gafas y se adentró de nuevo en el mundo de los incas.
Renco, Bassario y yo corrimos por entre la oscuridad de la noche, espoleando nuestros caballos, haciéndoles cabalgar más rápido de lo que jamás antes habían hecho, pues detrás de nosotros, pisándonos los talones, estaban los españoles (Hernando y su legión de tropas a caballo) cabalgando por aquellos terrenos, intentando darnos caza como si de perros se tratara.
Tras salir por las puertas situadas al norte del valle de Cuzco giramos a la derecha y pusimos rumbo al noreste. Llegamos al río Urubamba, el mismo río donde se encontraba el barco prisión en el que había estado Renco. Lo atravesamos casi a la altura del pueblo de Pisac.
Y así comenzó nuestro viaje, nuestra huida desesperada por la selva.
No les importunaré, queridos lectores, con cada incidente insignificante de nuestro arduo viaje, pues duró demasiados días y los incidentes que tuvieron lugar fueron demasiados numerosos. Solo mencionaré aquellos que guarden relación con mi historia.
Pusimos rumbo a un pueblo llamado Vilcafor, tal como me informó Renco, del que su tío era el jefe. Este pueblo se encontraba a los pies de las grandes montañas más al norte, justo en el lugar donde aquellas montañas se unían por el este con la gran selva tropical.
Según parece, Vilcafor era una ciudadela secreta, fuertemente fortificada y bien defendida, que los nobles incas mantenían para utilizarla en tiempos de crisis. Su emplazamiento era un secreto celosamente guardado y solo se podía encontrar siguiendo una serie de tótems de piedra dispuestos cada ciertos intervalos en la selva, y eso solo cuando se conocía el código para encontrar los tótems. Pero para llegar a la selva, primero había que atravesar las montañas.
Y así fue como atravesamos las montañas, los increíbles monolitos rocosos que dominaban Nueva España. No exagero al decir cuan magníficas eran las montañas de aquel país. Sus acantilados rocosos y altas cumbres, cubiertas de nieve todo el año, pueden verse a cientos de kilómetros de distancia, incluso desde las densas selvas tropicales.
Tras unos días de viaje, nos deshicimos de nuestros caballos, pues preferimos atravesar los delicados senderos de la montaña a pie. Con sumo cuidado, cruzamos estrechos y resbaladizos senderos emplazados en los empinados desfiladeros de las montañas y atravesamos con cautela largos puentes de cuerda suspendidos sobre los ríos.
Y, mientras tanto, resonando en los laberínticos y estrechos desfiladeros que íbamos dejando atrás, podíamos oír los gritos y las pisadas de los españoles.
Llegamos a varios pueblos incas situados en medio de espléndidos valles montañosos. Cada pueblo recibía el nombre de su jefe: Rumac, Sipo y Huanco.
En esos pueblos nos abastecieron de comida, guías y llamas. La generosidad de esa gente era increíble. Era como si cada uno de sus habitantes supiera de Renco y su misión y se me antojaba imposible que se movieran más rápido para ayudarnos. Cuando teníamos tiempo, Renco les enseñaba el ídolo tallado en la piedra negra y todos ellos se inclinaban y guardaban silencio ante él.
Pero casi nunca disponíamos de ese tiempo.
Los españoles nos perseguían con obstinación.
En una ocasión, cuando dejamos Ocuyu, un pueblo situado a los pies de un enorme valle, tan pronto como llegamos a la cima de una colina lejana, escuchamos el sonido de mosquetes tras nosotros. Me giré para mirar al valle.
Lo que vi llenó mi corazón de horror.
Vi a Hernando y sus tropas, una columna gigantesca de al menos cien hombres, marchando a pie por el extremo más alejado del valle. Los soldados a caballo flanqueaban al enorme grueso de soldados a pie. Cabalgaban por delante de ellos en dirección al pueblo que acabábamos de dejar, disparando con sus mosquetes a los incas, desarmados.
Más tarde, Hernando dividió su legión de cien hombres en divisiones de treinta y tres. Después alternó los tiempos de marcha de forma que, mientras una división marchaba, las otras dos descansaban. Esas dos divisiones marcharían después, rebasando al primer grupo en su turno y así sucesivamente. El resultado era una masa de hombres en constante movimiento, una masa que siempre avanzaba, siempre se acercaba a nosotros.
Y, mientras tanto, Renco, Bassario y yo avanzábamos a trompicones, moviéndonos con dificultad por la selva rocosa, intentando combatir la fatiga que se apoderaba de nosotros a cada paso.
De una cosa estaba seguro: los españoles iban a cogernos. La única duda era cuándo.
Aun así seguimos avanzando.
En un punto de nuestro viaje, y debo decir que justo cuando mis compatriotas estaban tan cerca de nosotros que podíamos oír sus gritos resonando en los cañones a nuestras espaldas, nos detuvimos en un pueblo llamado Coico, situado en la ribera de un río montañoso llamado Paucartambo.
Fue en este pueblo donde obtuve una pista relativa a por qué Renco había llevado con nosotros a Bassario.