Renco me adelantó y cabalgó en dirección al hervidero de gente y, al igual que hizo el mar Rojo con Moisés, la multitud se echó a ambos lados para dejarlo pasar.
Y, cuando lo hizo, un enorme rugido salió de los incas allí presentes, una ovación de júbilo, un grito de tal fervor y celebración que hizo que se me erizaran los cabellos.
Era como si todos hubiesen reconocido a Renco al instante, a pesar de que iba vestido con la ropa del guardia español. Se echaron a un lado para dejarlo pasar. Parecía como si todos y cada uno de ellos conocieran su misión y estuvieran dispuestos a hacer todo lo que estuviera en sus manos para que lo lograra.
Renco y yo nos abalanzamos por entre la masa de gente y galopamos a una velocidad vertiginosa, mientras las hordas de incas se abrían, entre vítores, ante nosotros.
Desmontamos casi a los pies de la poderosa fortaleza Sacsayhuaman y echamos a andar rápidamente por entre la multitud de guerreros indígenas.
Mientras atravesábamos las filas incas, vi que a nuestro alrededor habían clavado numerosas estacas. En la parte superior de estas se hallaban cabezas sangrantes de soldados españoles. En algunas estacas habían empalado los cuerpos de los españoles capturados. Sus cabezas y pies habían sido cortados. Apresuré mi paso, consciente de que tenía que permanecer cerca de mi amigo Renco.
Entonces, de repente, la muchedumbre que estaba delante de nosotros se separó y vi, delante de nosotros en una de las entradas a la gigantesca fortaleza pétrea, a un indígena espléndidamente vestido. Llevaba una deslumbrante capa roja y un collar enchapado en oro, y en su cabeza descansaba una magnífica corona incrustada de joyas. Estaba rodeado por un séquito de, al menos, veinte guerreros y guardias.
Era Manco. El Sapa Inca.
Manco abrazó a Renco e intercambiaron unas palabras en quechua, la lengua de los incas. Renco me las tradujo de la siguiente forma:
—Hermano —dijo el Sapa Inca—, nos inquietaba tu paradero. Habíamos oído rumores de que habías sido capturado, o peor, asesinado. Y tú eres el único al que le está permitido entrar en la cámara y rescatar…
—Sí, hermano. Lo sé —contestó Renco—. Escucha, no tenemos tiempo. Tengo que entrar en la ciudad ahora. ¿Habéis usado la entrada del río?
—No —respondió Manco—. Hemos evitado usarla tal como nos ordenaste, para no alertar a los «comedores de oro» de su existencia.
—Bien —dijo Renco. Vaciló unos instantes antes de volver a hablar—. Tengo otra pregunta.
—¿Cuál es?
—Bassario —dijo Renco—. ¿Está dentro de las murallas de la ciudad?
—¿Bassario? —Manco frunció el ceño—. Bueno, yo… no lo sé…
—¿Estaba en la ciudad cuando esta cayó?
—Bueno, sí.
—¿Dónde estaba?
—¿Que dónde? Estaba en la prisión —afirmó Manco—. Donde ha estado el último año. Allí donde pertenece. ¿Por qué necesitas a un demonio como Bassario?
—No te preocupes por eso ahora, hermano —dijo Renco—. Pues no revestirá ninguna importancia si no encuentro primero el ídolo.
Entonces, detrás nuestro, se produjo un enorme alboroto y tanto Renco como yo nos dimos la vuelta para ver qué ocurría.
Lo que vi llenó mi corazón de un terror inimaginable: una columna de soldados españoles, no menos de trescientos, resplandecientes en sus armaduras forjadas en plata y sus característicos yelmos, estaban cargando contra el valle desde las barreras del norte, abriendo fuego con sus mosquetes.
Sus caballos estaban cubiertos por una pesada coraza plateada y, de esa forma protegidas, las tropas españolas a caballo comenzaron a abrirse camino a través de las filas de soldados incas que tenían delante.
Mientras observaba cómo la columna de conquistadores se abría paso entre las filas de los incas, aplastando a aquellos con los que se topaban en el camino, vi a dos de los jinetes al frente de la procesión a quienes reconocí. El primero de ellos era el capitán, Hernando Pizarro, hermano del gobernador y hombre crudelísimo. Su bigote negro y descuidada barba tan característicos eran visibles incluso desde donde yo me encontraba, a cuatrocientos pasos de distancia.
El segundo jinete era un hombre al que reconocí con cierto grado de terror. Tanto que lo miré una segunda vez para cerciorarme. Pero mis peores pesadillas se vieron confirmadas.
Era Castino, el chanca salvaje que había estado en el
San Vicente
con Renco. Solo que ahora cabalgaba con sus manos sin esposar, libre y codo con codo con Hernando.
Entonces lo entendí todo.
Castino había debido de escuchar mis conversaciones con Renco…
Estaba conduciendo a Hernando a la cámara del interior del Coricancha.
Renco también lo sabía.
—Por todos los dioses —dijo. Se giró hacia su hermano apresuradamente—. Debo irme. Debo irme ahora.
—Apresúrate, hermano —dijo Manco.
Renco asintió al Sapa Inca y después se dirigió a mí y me dijo en español:
—Debemos darnos prisa.
Dejamos al Sapa Inca y nos dirigimos a toda prisa al lado sur de la ciudad, el punto más alejado de Sacsayhuaman. Mientras lo hacíamos, vi cómo Hernando y sus jinetes cargaban contra la puerta norte de la ciudad.
—¿Adónde vamos? —pregunté mientras nos abríamos paso a zancadas por entre la furiosa multitud.
—Al río situado en la parte sur de la ciudad —fue todo lo que me dijo mi compañero como respuesta.
Finalmente, llegamos al río situado junto a la muralla sur de la ciudad. Alcé la vista a la muralla, que estaba al otro lado de la corriente, y vi a soldados españoles armados con mosquetes y espadas que se dirigían hacia estas. La luz naranja del fuego perfilaba sus siluetas.
Renco se dirigió deliberadamente hacia el río y, para mi sorpresa, metió las botas en el agua.
—¡Espere! —grité—. ¿Adónde va?
—Aquí —dijo, indicando el río.
—Pero… No puedo. No puedo acompañarle.
Renco me agarró del brazo con firmeza.
—Mi amigo Alberto, le agradezco desde lo más profundo de mi ser lo que ha hecho por mí, lo que ha arriesgado para permitirme completar mi misión. Pero ahora debo darme prisa si quiero llevar esa búsqueda a buen término. Venga conmigo, Alberto. Permanezca junto a mí. Complete mi misión conmigo. Mire a esa gente. Mientras esté a mi lado, será un héroe para ellos. Pero si no permanece conmigo, solo será otro «comedor de oro» que debe ser asesinado. Y yo debo irme ahora. No puedo quedarme atrás. Si se queda aquí, no podré ayudarle. Venga conmigo, Alberto. Atrévase a vivir.
Miré a los soldados incas que se encontraban a mis espaldas. Incluso a pesar de lo primitivo de sus palos y garrotes, tenían un aspecto feroz y peligroso. Vi la cabeza de un soldado español clavada en una estaca. Su boca estaba abierta, con una mueca que más bien parecía un bostezo esperpéntico.
—Creo que iré con usted —dije. Me giré y me metí hasta la cintura en el agua junto a Renco.
—De acuerdo, entonces. Tome aire —dijo—, y sígame.
Y, tras eso, Renco contuvo la respiración y desapareció bajo las aguas. Negué con la cabeza y, a pesar de mi reticencia, respiré profundamente y lo seguí bajo la superficie.
Silencio.
Los cánticos y gritos de las hordas incas habían desaparecido.
En la oscuridad del turbio río seguí los pies en movimiento de Renco hasta el interior de un tubo de piedra circular situado bajo el agua en la muralla de la ciudad.
Me costaba atravesar aquel túnel cilíndrico sumergido, era un espacio muy estrecho. Y parecía no tener fin. Pero entonces, justo cuando parecía que mis pulmones iban a estallar, vi el final del tubo y las ondas de la superficie tras este y me apresuré hacia ellas.
Salí a la superficie y me encontré en una especie de cloaca subterránea iluminada con antorchas dispuestas en los muros. El agua me llegaba por la cintura. Muros de piedra húmedos me rodeaban y túneles pétreos de formas cuadradas se extendían en la oscuridad. El olor hediondo de las heces humanas llenaba el aire.
Renco ya se encontraba lejos de mí, caminando por el agua en dirección a un cruce en el sistema de túneles. Me apresuré tras él.
Atravesamos los túneles. Primero a la izquierda y luego a la derecha. A la izquierda y luego a la derecha. Logramos abrirnos camino apresuradamente por aquel laberinto subterráneo. En ningún momento Renco pareció perdido o dubitativo. Se movía por los túneles seguro y resuelto.
Y, de repente, se detuvo y alzó la vista al techo de piedra que se encontraba encima de nosotros.
Yo me quedé tras él, perplejo. No veía diferencia alguna entre este túnel y cualesquiera de los otros seis que habíamos atravesado.
Y entonces, por algún motivo desconocido para mí, Renco se hundió bajo aquellas aguas hediondas. Momentos después emergió con una piedra del tamaño de un puño humano. A continuación, escaló por el muro hasta salir del agua y se sentó a horcajadas sobre la estrecha cornisa que bordeaba el túnel. Con la piedra que había encontrado comenzó a golpear la parte inferior de una de las losas que conformaban el techo del túnel.
Pam. Pam. Pam
.
Renco esperó un instante. Después repitió la misma secuencia.
Pam. Pam. Pam
.
Era algún tipo de código. Renco volvió al agua y ambos permanecimos observando en silencio el techo de piedra húmedo, esperando a que algo sucediera.
Pero nada sucedía.
Seguimos esperando. Me percaté de que había un pequeño símbolo tallado en una esquina de la losa que Renco había estado golpeando. Era una talla de un círculo con una «W» inscrita en él.
Y de repente,
¡bum, bum, bum
!, pudimos escuchar una serie de ruidos sordos desde el otro lado del techo. Alguien estaba repitiendo el código de Renco.
Renco suspiró aliviado. Después volvió a colocarse sobre la cornisa y golpeó una nueva secuencia.
Momentos después, todo aquel techo de forma cuadrangular se deslizó, rechinando fuertemente contra las piedras vecinas y revelando un lugar oscuro, una especie de caverna, sobre nuestras cabezas.
Renco salió rápidamente del agua y trepó hasta el agujero del techo. Le seguí.
Aparecí en el interior de una sala espléndida; una cámara similar a una bóveda, adornada en sus cuatro costados por increíbles imágenes de oro. Los muros estaban hechos con sólidos bloques de piedra, cada uno de ellos de cerca de tres metros de ancho y probablemente el mismo grosor. Aparentemente, no había ninguna puerta salvo una piedra más pequeña, de solo metro ochenta de altura, emplazada dentro de uno de aquellos muros macizos.
Me encontraba en la cámara abovedada del Coricancha.
Una sola antorcha llameante iluminaba aquel lugar profundo y oscuro. Un fornido soldado inca la sostenía. Otros tres soldados igualmente corpulentos permanecían detrás del portador de la antorcha, observándome.
Sin embargo, había otra persona en la cámara. Una mujer anciana que solo tenía ojos para Renco.
Era una mujer hermosa de cabellos canos y piel arrugada. Me figuré que en su juventud tuvo que haber sido una mujer de una belleza apabullante. Llevaba un sencillo vestido blanco de algodón y un tocado de oro y esmeraldas. Debo decir que con su sencillo atuendo blanco tenía un aspecto angelical, casi celestial, como si fuera la sacerdotisa de algún…
¡Bum
!
Me di la vuelta sobresaltado por aquel ruido. Renco también.
¡Bum
!
Parecía venir del otro lado de los muros. Alguien estaba golpeando el exterior de la puerta de piedra.
Me quedé helado.
Los españoles.
Hernando.
Estaban intentando entrar.
La anciana sacerdotisa le dijo algo a Renco en quechua. Renco respondió rápidamente y después hizo señas en mi dirección.
¡Bum! ¡Bum
!
La anciana sacerdotisa se giró a toda prisa hacia un pedestal que estaba detrás de ella. Vi que sobre el pedestal había un objeto cubierto por una tela de color púrpura similar a la seda.
La sacerdotisa cogió el objeto sin quitarle la tela y, a pesar de los insistentes golpes que se oían, se lo entregó de forma solemne a Renco. No podía ver lo que había debajo de la tela. Fuera lo que fuera, tenía el tamaño y la forma de una cabeza humana.
Renco cogió el objeto con respeto.
¡Bum! ¡Bum
!
Me pregunté incrédulo por qué no se daban más prisa mientras mis ojos recorrían todos y cada uno de los muros de piedra a nuestro alrededor.
Una vez tuvo el objeto en sus manos, Renco le quitó lentamente el trozo de tela.
Y entonces lo vi.
Y, durante unos instantes, fui incapaz de hacer otra cosa que no fuera mirarlo.
Era el ídolo más hermoso, y a la vez más aterrador, que jamás antes había visto.
Era completamente negro, estaba tallado en un bloque cuadrado de un tipo de piedra muy rara. Tenía los bordes afilados y ásperos; una talla rudimentaria, irregular. En medio del bloque habían tallado el rostro de un fiero felino de montaña con las fauces abiertas. Parecía como si el felino, trastornado por la furia y la ira, hubiese logrado sacar la cabeza de la misma piedra.
Unas imperfecciones en la piedra, como estrechos arroyos del color púrpura más brillante, recorrían verticalmente el rostro del felino, lo que le hacía aún más aterrador, si es que eso era posible.
Renco volvió a tapar el ídolo. Mientras lo hacía, la anciana sacerdotisa dio un paso adelante y le colocó algo alrededor del cuello. Era un cordel fino de cuero con una deslumbrante piedra preciosa verde, una esmeralda que tenía fácilmente el tamaño de una oreja humana. Renco aceptó el regalo con una reverencia solemne y después se giró hacia mí.
—Debemos irnos ya —dijo.
Entonces, con el ídolo bajo su brazo, se dirigió hacia el agujero del suelo. Corrí tras él. Los cuatro fornidos soldados cogieron la enorme losa de piedra que cubriría nuestra salida. La anciana sacerdotisa no se movió.
Renco descendió hasta la cloaca. Yo bajé después que él. Mientras lo hacía, sin embargo, noté algo raro.
La cámara estaba en silencio.
Los golpes del exterior habían cesado.
Y, al reflexionar un poco más sobre aquello, me di cuenta con cierto terror de que los golpes habían cesado bastante antes.
Fue entonces cuando la entrada a la cámara explotó hacia el interior.
Un destello blanco estalló por entre los bordes de la entrada de piedra y, un segundo después, el metro ochenta de la puerta de piedra explotó en mil pedazos. Fragmentos de piedra del tamaño de puños golpearon los muros de la cámara.