El hombre de la Glock se desplazó hasta el monje que estaba a la derecha de De Villiers y apoyó el cañón de la pistola en su cabeza.
—¿Dónde está el manuscrito? —le preguntó el hombre de la pistola a De Villiers una segunda vez. Tenía un acento bávaro muy marcado.
—Le estoy diciendo que no lo sé —dijo De Villiers.
¡Pam
!
El segundo monje cayó de espaldas y se golpeó contra el suelo. De la herida irregular y carnosa de su cabeza comenzó a brotar un charco de líquido rojo. Durante algunos segundos su cuerpo siguió sacudiéndose involuntariamente con fuertes espasmos, dando coletazos contra el suelo como un pez que se ha salido de la pecera.
De Villiers cerró los ojos y comenzó a rezar.
—¿Dónde está el manuscrito? —dijo el alemán.
—No lo…
¡Pam
!
Otro monje cayó.
—¿Dónde está?
—¡No lo sé!
¡Pam
!
De repente, la Glock estaba apuntando directamente al rostro de De Villiers.
—Esta será la última vez que lo pregunte, hermano De Villiers. ¿Dónde está el manuscrito de Santiago?
De Villiers permaneció con los ojos cerrados.
—Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu…
El alemán apretó el gatillo.
—¡Espere! —dijo alguien que se encontraba al final de la fila.
El asesino alemán se giró y vio cómo un monje anciano se incorporaba y se apartaba rápidamente de la fila de jesuitas arrodillados.
—¡Por favor, por favor! Le ruego que pare. Le diré dónde se encuentra el manuscrito si promete que no matará a nadie más.
—¿Dónde está? —preguntó el asesino.
—Por aquí —le dijo el anciano monje y le indicó el camino a la biblioteca. El asesino le siguió a la habitación contigua.
Unos instantes después regresaron. El asesino llevaba en su mano izquierda un libro de grandes dimensiones encuadernado en cuero.
A pesar de que De Villiers no podía ver su rostro, resultaba obvio que el asesino alemán esbozaba una sonrisa de oreja a oreja tras aquel pasamontañas negro.
—Ahora márchense, déjennos en paz —dijo el anciano jesuita—. Dejen que enterremos a nuestros muertos.
El asesino pareció cavilarlo unos segundos. Después se dio la vuelta y asintió con la cabeza a sus adláteres.
En respuesta a ese gesto, el pelotón de asesinos armados levantaron sus G-ll y abrieron fuego contra los monjes jesuitas.
El estallido devastador del fuego de las ametralladoras redujo a los monjes restantes a jirones. Atacados por la fuerza de unas armas que jamás antes habían visto, sus cabezas estallaron en mil pedazos y sus cuerpos acabaron convertidos en restos de carne.
En cuestión de segundos, todos los jesuitas estaban muertos, todos excepto el anciano monje que había llevado a los alemanes hasta el manuscrito. Ahora estaba solo, en un charco formado por la sangre de sus compañeros, frente a frente con sus torturadores.
El jefe del grupo dio un paso adelante y colocó su Glock en la cabeza del anciano.
—¿Quiénes son? —le preguntó el anciano monje desafiante.
—Somos los Schutzstaffel der Totenkopfverbánde —dijo el asesino.
Los ojos del anciano se abrieron como platos.
—Dios mío… —se escapó de su boca.
El asesino sonrió.
—Ni siquiera El puede salvarte ahora.
¡Pam
!
Disparó la Glock una última vez y los asesinos salieron de la abadía y se adentraron en la oscuridad de la noche.
Transcurrió un minuto; después otro.
La abadía permanecía en silencio.
Los cuerpos de los dieciocho hermanos jesuitas yacían en el suelo, bañados en sangre.
Los asesinos nunca lo vieron.
Estaba encima de ellos, escondido dentro del techo del enorme comedor. Era como una especie de buhardilla, un ático en el techo separado del comedor por una delgada pared revestida con paneles de madera. Los paneles de la pared estaban tan viejos y ajados que las grietas entre ellos eran enormes.
Si hubiesen observado detenidamente, los asesinos lo habrían visto, escudriñando a través de una de las grietas, parpadeando aterrorizado. Un ojo humano.
3701 North Fairfax Drive, Arlington (Virginia
)
Oficinas de la Agencia de Investigación
de Proyectos Avanzados de Defensa de los EE. UU.
Lunes, 4 de enero de 1999. 5.50 a. m.
Los ladrones se movían con rapidez. Sabían exactamente adonde se dirigían.
Habían escogido el momento perfecto para el asalto. Diez minutos para que dieran las seis. Diez minutos antes de que los vigilantes del turno de noche acabaran su jornada. Diez minutos antes de que los vigilantes del turno de día entraran a fichar. Los vigilantes del turno de noche estarían cansados y no pararían de mirar sus relojes, deseando que llegara la hora de regresar a casa. Sería el momento en el que más vulnerables se encontraran.
El 3701 de North Fairfax Drive era un edificio de ladrillo rojo y ocho plantas que se encontraba justo al otro lado de la estación de metro Virginia Square en Arlington, Virginia. Albergaba las oficinas de la Agencia de Investigación de Proyectos Avanzados de Defensa, la DARPA, la unidad de I+D más avanzada del Departamento de defensa de los Estados Unidos.
Los ladrones recorrieron los pasillos con aquellas luminosas luces blancas mientras sostenían con firmeza sus ametralladoras MP-5SD con silenciador, similares a las empleadas por los grupos de operaciones especiales de la Armada de los Estados Unidos, apretando contra sus hombros los guardamanos y observando fijamente por debajo de los cañones en busca de objetivos.
¡Ra.ta-ta-ta-tá
!
Una ráfaga de silenciosas balas abatió a otro soldado de la Armada, el número diecisiete. Sin un instante que perder, los ladrones saltaron por encima del cuerpo y se dirigieron a la cámara de seguridad. Uno de ellos pasó la tarjeta magnética mientras otro empujaba para abrir la enorme puerta hidráulica.
Se encontraban en la tercera planta del edificio. Ya habían pasado siete controles de seguridad de nivel cinco, controles que requerían cuatro tarjetas y seis códigos alfanuméricos distintos para abrirse. Habían entrado en el edificio por la zona de carga subterránea, dentro de una furgoneta cuya llegada estaba prevista. Los guardias de la entrada subterránea habían sido los primeros en caer, seguidos poco tiempo después por los conductores de la furgoneta.
Ya en la tercera planta, los ladrones no habían parado de moverse un instante.
Entraron en la cámara de seguridad, un enorme laboratorio flanqueado a cada lado por unas paredes de porcelana de más de quince centímetros de espesor. Tras esa protección de porcelana había otro muro exterior. Estaba recubierto de plomo y tenía al menos treinta y un centímetros de grosor. Los trabajadores de la DARPA llamaban a este laboratorio la «cámara acorazada» y no les faltaban motivos. Las ondas de radio no podían atravesarlo. Los dispositivos de escucha direccional no podían dar con él. Era la instalación más segura del edificio.
Había sido la instalación más segura del edificio.
Los ladrones se desplegaron con rapidez en cuanto entraron en la sala del laboratorio.
Silencio.
Silencio sepulcral.
Y, de repente, se pararon en seco.
Su botín estaba allí, delante de ellos, ocupando un lugar de honor en el centro del laboratorio.
No era muy grande para lo que era capaz de hacer.
Debía de medir cerca de un metro ochenta y parecía un reloj de arena gigante: dos conos (el inferior señalando hacia arriba y el superior hacia abajo) separados por una fina cámara de titanio que albergaba el núcleo del arma.
Una colección de serpenteantes cables de colores salían de la cámara de titanio, en el centro del dispositivo; la mayoría de ellos desaparecían en el teclado de un ordenador portátil que estaba sujeto a la parte delantera de un modo un tanto rudimentario.
De momento, la diminuta cámara de titanio estaba vacía.
De momento.
Los ladrones no perdieron ni un segundo. Sacaron el dispositivo del generador de corriente y lo colocaron rápidamente en una eslinga hecha a medida para esa tarea.
A continuación volvieron a ponerse en marcha. Salieron del laboratorio. Atravesaron el pasillo. Fueron a la izquierda y luego a la derecha. Torcieron de nuevo a la izquierda y después a la derecha. Recorrieron el fuertemente iluminado laberinto gubernamental, pasando por encima de los cuerpos que habían matado camino del laboratorio. En el transcurso de noventa segúndos llegaron de nuevo al garaje subterráneo, donde metieron todo en la furgoneta, incluido su preciado botín. Tan pronto como el último de los hombres hubo metido los pies dentro del vehículo, las ruedas derraparon en el hormigón y la furgoneta salió del área de carga y desapareció a toda velocidad en la noche.
El hombre que estaba al mando del equipo miró su reloj.
Las 5.59 a. m.
Habían tardado nueve minutos en llevar a cabo toda la operación.
Ni más, ni menos.
Lunes, 4 de enero, 9.10 horas
William Race llegaba tarde al trabajo. Otra vez.
Se había quedado dormido y el metro se había averiado, y ahora eran las nueve y diez y llegaba tarde a la clase que tenía esa mañana. El despacho de Race se encontraba en la tercera planta del viejo edificio Delaware de la Universidad de Nueva York. El edificio tenía un ascensor antiguo de hierro forjado que subía y bajaba a la velocidad del caracol. Era más rápido subir por las escaleras.
Con treinta y un años, Race era uno de los miembros más jóvenes del Departamento de Lenguas Antiguas de la Universidad de Nueva York. Tenía una estatura media, cerca de metro ochenta, y era un hombre guapo, si bien sin pretensiones de serlo. Tenía el pelo color castaño rojizo y una constitución delgada. Usaba unas gafas con montura de alambre que enmarcaban sus ojos azules y tenía una marca de nacimiento, una mancha marrón triangular, justo debajo de su ojo izquierdo.
Race se apresuró a subir las escaleras mientras un centenar de pensamientos se agolpaban en su mente: la clase de por la mañana sobre el historiador romano Tito Livio, la multa por mal estacionamiento del mes pasado que todavía tenía que pagar y el artículo que había leído por la mañana en el
New York Times
que decía que, debido a que el ochenta y cinco por ciento de la gente usaba para los códigos de seguridad de las tarjetas de crédito fechas importantes como cumpleaños y similares, a los ladrones que sustraían carteras (haciéndose así no solo con las tarjetas de crédito, sino también con carnés de conducir, que contienen la fecha de nacimiento de su propietario) les resultaba más fácil acceder a sus cuentas bancarias.
Maldición
, pensó Race. Iba a tener que cambiar su número pin.
Llegó a la tercera planta y echó a correr por el pasillo.
Y de repente se frenó en seco.
Había dos hombres en el pasillo, justo delante de él.
Eran soldados.
Iban engalanados con sus trajes de combate: cascos, corazas, M-16… el lote completo. Uno de ellos se encontraba a mitad del pasillo, más cerca de Race. El otro estaba apostado detrás, casi al final del pasillo; permanecía en posición de firmes en la puerta del despacho de Race. No podían parecer más fuera de lugar: soldados en una universidad.
Los dos hombres se cuadraron inmediatamente cuando lo vieron aparecer por las escaleras. Por alguna razón, Race se sintió inferior en su presencia, indisciplinado, indigno de estar allí. Se sentía estúpido con aquel abrigo de Macy, sus vaqueros y corbata y su vieja y estropeada bolsa de deportes Nike en la que llevaba la ropa para echar un partido de béisbol a la hora del almuerzo.
Una vez se hubo acercado más al primer soldado, Race lo miró de arriba abajo, vio el fusil de asalto que llevaba en sus manos, la boina verde hecha de un tejido imitando al terciopelo sobre su cabeza y la insignia con forma de media luna de su hombro que rezaba: «Fuerzas especiales».
—Eh…, hola, soy William Race. Yo…
—Bien, profesor Race. Entre, por favor. Le están esperando.
Race siguió andando por el pasillo hasta llegar al segundo soldado. Era más alto que el primero, más grande. Es más, era enorme, como una montaña humana. Medía al menos un metro noventa y cinco, tenía un rostro dulce y atractivo, cabellos oscuros y unos ojos marrones constantemente entrecerrados a los que parecía no escapársele una. El parche que llevaba en el bolsillo de su pecho decía: «Van Lewen». Las tres bandas de su hombro indicaban que era sargento.
Los ojos de Race se dirigieron después al M-16 del hombre. Tenía un mira láser PAC-4C de última tecnología en el cañón y un lanzagranadas M-203 incorporado en la parte inferior. Aquello eran palabras mayores.
El soldado se echó a un lado de inmediato, permitiendo así que Race entrara en su despacho.
El doctor John Bernstein estaba sentado en el sillón de cuero con respaldo alto situado tras el escritorio de Race. Parecía incómodo. Bernstein era un hombre de cabellos canosos de cincuenta y nueve años de edad y la persona al frente del Departamento de Lenguas Antiguas de la Universidad de Nueva York. El jefe de Race.
Había otros tres hombres en la habitación: dos soldados y un civil.
Los dos soldados iban vestidos y armados de forma muy similar a la de los soldados del pasillo: uniformes, cascos, M-16 con miras láser… y ambos parecían estar extremadamente en forma. Uno parecía un poco mayor que el otro. Sostenía su casco ceremoniosamente, asido firmemente entre su codo y las costillas, y llevaba su pelo oscuro cortado al rape. Apenas le llegaba a la frente, mientras que el pelo castaño rojizo de Race le caía constantemente a la cara.
El tercer desconocido de la habitación, el civil, permanecía sentado en el asiento situado en frente de Bernstein. Era un hombre grande y fornido, y vestía pantalones y camisa. Tenía la nariz chata y unas facciones muy marcadas que parecían haber sido esculpidas en su rostro por el paso de los años y el peso de la responsabilidad. Permanecía sentado en su asiento con la calma seguridad del que está acostumbrado a ser obedecido.
Race tuvo la impresión de que todos los allí presentes llevaban ya un tiempo esperando en el despacho.
Esperándole a él.
—Will —dijo John Bernstein rodeando el escritorio y estrechándole la mano—. Buenos días. Entre por favor. Me gustaría presentarle a alguien. Profesor William Race, este es el coronel Frank Nash.