No lograba entenderlo. Un ariete probablemente no habría podido romper semejante piedra de un golpe…
Y entonces el humo y el polvo de la entrada comenzaron a disiparse y pude ver el enorme tubo negro de un cañón en el lugar donde antes había estado la puerta de piedra que daba a la cámara.
La cabeza me daba vueltas.
¡Habían volado la puerta de la cámara con un cañón!
—¡Vamos! —Renco gritó desde la cloaca, debajo de mí.
Comencé a descender a toda prisa por el agujero, justo cuando los primeros soldados españoles se abrieron camino entre la nube de polvo, disparando sus mosquetes en todas direcciones.
Y, mientras desaparecía bajo el agujero del suelo, lo último que vi fue al capitán, Hernando Pizarro, que entraba a zancadas en la cámara, pistola en mano. Sus ojos estaban embravecidos y su cabeza giraba en una y otra dirección en busca del ídolo que tanto ansiaba.
Y entonces, durante un horripilante segundo, vi que Hernando bajaba la vista hacia donde yo me encontraba y me miraba fijamente a los ojos.
Corrí como un loco por los túneles encharcados de la oscura cloaca, intentando con todas mis fuerzas seguir el ritmo de Renco. Escuchábamos los gritos en español que resonaban en los firmes muros de piedra de los túneles y veíamos sus sombras, alargadas y amenazantes, extendiéndose a nuestras espaldas.
Delante de mí, Renco caminaba por el agua con el ídolo inca bajo su brazo.
Nos apresuramos a atravesar los túneles, con el agua por la cintura. Nos sumergimos por la izquierda, torcimos a la derecha, zigzagueando hasta llegar al laberinto de piedra que nos condujera de nuevo hacia la entrada del río y la libertad.
Después de un rato, sin embargo, comencé a darme cuenta de que estábamos yendo en la dirección equivocada.
Renco no nos estaba conduciendo a la entrada del río.
—¿Adónde vamos? —le pregunté desde detrás.
—¡Tan solo sígame! —me respondió.
Estaba doblando una esquina cuando una de las antorchas del muro situada justo encima de mi cabeza cayó de su soporte por el disparo de un mosquete. Me giré y vi a un grupo de seis conquistadores que atravesaban las aguas del túnel a mis espaldas. Las llameantes luces de las antorchas del corredor destellaban en sus yelmos.
—¡Están justo detrás de nosotros! —grité.
—¡Entonces corra más rápido!
Se oyeron más disparos de mosquetes, potentes como truenos, ensordecedores. Los proyectiles explotaron contra los muros de piedra del túnel.
Justo entonces, vi cómo Renco saltaba a una cornisa y empujaba con su hombro una losa del techo, una losa que tenía en la esquina inferior el mismo símbolo misterioso que había visto antes, el círculo con una «W» dentro. Salté a la cornisa tras él y le ayudé a empujar la piedra, tras la que se veía una noche estrellada.
Renco trepó y salió primero y yo le seguí inmediatamente después. Nos encontrábamos ahora en una estrecha calle adoquinada. A ambos lados del callejón se alineaban grises muros impenetrables.
Me apresuré a colocar la losa cuando de repente un disparo proveniente del túnel resonó contra el borde del agujero. A punto estuvo de alcanzarme los dedos.
—Déjelo. Por aquí —dijo Renco tirando de mí hacia la estrecha calle.
Los muros que nos flanqueaban se iban convirtiendo en formas borrosas e indistinguibles mientras corríamos por entre los sinuosos callejones de Cuzco con los soldados de Hernando pisándonos los talones.
De tanto en tanto, mientras intentábamos eludir a nuestros perseguidores, veíamos brigadas de tropas españolas corriendo por las calles en dirección a las murallas.
Nosotros también vimos, me avergüenza decirlo, estacas no muy diferentes a las que estaban en el exterior de la ciudad. Podían verse en todas y cada una de las plazas de la ciudad; filas y filas de estacas en las que habían empalado cuerpos mutilados de soldados incas capturados. A todos ellos les habían cortado las manos, la cabeza y los genitales.
En una de esas plazas, Renco vio un arco inca que pendía de uno de los cuerpos profanados. Lo cogió, así como una aljaba llena de flechas que había en el suelo y después volvió a adentrarse en el laberinto de callejones. Yo le seguía muy de cerca, pues no me atrevía a perderlo de vista.
Pero entonces, Renco giró bruscamente y entró en un lugar muy peculiar. Se trataba de una estructura de piedra achaparrada. Era de una solidez extraordinaria, tanto que parecía fortificada.
Atravesamos unas salas exteriores antes de descender por una escalera de piedra que daba a un corredor subterráneo muy largo.
El corredor estaba dividido en dos niveles; el nivel inferior era más amplio y el superior era un rellano no mucho más grande que un balcón que atravesaba la circunferencia del vestíbulo.
Pero fue el nivel inferior lo que atrajo mi atención.
En el mugriento suelo de ese corredor había cerca de cien agujeros, hoyos, sobre los que se alzaba una red de estrechos puentes de piedra. Invadido por una repentina sensación de temor, me percaté de dónde nos encontrábamos.
Estábamos en una mazmorra inca.
En ese momento recordé que los incas aún no habían descubierto el hierro y, por tanto, carecían de barrotes con que construir sus celdas. Por lo que mis ojos acababan de contemplar, un hoyo había sido la respuesta a su dilema.
Alcé la vista al balcón desde el que se divisaba la planta inferior. Era un camino de vigilancia por donde los guardianes de prisión patrullaban y desde el que, a su vez, podían vigilar a los prisioneros.
Renco no perdió un instante. Atravesó uno de los estrechos puentes de piedra y se agachó para escudriñar los hoyos. Gritos y lamentos emergían deestos, procedentes de los hambrientos prisioneros que habían sido abandonados a su suerte cuando el sitio había comenzado una semana atrás.
Renco se detuvo encima de uno de los hoyos. Lo seguí por el puente de piedra y bajé la vista hasta aquel sucio agujero. Este es el fiel relato de lo que vi:
El hoyo debía de tener al menos cinco pasos de profundidad y muros de barro. Era imposible escapar de allí. Al fondo de aquel lugar se encontraba un hombre de estatura media, mugriento y putrefacto. Aunque el hombre estaba famélico, no parecía para nada angustiado ni tampoco gritaba como el resto de las pobres y desesperadas criaturas del corredor de la prisión. Permanecía sentado, con la espalda apoyada contra el muro de su hoyo, con aspecto relajado y tranquilo, si es que se podía estar así en esas circunstancias. Su compostura, esa frialdad displicente propia de los delincuentes, hizo que se me erizara la piel. Me pregunté qué podría querer Renco de un personaje así.
—Bassario —dijo Renco.
El delincuente sonrió.
—Vaya, si es el príncipe Renco…
—Necesito tu ayuda —dijo Renco sin rodeos.
Al prisionero pareció hacerle gracia.
—No se me ocurre qué podría querer el bueno del príncipe de mis habilidades. ¿Qué ocurre, Renco? ¿Ahora que tu reino está en ruinas te estás planteando embarcarte en una vida delictiva?
Renco miró hacia la entrada que daba a la cámara subterránea, pues los españoles tenían que estar al caer. Yo compartía su preocupación. Llevábamos demasiado tiempo en aquella mazmorra.
—Solo te lo preguntaré una vez, Bassario —dijo Renco con firmeza—. Si decides ayudarme, te sacaré de aquí. Si decides lo contrario, dejaré que mueras en este hoyo.
—Una elección interesante —observó el delincuente.
—¿Y bien?
Bassario se puso en pie.
—Sácame de este agujero.
Renco corrió a por una escalera de madera que estaba apoyada en la pared más alejada.
En cuanto a mí, estaba preocupado por Hernando y sus hombres. Podían llegar en cualquier momento y ahí estábamos Renco y yo, ¡regateando con un preso! Me dirigí apresuradamente a la puerta por la que habíamos entrado al corredor de la prisión. Cuando llegué allí me asomé por el marco de piedra de la puerta y vi la figura oscura y demoníaca de Hernando Pizarro subiendo a zancadas las escaleras en nuestra dirección.
Aquella visión me heló la sangre: esos ojos que brillaban salvajes, su bigote negro ganchudo, su desaseada barba negra que no había afeitado en semanas…
Di la espalda a la puerta y eché a correr.
—¡Renco!
Renco acababa de bajar la escalera al hoyo de Bassario cuando se giró y vio detrás de mí al primer soldado español entrando en el corredor de la prisión.
Las manos de Renco se movieron con presteza y en un segundo ya tenía el arco con la flecha en posición de disparo. Dejó volar su misil, que atravesó como un rayo la habitación, en dirección a mi cabeza. Me agaché y la flecha impactó en la frente del hombre que estaba a mis espaldas. Cayó al suelo con un golpe seco.
Me apresuré a atravesar los puentes de piedra hasta los hediondos hoyos de la mazmorra.
Mientras, un mayor número de conquistadores comenzaban a entrar al corredor, Hernando entre ellos, disparando sus mosquetes sin cesar.
Para entonces, Bassario ya había salido de su hoyo y Renco y él corrían por el mugriento suelo hacia el final del corredor.
—¡Alberto, por aquí! —gritó Renco y señaló una enorme puerta de piedra situada al final de la mazmorra.
Vi la salida. Encima tenía una roca cuadrada que estaba suspendida gracias a un mecanismo similar al de una polea. No era una roca demasiado grande, apenas del tamaño de un hombre, y tenía exactamente el mismo tamaño y forma de la puerta que se encontraba debajo. Dos tramos de cuerda tensados la sujetaban por encima de la puerta, cada uno de ellos sobrecargados con piedras que hacían las veces de contrapeso, lo que facilitaba que los guardias que se encontraban en el nivel elevado pudieran subir o bajar la roca y así tapar la apertura.
Corrí hacia la puerta.
De repente sentí el peso de un golpe terrible en la espalda y fui arrojado hacia delante. Caí sobre los estrechos puentes de piedra y fue entonces cuando vi, para mi sorpresa, que había sido golpeado por un soldado español.
Este se arrodilló a horcajadas al lado de mi cuerpo y sacó su puñal. Estaba a punto de clavármelo cuando una flecha le atravesó el pecho. La flecha golpeó en el soldado con tanta fuerza que le arrancó el yelmo de la cabeza y lo tiró del puente. Cayó al hoyo que estaba debajo de nosotros.
Miré al hoyo al que había caído, solo para ser testigo de cómo cuatro desaliñados prisioneros se abalanzaban sobre él al unísono. Los prisioneros me impidieron seguir viendo al desventurado soldado, pero instantes después oí el grito de terror más terrible que mis oídos jamás habían escuchado. Los prisioneros se lo estaban comiendo vivo.
Levanté la vista y vi a Renco deslizándose hacia donde me encontraba.
—¡Vamos! —me dijo. Me agarró del brazo y me ayudó a ponerme en pie.
Me incorporé y vi que Bassario había llegado a la puerta.
Los disparos de los mosquetes resonaban en la sala y hacían saltar brillantes chispas naranjas cuando rebotaban contra el puente.
Justo entonces, un disparo perdido impactó en una de aquellas cuerdas suspendidas encima de la puerta.
La cuerda se rompió, vibrando bruscamente, y la roca comenzó a bajar.
Bassario alzó la vista horrorizado y después miró a Renco.
—No —murmuró Renco al ver cómo descendía la roca.
La puerta, a cuarenta pasos de distancia de nosotros, la única salida de la mazmorra, ¡estaba a punto de ser sellada!
Evalué la distancia, tomando la velocidad a la que la roca estaba bajando.
No había forma alguna de lograrlo.
La puerta estaba demasiado lejos y la roca descendía demasiado rápido. En breves instantes, la roca sellaría la puerta y nos quedaríamos atrapados en la mazmorra a merced de mis compatriotas sedientos de sangre que en aquel momento corrían por el puente y abrían fuego con sus mosquetes en nuestra dirección.
Nada podría salvarnos.
Renco, obviamente, no lo veía de ese modo.
A pesar del número de mosqueteros que teníamos tras nosotros, el joven príncipe comenzó a mirar en todas direcciones hasta divisar el yelmo del soldado que había caído al hoyo.
Se abalanzó sobre él, lo cogió y después se giró y lo lanzó de lado. El yelmo se deslizó por el suelo de la mazmorra hacia la puerta que estaba a punto de cerrarse.
La roca de la puerta seguía descendiendo, chirriando por el choque con los lados de la puerta.
Noventa centímetros Sesenta.
Treinta.
En ese preciso momento el yelmo se deslizó hasta el umbral de la puerta y se quedó atrapado entre la roca y el suelo mugriento, frenando así el descenso de la roca. Ahora la roca estaba a apenas treinta centímetros del suelo, manteniéndose en equilibrio sobre la cresta de acero del yelmo.
Miré atónito a Renco.
—¿Cómo ha hecho eso? —le dije.
—Da igual —dijo—. ¡En marcha!
Abandonamos el puente y atravesamos corriendo el tramo que conducía a la puerta parcialmente abierta, donde Bassario nos estaba esperando. Desde unoscuro rincón de mi mente, me pregunté por qué Bassario no se había fugado mientras Renco estaba ocupado salvándome la vida. Quizá pensó que tenía más posibilidades de sobrevivir si permanecía con Renco. O quizá hubiera otra razón…
El fuego ensordecedor de los mosquetes resonaba por todas partes. Renco se tumbó boca arriba y deslizó primero los pies por el estrecho hueco entre la roca y el suelo. Bassario le siguió. Yo no me deslicé con tanta gracilidad como ellos. Apoyé la cabeza contra el suelo cubierto de polvo y me arrastré con torpeza por el agujero hasta el túnel pétreo que me esperaba al otro lado.
Estaba incorporándome cuando Renco dio una patada al yelmo y la enorme piedra de forma cuadrangular selló por completo la puerta con un golpe seco.
Suspiré jadeante.
Estábamos a salvo. Por ahora.
—Debemos darnos prisa —dijo Renco—. Es hora de que digamos adiós a esta maldita ciudad.
De nuevo en los callejones. A toda velocidad.
Renco encabezaba la marcha. Bassario iba detrás de él y yo era el último de los tres. En nuestra huida nos encontramos con un arsenal de armas españolas. Bassario cogió un arco y una aljaba llena de flechas; Renco cogió una aljaba, una cartera de cuero sin tratar en la que metió el ídolo y una espada. Yo cogí un refulgente sable, pues, si bien yo solo era un humilde monje, provenía de una familia que había dado alguno de los mejores esgrimistas de toda Europa.