El templo (4 page)

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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

BOOK: El templo
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Race pasó a la hoja siguiente.

Era otro recorte de prensa, esta vez del periódico
Los Angeles Times
. Estaba fechado el pasado año y el titular rezaba: «Encontrados dos oficiales federales muertos en la montaña».

El artículo decía que dos miembros del Servicio de Pesca, Fauna y Flora de los Estados Unidos habían sido encontrados muertos en las montañas al norte de Helena, Montana. Ambos oficiales habían sido desollados. Había sido necesaria la intervención del FBI. Estos sospechaban que se trataba de los grupos de milicias locales, que parecían sentir una animadversión natural hacia cualquier tipo de agencia federal. Se creía que los dos oficiales habían encontrado a algunos milicianos cazando de forma ilegal para quedarse con la piel de los animales. Solo que, en vez de despellejar a los animales, los milicianos habían desollado a los oficiales.

Race se estremeció y pasó la hoja.

La siguiente hoja incluida en la carpeta era una fotocopia de un artículo de una publicación universitaria. El artículo estaba en alemán y había sido escrito en noviembre de 1998 por un científico llamado Albert L. Mueller.

Race leyó rápidamente el artículo y lo tradujo. Hablaba del cráter de un meteorito que se había encontrado en la selva de Perú.

Debajo del artículo había un informe patológico de la Policía, también en alemán. En el recuadro que ponía «Nombre del fallecido» estaba escrito «Albert Ludwig Mueller».

Tras el informe del patólogo había algunas hojas más, todas ellas cubiertas de diversos sellos rojos («Confidencial»; «Solo lectura»; «Solo personal del Ejército de EE. UU.»). Race las leyó por encima. Las hojas estaban llenas de complejas ecuaciones matemáticas que no le decían nada.

Después vio un puñado de notas. Casi todas ellas iban dirigidas a gente de la que jamás había oído hablar. En una de las notas, sin embargo, vio su nombre. La nota decía:

3 enero
1999. 22.01
red interna del ejército de EE.UU.
617 5544 88211—05

n. °139

De
: Nash, Frank

Para
: Todos los miembros del equipo Cuzco.

Asunto
: MISION SUPERNOVA

Contactarían pronto como sea posible con Race. Su participación es crucial para el éxito de la misión.

Se espera que el paquete llegue mañana 4 de enero a Newark a las 09.45. Todos los miembros deberán tener sus equipos cargados en el transporte a las 09.00.

La caravana de vehículos llegó al aeropuerto de Newark. La larga fila de coches entró por la puerta de una zona vallada hasta llegar rápidamente a una pista de aterrizaje privada.

Un enorme avión de carga los estaba esperando en la pista. En la parte trasera del avión había una rampa. Estaba bajada y tocaba el suelo. Cuando la caravana paró al lado del enorme avión, Race vio cómo un camión del Ejército de considerables dimensiones subía por la rampa a la parte trasera de este.

Race salió del Humvee a la lluvia de la mañana. El sargento Van Lewen iba delante guiándole. Sin embargo, tan pronto como salió del vehículo escuchó un monstruoso estruendo proveniente de algo que se encontraba encima de ellos.

Un F-15C Eagle pintado de marrón y verde camuflaje con la palabra «Ejército» estampada en su cola rugió por encima de su cabeza y chirrió cuando aterrizó en la pista mojada delante de ellos.

Mientras Race veía cómo el caza giraba en la pista de aterrizaje y rodaba en dirección a donde se encontraban, sintió que Frank Nash lo agarraba suavemente del brazo.

—Vamos —dijo Nash, conduciéndolo hacia el avión de carga—. Todos los demás ya están a bordo.

Cuando ya estaban llegando al avión de carga, Race vio aparecer a una mujer por una de las puertas laterales. La reconoció al momento.

—Eh, Will —saludó Lauren O'Connor.

—Hola, Lauren.

Lauren O'Connor tenía treinta y pocos años, pero no parecía tener más de veinticinco. Race observó que se había cortado el pelo. En la universidad lo llevaba largo, ondulado y de color castaño. Ahora lo llevaba corto, recto y caoba. Muy de finales de los noventa.

Sus grandes ojos marrones, sin embargo, seguían igual, al igual que su cutis, sin rastro de imperfecciones o maquillaje. Y allí, en la puerta del avión de carga, apoyada contra el armazón con los brazos cruzados, la cadera ladeada y vestida con su ropa de excursionismo caqui, tenía el mismo aspecto de siempre. Alta y sexi, ágil y atlética.

—Ha pasado mucho tiempo —dijo sonriendo.

—Sí, es cierto —continuó Race.

—Así que William Race. Experto lingüista. Asesor de la Agencia de Investigación de Proyectos Avanzados de Defensa. ¿Sigues jugando al fútbol americano, Will?

—Solo con los amigos —dijo Race. En la universidad se había apuntado a fútbol americano. Era el más bajo del equipo, pero también el más rápido. También había hecho atletismo.

—¿Y qué hay de ti? —preguntó. Se percató del anillo que llevaba en su mano izquierda. Se preguntó con quién se habría casado.

—Bueno —dijo y se le iluminaron los ojos—, estoy entusiasmada con esta misión. No todos los días se participa en la búsqueda de un tesoro.

—¿Eso es de lo que se trata?

Antes de que Lauren pudiera responder, un fuerte silbido les hizo girarse.

El F-15 se había detenido a menos de cincuenta metros del avión de carga. Tan pronto como se abrió la puerta de la cabina, el piloto bajó de un brinco a la pista mojada y, encorvado para guarecerse de la lluvia torrencial, fue corriendo hacia ellos.

El piloto llegó hasta donde se encontraba Nash y le pasó un maletín.

—Doctor Nash —dijo—. El manuscrito.

Nash cogió el maletín y se dirigió con paso enérgico a donde Lauren y Race se encontraban.

—De acuerdo —dijo, conduciéndolos dentro del avión de carga—. Es hora de ponerse en marcha.

El gigantesco avión de carga rugió cuando tomó velocidad en la pista y despegó bajo un cielo encapotado por la lluvia.

El avión era un Lockheed C-130E Hércules y su interior estaba dividido en dos partes. La parte inferior albergaba la carga y la parte de arriba el compartimiento de los pasajeros. Race se sentó en la zona de arriba con los otros cinco científicos de la expedición. Los seis boinas verdes que los acompañaban se encontraban en la zona de carga, comprobando y guardando las armas.

De los cinco civiles, Race conocía a dos: Frank Nash y Lauren O'Connor.

—Ya tendremos tiempo para las presentaciones después —dijo Nash. Se sentó al lado de Race y colocó el maletín sobre su regazo—. Lo importante ahora es que nos pongamos manos a la obra.

Comenzó a desabrochar las hebillas del maletín.

—¿Puede decirme ya adónde vamos? —le preguntó Race.

—Oh, sí. Por supuesto —dijo Nash—. Siento no habérselo podido decir antes, pero su despacho no era seguro. Las ventanas podían haber sido «laseadas».

—¿«Laseadas»?

—Con un dispositivo de escucha por láser. Cuando hablamos dentro de un despacho como el suyo, nuestras voces hacen que las ventanas vibren. Los edificios de oficinas más modernos han sido equipados para contrarrestar los dispositivos de escucha direccional; disponen de señales electrónicas de interferencia en los cristales de las ventanas. Los edificios más antiguos, como el suyo, no. Habrían podido escucharnos.

—Entonces, ¿adónde vamos?

—A Cuzco, Perú, la capital del imperio inca antes de que los conquistadores españoles llegaran en 1532 —dijo Nash—. Ahora solo es una ciudad grande sin más. Solo quedan algunas ruinas incas que son una gran atracción turística, al menos eso es lo que me han dicho. No haremos ninguna parada, tan solo repostaremos un par de veces en el aire.

Abrió el maletín y sacó algo de él.

Era un montón de papeles. Una pila de hojas tamaño A-3, puede que cuarenta en total. Race vio la primera hoja del montón. Era una fotocopia de una portada ilustrada.

Era el manuscrito del que Nash le había hablado antes, o al menos una fotocopia del mismo. Nash le pasó la pila de papeles a Race y sonrió.

—Esta es la razón por la que está usted aquí.

Race cogió los papeles y observó la portada.

Había visto manuscritos medievales antes; manuscritos minuciosamente reproducidos a mano por monjes devotos de la Edad Media, tiempo antes de la invención de la imprenta. Estos manuscritos se caracterizaban por una complejidad de motivos y arte caligráfico casi imposibles: una caligrafía perfecta, que incluía maravillosas y detallistas letras al inicio de cada capítulo, así como pictogramas con todo lujo de detalles en los márgenes que transmitían el tono de la obra. Luminosos y alegres para los libros agradables; oscuros y aterradores para las historias más sombrías. Tal era la minuciosidad de estos escritos que se decía que un monje podía pasarse toda la vida reproduciendo un manuscrito.

Pero el manuscrito que Race estaba viendo en esos momentos, incluso esa copia fotocopiada, no se parecía en nada a lo que había visto hasta entonces.

Era magnífico.

Pasó las hojas.

La escritura era espléndida, minuciosa, compleja, y los márgenes laterales estaban llenos de dibujos de enredaderas retorcidas y serpenteantes. Extrañas estructuras de piedra, cubiertas de moho y sombras, ocupaban las esquinas inferiores de cada página. El efecto global era de oscuridad y aprensión, de una malevolencia inquietante.

Race volvió atrás hasta llegar a la portada, que rezaba:

NARRATIO VER PRIESTO IN RURIS INCARIIS:

OPERIS ALBERTO LUIS SANTIAGO

ANNO DOMINI MDLXV

Race lo tradujo.
La verdadera relación de un monje en la tierra de los incas: un
manuscrito de Alberto Luis Santiago. Estaba fechado en el año 1565.

Race se volvió para mirar a Nash.

—Bueno, creo que ya va siendo hora de que me hable de su misión.

Nash se lo explicó.

El hermano Alberto Santiago fue un joven misionero franciscano al que enviaron a Perú en 1532 para trabajar junto a los conquistadores. Mientras estos expoliaban y saqueaban el lugar, los monjes como Santiago eran enviados allí para convertir a los indígenas incas a la sabiduría de la santa Iglesia católica.

—Aunque fue escrito en 1565, tiempo después de que Santiago regresara finalmente a Europa —dijo Nash—, se dice que el manuscrito de Santiago relata un episodio que ocurrió alrededor de 1535, durante la conquista de Perú por parte de Francisco Pizarro y sus conquistadores. Según monjes medievales que afirmaron haberlo leído, el manuscrito cuenta una historia sorprendente: la obstinada persecución de Hernando Pizarro de un príncipe inca que, durante el punto álgido del sitio a Cuzco, logró sacar al ídolo más venerado por los incas de la ciudad amurallada y escapar con él a la selva occidental de Perú.

Nash se balanceó en su asiento.

—Walter —dijo, asintiendo con la cabeza, al hombre calvo y con gafas que estaba sentado al otro lado del pasillo central—. Écheme una mano con esto. Le estoy hablando al profesor Race del ídolo.

Walter Chambers se levantó de su asiento y se sentó enfrente de Race. Era un hombre menudo, muy poquita cosa, estaba prácticamente calvo y parecía un ratón de biblioteca; el típico hombre que uno se imagina yendo a trabajar con pajarita.

—William Race. Walter Chambers —dijo Nash—. Walter es antropólogo. Trabaja en la Universidad de Stanford. Es experto en culturas centroamericanas y sudamericanas: los mayas, los aztecas, los olmecas y, sobre todo, los incas.

Chambers sonrió.

—¿Así que quiere saber acerca del ídolo?

—Eso parece —dijo Race.

—Los incas lo llamaban el «Espíritu del Pueblo» —dijo Chambers—. Era un ídolo tallado en una piedra, pero en una piedra muy extraña, de un color negro reluciente y veteada con finísimas líneas púrpura.

»Era la posesión más preciada de los incas. Es más, la consideraban su alma y corazón. Y cuando digo esto, lo digo en el sentido literal de la palabra. Para ellos, el Espíritu del Pueblo era mucho más que un mero símbolo de su poder; para ellos era la fuente de ese poder. Y, además, existen historias acerca de sus poderes mágicos, acerca de cómo era capaz de tranquilizar al más fiero de los animales o de cómo, cuando se le introducía en el agua, el ídolo cantaba.

—¿Cantaba? —dijo Race.

—Sí —dijo Chambers—. Cantaba, emitía una especie de zumbido.

—Bien. ¿Cómo es el ídolo?

—Se le ha descrito en muchos sitios, incluidas las dos obras más completas sobre la conquista de Perú, la
Relación
de Francisco Jerez y los
Comentarios reales
de Inca Garcilaso de la Vega. Pero las descripciones varían. Hay quien dice que medía unos treinta centímetros y otros que solo medía quince; algunos dicen que estaba minuciosamente tallado y pulido y otros que sus bordes eran afilados e irregulares, poco precisos. Sin embargo, hay una característica del ídolo común a todas las descripciones: la talla del Espíritu del Pueblo tenía la forma de la cabeza de un jaguar, de un jaguar con las fauces abiertas, gruñendo.

Chambers se recostó sobre su asiento.

—Desde el momento en que Hernando Pizarro supo de la existencia de ese ídolo, quiso tenerlo en su poder. Y más después de que los guardias que velaban el santuario del ídolo en Pachacámac se lo llevaran delante de sus narices. Verá, Hernando Pizarro fue quizá el más despiadado de los hermanos Pizarro que fueron a Perú. Supongo que sería lo que hoy en día llamamos un psicópata. Según se dice, torturaba aldeas enteras por diversión. Y la búsqueda del ídolo se convirtió en una obsesión para él. Pueblo tras pueblo, y aldea tras aldea, allá donde fuera exigía saber el lugar donde se encontraba el ídolo. Pero no importaba a cuántos indígenas torturara o cuántas aldeas arrasara, los incas nunca le dirían dónde se hallaba su preciado ídolo.

»Pero entonces, en 1535, no se sabe cómo, Hernando descubrió dónde la figura. Se encontraba dentro de una enorme cámara de piedra en el Coricancha, el famoso Templo del Sol, situado en el centro de la ciudad asediada de Cuzco.

»Por desgracia para Hernando, llegó a Cuzco justo a tiempo para ver cómo un joven príncipe inca llamado Renco Capac escapaba con el ídolo, tras lograr con su osadía penetrar las filas españolas e incas. Según aquellos monjes medievales que lo leyeron, el manuscrito de Santiago relata con todo lujo de detalles la persecución de Hernando a Renco después de que el joven príncipe lograra escapar de Cuzco; una deslumbrante persecución por los Andes y la selva Amazonas.

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