Cuando Renco me habló de su misión y de su captura a manos del gobernador, pude ver por encima de su hombro a un miembro de la tribu chanca que también había sido capturado y llevado al San Vicente.
Su nombre era Castino y era una especie de bestia repugnante. Alto y peludo, sin afeitar y sin asearse, no podía ser más distinto al j oven y elocuente Renco. Era una criatura completamente repulsiva, la forma humana más aterradora sobre la que jamás había posado mis ojos. Un trozo de hueso blanco afilado atravesaba la piel de su mejilla izquierda, la marca distintiva de los chancas. Castino siempre miraba de reojo, con malevolencia, a Renco, cada vez que yo iba a visitar al joven príncipe.
El día que me habló de su misión para salvar el ídolo, Renco estaba extremadamente angustiado.
El objeto de su búsqueda, dijo, se encontraba en una cámara dentro del Coricancha, o Templo del Sol, en Cuzco. Pero Renco se había enterado ese día, tras escuchar a hurtadillas una conversación entre dos guardias a bordo del barco, que la ciudad de Cuzco acababa de caer y que los españoles habían entrado en ella, saqueándola sin encontrar oposición alguna.
A mis oídos también había llegado la toma de Cuzco. Se decía que el saqueo que estaban llevando a cabo en esa ciudad era uno de los más voraces de toda la conquista. Corrían los rumores de que los soldados españoles, en su ansia por hacerse con las montañas de oro que se encontraban en el interior de las murallas de la ciudad, se estaban matando entre ellos.
Esas historias me llenaban de consternación. Había llegado a Nueva España hacía tan solo seis meses con todos mis estúpidos ideales de novicio(mis deseos de convertir a todos los indígenas paganos a nuestra noble fe católica, mis sueños de liderar a una columna de soldados enarbolando mi crucifijo, mis falsas ilusiones de construir iglesias con elevadas agujas que serían la envidia de Europa…). Pero todos esos ideales se disiparon ante los gratuitos actos de crueldad y codicia de mis compatriotas, actos de los que era testigo cada día.
Asesinatos, saqueos, violaciones… esos no eran actos de personas que luchaban en nombre de Dios. Eran actos de canallas, de villanos. Y en los momentos en que mi desilusión alcanzaba su punto más álgido, como cuando vi cómo un soldado español decapitaba a una mujer para quedarse con su collar de oro, me preguntaba si estaría luchando en el bando correcto. Que los soldados españoles hubiesen acabado matándose entre ellos durante el saqueo de Cuzco no me pilló por sorpresa.
No obstante, debería añadir a esta coyuntura que a mi persona ya habían llegado rumores sobre el ídolo sagrado de Renco.
Por todos era sabido que Hernando Pizarro, hermano y teniente jefe del gobernador, había ofrecido una recompensa increíble por cualquier información que le condujera al paradero del ídolo. Prueba de la reverencia y devoción que sentían los incas hacia su ídolo es que ninguno, ni uno solo de ellos, reveló dónde se encontraba a cambio de la fabulosa recompensa que ofrecía Hernando. Me avergüenza decir que dudo mucho de que en circunstancias parecidas mis compatriotas hubieran hecho lo mismo.
Pero, de todas las historias que había oído acerca del saqueo de Cuzco, nada había escuchado sobre el descubrimiento del preciado ídolo.
Es más, si lo hubiesen encontrado, la noticia habría corrido como la pólvora. El afortunado soldado de a pie que hubiese dado con él habría sido armado caballero al instante, el gobernador le habría nombrado marqués allí mismo y habría vivido el resto de su vida en España con lujos ilimitados.
Y sin embargo, esa historia no había llegado a mis oídos.
Lo que me llevó a concluir que los españoles todavía no habían encontrado al ídolo en Cuzco.
—Hermano Alberto —dijo Renco con ojos suplicantes—, ayúdeme. Ayúdeme a escapar de esta jaula flotante para que pueda completar mi misión. Solo yo puedo rescatar el ídolo de mi gente. Y, con Cuzco en poder de los españoles, es solo cuestión de tiempo que lo encuentren.
Bueno.
No sabía qué decirle. No podía hacer una cosa así. No podía dejarlo escapar. Me convertiría en un hombre perseguido, en un traidor a mi país. Si me descubrieran, yo sería al que encerrarían en aquel infernal calabozo flotante. Así que me fui de la prisión sin decir nada más.
Pero regresaba. Y cada vez que lo hacía volvía a hablar con Renco y él me volvía a pedir que lo ayudara con sus ojos suplicantes y aquella voz apasionada.
Y, cada vez que observaba el asunto desde más cerca, mi mente siempre volvía a dos cosas: mi desilusión total y absoluta ante los actos infames de aquellos hombres a los que yo llamaba mis compatriotas y, a la inversa, mi admiración por la estoica negativa de los incas a revelar el lugar secreto de su ídolo ante tan aplastante adversidad.
Además, nunca antes había visto una devoción tan inquebrantable. Envidiaba su fe. Sabía que Hernando había torturado a aldeas enteras en su obsesiva búsqueda del ídolo y hasta mis oídos habían llegado las atrocidades que habían cometido. Me pregunté cómo reaccionaría yo si viera a mis parientes masacrados, torturados, asesinados. En esas circunstancias, ¿habría desvelado la ubicación de Jerusalén?
Al final, concluí que sí lo habría hecho y me sentí doblemente avergonzado.
Así que, a pesar de mí mismo, de mi fe y de mi lealtad a mi país, decidí ayudar a Renco.
Salí de la prisión y regresé más tarde, a la noche, llevando conmigo a un joven paje inca llamado Tupac, tal como Renco me había dicho. Ambos llevábamos un manto con capucha para guarecernos del frío y teníamos los brazos cruzados por dentro de las mangas.
Llegamos al puesto de guardia situado en la ribera del río. Puesto que la mayoría de las fuerzas de mi país se hallaban en Cuzco participando en el saqueo, solo un reducido grupo de soldados se encontraba en el campamento cercano al barco. Es más, solo un guardia, un matón gordo y desaseado de Madrid, con aliento a alcohol y mugre bajo las uñas, vigilaba el puente que conducía hasta el barco prisión.
Tras mirar de nuevo a Tupac (entonces no era inusual que los jóvenes indios hicieran de pajes para monjes como yo), el guardia nocturno eructó estrepitosamente y nos mandó escribir nuestros nombres en el registro.
Escribí los dos nombres en el libro. Cuando hube terminado, nos dirigimos los dos a la estrecha pasarela de madera que se extendía desde la ribera del río hasta una puerta situada en un lateral del barco prisión, en medio del río.
Sin embargo, tan pronto como pasamos al mugriento guardia nocturno, el joven Tupac se volvió rápidamente, agarró al hombre por detrás y giró su cabeza, rompiéndole el cuello al instante. El cuerpo del guardia se desplomó sobre su asiento. Me estremecí ante la violencia de aquella acción, pero, aunque pueda parecer extraño, me di cuenta de que no sentía demasiada lástima por el guardia. Había tomado una decisión, había jurado lealtad al enemigo y ya no había marcha atrás.
Mi joven acompañante cogió con rapidez el rifle del guardia y su
pistallo
o pistola (como algunos de mis compatriotas las llamaban) y, por último, sus llaves. Después Tupac ató una piedra al pie del guardia y tiró el cuerpo al río.
Bajo el claro de la luna cruzamos la pasarela de madera desvencijada y entramos en el barco.
El guardia que estaba en el interior se puso en pie cuando nos vio entrar a la sala de las celdas, pero Tupac era demasiado rápido para él. Disparó con su pistola al guardia sin perder un solo instante. La explosión del disparo en el espacio cerrado del barco prisión fue ensordecedora. Los prisioneros se despertaron sobresaltados ante tan terrorífico sonido.
Renco ya estaba despierto cuando llegamos a su celda.
La llave del guardia entró perfectamente en el cerrojo de su celda y la puerta se abrió con facilidad. Los prisioneros a nuestro alrededor gritaban y golpeaban los barrotes de sus celdas, suplicándonos que los soltáramos. Mis ojos recorrieron toda la sala hasta que, en medio de todo aquel tumulto, vi una mirada que me heló el corazón.
Vi al chanca, Castino, de pie en su celda, totalmente tranquilo, mirándome de hito en hito.
Ya fuera de su celda, Renco corrió hasta el cuerpo del guardia, cogió sus armas y me las dio.
—Vamos —dijo despertándome de la mirada hipnótica de Castino. Vestido tan solo con los andrajos de la prisión, Renco se apresuró a quitarle la ropa al cuerpo del guardia. Después se puso la chaqueta de cuero grueso, los pantalones y las botas de montar de este.
Tan pronto se hubo vestido, se incorporó de nuevo y comenzó a abrir algunas celdas. Observé que solo abrió las celdas de los guerreros incas y no las de los prisioneros de tribus subyugadas como los chancas.
Y, al instante, Renco ya estaba saliendo de la sala con un rifle en la mano, ignorando los gritos del resto de los prisioneros y gritándome que lo siguiera.
Recorrimos de nuevo la desvencijada pasarela en medio de los prisioneros. Sin embargo, el alboroto a bordo del barco también se había escuchado fuera. Cuatro españoles del campamento cercano llegaron a caballo a la ribera del río justo cuando acabábamos de bajar de la pasarela. Nos dispararon con sus mosquetes. El ruido de sus armas resonó como truenos en la noche.
Renco les disparó, blandiendo su mosquete como el más avezado de los infantes españoles, y logró derribar a uno de ellos de su montura. Los otros prisioneros incas echaron a correr delante de nosotros y redujeron a dos más.
El cuarto jinete hizo que su corcel diera la vuelta, situándose así enfrente de mi persona. En solo un segundo, vi cómo escudriñaba mi apariencia y me reconocía: un europeo ayudando a los paganos. Vi cómo la ira y el odio ardían en sus ojos; a continuación, alzó su rifle hacia mí.
Sin nada más con lo que poder apelar, levanté a toda prisa mi propia pistola y disparé. Tronó con fuerza en mi mano y podría jurar por el Libro Sagrado que su retroceso casi me arranca el brazo de cuajo. El jinete dio un brinco hacia atrás en su montura y cayó al suelo, muerto.
Yo permanecí allí, quieto, aturdido, con la pistola en mi mano y mirando fijamente al cuerpo sin vida que yacía en el suelo. Intenté por todos los medios convencerme de que no había hecho nada malo. El iba a matarme…
—¡Hermano! —gritó Renco de repente.
Me di la vuelta al instante y lo vi encima de uno de los caballos españoles—. ¡Venga! —dijo—. ¡Suba a este caballo! ¡Tenemos que llegar a Cuzco!
La ciudad de Cuzco se encuentra en un valle montañoso que va de norte a sur. Se trata de una ciudad amurallada situada entre dos ríos paralelos: el Huatanay y el Tullumayo, que hacen más bien las veces de fosos.
En una montaña al norte de la ciudad, alzándose sobre esta, se encuentra la mayor demostración de poder de todo el valle de Cuzco. Allí, avistando la ciudad como si de un dios se tratara, se encuentra la fortaleza de piedra de Sacsayhuaman.
Sacsayhuaman es una estructura sin par, una construcción que jamás he visto en ninguna otra parte del mundo. No hay nada en España, ni siquiera en toda Europa, que pueda compararse a su tamaño y dominante presencia.
Es una ciudadela aterradora, ciertamente. De forma piramidal, consta de tres niveles colosales (cada uno de ellos de fácilmente cien palmos de altura) y sus muros han sido construidos con bloques gigantes de cientos de toneladas.
Los incas no disponen de mortero, pero compensan con creces esa deficiencia con sus extraordinarias habilidades en el arte de la mampostería. En vez de unir las piedras con pastas, los incas construyen todas sus fortalezas, templos y palacios creando enormes rocas de formas regulares y colocándolas unas junto a otras de forma que cada roca encaje perfectamente con la siguiente. Tan exactas son las junturas entre las monumentales piedras, tan perfecta es su talla, que es imposible meter la hoja de un cuchillo entre ellas.
Fue en este escenario donde tuvo lugar el intrigante sitio de Cuzco.
Llegados a este punto, resulta necesario decir que el sitio de Cuzco debería ser considerado como uno de los más extraños de la historia bélica moderna.
La rareza de este asedio proviene del siguiente hecho: durante este sitio, los invasores (mis compatriotas los españoles) estaban dentro de las murallas de la ciudad, mientras que los dueños de esta, los incas, se encontraban fuera de las murallas.
En otras palabras, los incas estaban sitiando su propia ciudad.
En honor a la verdad, esta situación se produjo como resultado de una sucesión de largos y complicados acontecimientos. En 1533, mis compatriotas españoles entraron en Cuzco sin encontrar resistencia y, al principio, fueron cordiales con los incas. Una vez fueron conscientes del alcance de las riquezas que se encontraban tras esas murallas, toda pretensión de cortesía se esfumó.
Mis compatriotas saquearon Cuzco con un frenesí jamás antes visto. Los hombres indígenas fueron brutalmente esclavizados y las mujeres violadas. El oro de la ciudad fue fundido y cargado en carros, tras lo que los incas comenzaron a llamar a mis compatriotas españoles «comedores de oro». Al parecer, pensaban que su insaciable sed de oro provenía de su necesidad de comérselo.
En 1535, el Sapa Inca Manco Capac, hermano de Renco, que hasta ese momento se había mostrado conciliador con mis compatriotas, huyó de la ciudad a las montañas y reunió un enorme ejército con el que planeaba recuperar Cuzco.
El ejército inca (con cien mil poderosos guerreros, pero tan solo armados con palos, garrotes y flechas) se lanzó enfurecido sobre la ciudad de Cuzco y tomó Sacsayhuaman, la enorme ciudadela de piedra, en un día. Los españoles se refugiaron tras las murallas de la ciudad.
Y así fue como comenzó el sitio.
Que duraría tres meses.
Nada en este mundo podría haberme preparado para lo que mis ojos contemplaron cuando entramos por las colosales barreras pétreas situadas al extremo norte del valle de Cuzco.
Era de noche, pero podía haber sido perfectamente de día. Había fuego por todas partes, tanto dentro como fuera de la ciudad. Aquello parecía el mismísimo Infierno.
El mayor ejército que mis ojos jamás antes habían visto llenaba el valle que se alzaba ante mí. Una masa ondulante de hombres manaba de la ciudadela de la montaña en dirección a la ciudad; cien mil incas, todos ellos a pie, gritaban y agitaban sus armas y antorchas. Tenían toda la ciudad rodeada. Tras las murallas de la ciudad podía verse cómo el fuego devastaba las construcciones de piedra allí emplazadas.