—Por aquí —dijo Renco corriendo hacia una escalera de piedra.
Corrimos hacia ellas y subimos a unos tejados irregulares. Renco echó a correr por los tejados, salvando pequeños muros divisorios y saltando de un edificio a otro.
Bassario y yo lo seguimos, hasta que Renco se paró tras un muro no muy elevado. Su pecho subía y bajaba mientras respiraba agitadamente.
Miró al otro lado del muro que estaba por encima de él. Yo hice lo mismo. Lo que vimos fue esto: una enorme plaza adoquinada con cerca de dos docenas de soldados españoles y otros tantos caballos. Algunos de los caballos estaban sueltos mientras que otros estaban enganchados a carros y carretas.
En el lado más alejado de la plaza, en la muralla exterior de la ciudad, había una enorme puerta de madera. Esta puerta, sin embargo, no era autóctona de Cuzco, sino más bien un feo apéndice añadido a la puerta de piedra de la ciudad por mis compatriotas, después de que la ciudad fuese tomada.
Justo delante de la enorme puerta de madera se encontraba un carro tirado por dos caballos que miraban a la ciudad, si bien estaban un poco alejados dela puerta. En la parte trasera de este carro había un cañón de considerable tamaño que señalaba en dirección opuesta.
Más cerca de nosotros, al pie del edificio sobre el que estábamos, había cerca de treinta prisioneros incas con un aspecto lamentable. Una cuerda negra, ni trelazada entre las esposas de acero que cada prisionero llevaba en las muñecas, los mantenía unidos en una larga y desalentada fila.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —le pregunté con inquietud a Renco.
—Nos vamos.
—¿Cómo?
—Por ahí —dijo, señalando la puerta del lado más alejado de la plaza.
—¿Y qué hay de la entrada por la cloaca? —le dije, pensando que esa era la ruta de escape más obvia.
—Un ladrón jamás usa dos veces la misma entrada —dijo Bassario—. Al menos, no una que haya sido descubierta. ¿Estoy en lo cierto, príncipe?
—Correcto —dijo Renco.
Me giré para observar al delincuente Bassario. Lo cierto era que se trataba do un hombre bastante atractivo a pesar de su aspecto sucio. Sus ojos brillaban V sonreía de oreja a oreja; la sonrisa de un hombre feliz de formar parte de una aventura. Yo no podía decir que compartiera su alegría.
Renco comenzó a hurgar en su aljaba. Sacó algunas flechas cuyas puntas habían sido envueltas en tela y que tenían forma de cabezas bulbosas redondas.
—Bien —dijo mirando a su alrededor. Encontró una antorcha colgada en un muro cercano—. Muy bien.
—¿Qué piensa hacer? —le pregunté.
Renco no parecía escucharme. Tan solo miraba a los tres caballos desatendidos del otro lado de la plaza.
—Renco —insistí—, ¿qué piensa hacer?
Renco se giró para mirarme y esbozó una sonrisa irónica.
Apreté el paso y me dirigí hacia la plaza con las manos dentro de las mangas de mi hábito empapado. La capucha, completamente mojada, tapaba mis cabellos húmedos.
Mientras atravesaba la plaza, mantuve todo el tiempo la cabeza agachada, echándome a un lado con destreza cuando grupos de soldados pasaban cerca de mí y escondiéndome cuando los caballos se giraban en mi dirección, en un intento desesperado por no llamar la atención.
Renco supuso que los soldados de la plaza todavía no sabrían que un monje español renegado, yo, estaba ayudando a los incas. Por ello, mientras no se percataran de mis ropas empapadas, no debería tener problemas para acercarme a los tres caballos y llevarlos a un callejón cercano donde Renco y Bassario pudieran montarlos.
Pero primero tenía que dejar libre el camino a la puerta, lo que significaba apartar del sendero al carro con el cañón. Eso sería más difícil. Tenía que asustar «accidentalmente» a los caballos enjaezados al carro. Para ello llevaba escondida dentro de una de mis mangas una de las afiladas flechas de Renco listo para, que Dios me perdone, pinchar subrepticiamente a una de esas pobres criaturas cuando pasara a su lado.
Crucé la plaza lentamente, apartando la mirada, pues no me atrevía a posar mis ojos en nada ni nadie por miedo a ser descubierto.
Al igual que en las otras plazas de la ciudad, esta también estaba llena de estacas. Habían empalado cabezas en algunas de ellas. La sangre todavía estaba fresca y goteaba hasta el suelo. Sentí un temor extremo al pasar a su lado; ese sería mi destino si no salía pronto de Cuzco.
Avisté la puerta y con ella el carro que se encontraba delante. Vi los caballos y estreché fuertemente contra mi pecho la flecha que llevaba bajo la manga. Dos pasos más y…
—¡Eh! ¡Tú! —gritó una voz tosca tras de mí.
Me quedé helado. No alcé la vista.
Un soldado corpulento y barrigón se colocó delante de mí, interponiéndose entre mi persona y los dos caballos. Portaba su yelmo puntiagudo de conquistador y su voz estaba impregnada de autoridad. Un soldado de alto rango.
—¿Qué está haciendo aquí? —dijo de manera cortante.
—Lo siento, lo siento mucho… Me he quedado atrapado en la ciudad y… —dije.
—Vuelva a sus dependencias. Este no es un lugar seguro. Hay indígenas en la ciudad. Creemos que van tras el ídolo del capitán.
No podía creerlo. ¡Tan cerca de mi objetivo y tenía que darme la vuelta!
Hice un amago de marcharme a regañadientes, cuando de repente una enorme y fuerte mano se posó sobre mi hombro.
—Un momento, monje… —comenzó el soldado. Pero se calló al sentir la humedad de mis ropajes—. ¿Pero qué…?
Justo en ese momento un silbido llenó el aire a mi alrededor y una flecha impactó en la cara del soldado corpulento, destrozándole la nariz y provocando una explosión de sangre que me salpicó la cara.
El soldado cayó al suelo como una piedra. Los otros soldados de la plaza lo vieron caer y se giraron para ver de dónde procedía el peligro.
De repente, un segundo silbido se apoderó de nuevo del aire, y esta vez una flecha llameante voló desde uno de los oscuros tejados que rodeaban la plaza. La flecha rozó el carro que tenía delante e impactó en la puerta de madera que había detrás.
El silencio se vio reemplazado por gritos cuando los conquistadores comenzaron a abrir fuego hacia el lugar de donde provenían las flechas.
Yo, sin embargo, estaba mirando a algo totalmente distinto.
Estaba mirando al cañón que estaba encima del carro o, más concretamente, n la mecha que sobresalía de la recámara del cañón.
Estaba encendida.
¡La flecha llameante (en ese momento no lo sabía, pero luego comprendí que había sido Bassario quien la había lanzado) había sido lanzada con tal puntería que había encendido la mecha del cañón!
No esperé a lo que pudiera pasar después. Tan solo corrí hacia los tres caballos lo más rápido que pude. Justo cuando llegué a ellos, el cañón estalló. Aquel fue el sonido más ensordecedor que había escuchado en mi vida. Una explosión monstruosa, de tal intensidad y potencia que hizo que el suelo se tambaleara bajo mis pies.
Del tubo del cañón salió una enorme nube de humo y la gran puerta de madera que se encontraba delante se quebró como habría hecho una insignificante ramita. Cuando el humo se hubo dispersado, pude ver un enorme agujero de tres metros en la mitad inferior de la puerta.
Los caballos enjaezados al carro se desbocaron al escuchar tan atronadora explosión. Se encabritaron y se dieron a la fuga galopando hacia los callejones de Cuzco y dejando la puerta dañada al descubierto.
Los tres caballos que me habían encomendado conseguir también se desbocaron. Uno de ellos salió corriendo, pero los otros dos se calmaron cuando los sostuve firmemente de las riendas.
Los soldados españoles seguían disparando a ciegas a los tejados umbríos. Alcé la vista a la oscuridad. No pude ver ni a Renco ni a Bassario.
—¡Monje! —gritó de repente alguien a mis espaldas.
Me giré y vi a Bassario, que venía corriendo con el arco en la mano.
—Bueno, no podías haber metido más la pata, ¿verdad, monje? —dijo con una sonrisa mientras subía a la montura de uno de mis caballos—. Lo único que tenías que hacer era asustar a los caballos.
—¿Dónde está Renco? —pregunté.
—Está viniendo —dijo Bassario.
Entonces una serie de gritos estridentes recorrió la plaza. Me volví al instante y vi cómo la fila de prisioneros incas esposados cargaban contra los españoles de la plaza. Los incas estaban libres, ¡ya no estaban unidos por aquella cuerda negra!
De repente, escuché un grito mortal y vi a Renco en uno de los tejados, encima de un conquistador muerto. Le quitó a toda prisa la pistola, mientras seis españoles más subían apresurados las escaleras del lateral del edificio para darle caza.
Renco me miró y gritó:
—¡Alberto! ¡Bassario! ¡La puerta! ¡A la puerta!
—¿Y qué hay de usted? —grité.
—¡Yo iré detrás! —respondió mientras se agachaba para esquivar el disparo de un mosquete—. ¡Márchense! ¡Márchense!
Me subí a la montura del segundo caballo.
—¡Vamos! —gritó Bassario espoleando a su caballo.
Espoleé a mi corcel y salimos disparados hacia la puerta.
Fue entonces cuando me di la vuelta en mi montura y presencié algo increíble.
Vi una flecha (una flecha afilada, no llameante) planear sobre la plaza desde uno de los tejados. Detrás, ondulante como el cuerpo de una serpiente, estaba atada una cuerda, una cuerda negra, ¡la cuerda que otrora mantenía unidos a los prisioneros incas!
La flecha pasó por encima de mi cabeza y, con un fuerte golpe, se alojó en la mitad superior intacta de la puerta de madera. En cuanto impactó contra la puerta vi cómo la cuerda se tensaba.
Y entonces avisté a Renco al otro lado de la cuerda, en lo alto de uno de los tejados con las piernas totalmente separadas y su recién encontrada cartera sobre su hombro izquierdo. Vi cómo pasaba por encima de la cuerda el cinturón de cuero de los pantalones españoles y se agarraba fuertemente a él con una mano. Después saltó del tejado y se balanceó, no, se deslizó por toda In plaza pendiendo de aquel cinturón que sujetaba con una sola mano.
Algunos soldados españoles abrieron fuego contra él, pero el joven y gallardo príncipe usó la mano que tenía libre para sacar la pistola de su pretina y comenzó a dispararlos, mientras se deslizaba por la cuerda a una velocidad increíble.
Espoleé de nuevo a mi corcel para que ganara velocidad y galopamos hasta colocarnos bajo la cuerda de Renco, justo cuando este llegó al final de la misma. Se soltó del cinturón y cayó perfectamente sobre la grupa de mi caballo.
Delante de nosotros, Bassario atravesó el enorme socavón de la puerta cual avezado jinete. Renco y yo lo seguimos y saltamos a través del agujero entre tina lluvia de disparos.
Salimos a la fría noche, cabalgando a toda velocidad por las enormes losas de piedra que conformaban un puente sobre el foso norte de la ciudad y lo primero que escuché mientras cruzábamos aquel puente fueron los gritos de júbilo de las hordas de guerreros incas en el valle que se apostaba ante nosotros.
—¿Cómo va eso? —dijo una voz de repente.
Race levantó la vista del manuscrito y durante unos instantes no supo dónde se encontraba. Miró por la ventanilla que estaba a su derecha y vio un mar de montañas cubiertas de nieve y la infinita extensión del cielo azul.
Se sacudió la cabeza. Había estado tan absorto en la historia que se había olvidado de que se encontraba a bordo del avión de carga del Ejército.
Troy Copeland estaba delante de él. Era uno de los miembros de la DARPA del equipo de Nash, el físico nuclear con cara de halcón.
—¿Qué tal va? —preguntó Copeland señalando con la cabeza al montón de papeles que Race tenía sobre su regazo—. ¿Ha encontrado dónde se halla el ídolo?
—Bueno, he encontrado el ídolo —respondió Race hojeando el resto del manuscrito. Llevaba leído cerca de tres cuartas partes de él—. Creo que estoy a punto de descubrir adonde lo llevaron.
—Bien —dijo Copeland dándose la vuelta—. Manténganos informados.
—Espere —añadió Race—. Antes de que se vaya, ¿puedo preguntarle algo?
—Claro.
—¿Para qué se usa el tirio-261?
Copeland frunció el ceño ante la pregunta.
—Creo que tengo derecho a saberlo —dijo Race.
Copeland asintió lentamente.
—Sí… sí. Supongo que sí. —Respiró profundamente—. Como creo que le han dicho anteriormente, el tirio-261 no es autóctono de la Tierra. Proviene de un sistema de estrellas binario llamado Pléyades, un sistema que no está muy lejos del nuestro.
»Como usted podrá imaginarse, los planetas que se encuentran en sistemas de estrellas binarios se ven afectados por todo tipo de fuerzas debido a sus soles gemelos: la fotosíntesis se duplica; los efectos gravitacionales, así como la resistencia a la gravedad, son enormes. Por ello, los elementos encontrados en planetas pertenecientes a sistemas binarios son por lo general más pesados y densos que elementos similares encontrados aquí en la Tierra. El tirio-261 es uno de ellos.
»Se encontró por primera vez en estado petrificado en las paredes del cráter de un meteoro en 1972, en Arizona. E incluso a pesar de que ese ejemplar llevaba millones de años inerte, su potencial conmocionó a la comunidad científica.
—¿Por qué?
—Bueno, verá, en cuanto al nivel molecular se refiere, el tirio guardia un parecido asombroso con los elementos terrestres uranio y plutonio. Pero el tirio supera a ambos en lo que respecta a su magnitud. Es más denso que nuestros dos elementos nucleares más potentes juntos. Lo que significa que es infinitamente más poderoso.
Race comenzó a sentir una sensación de terror recorriéndole la espalda. ¿Adónde quería llegar Copeland?
—Pero, como he dicho antes, el tirio solo se ha encontrado en la tierra petrificado. Desde 1972, se han descubierto dos muestras más, pero de nuevo ambos ejemplares tenían al menos cuarenta millones de años de antigüedad, imposibilitando así su uso porque el tirio petrificado es inerte. Está muerto, químicamente hablando.
»Lo que llevamos esperando durante los últimos veintisiete años es el descubrimiento de un ejemplar que siga molecularmente activo. Y ahora creemos haberlo encontrado en un meteorito que cayó en la selva de Perú hace quinientos años.
—¿Qué es lo que hace el tirio? —preguntó Race.
—Muchas cosas —dijo Copeland—. Muchísimas. Su potencial como fuente de energía es gigantesco. Calculando por lo bajo, se cree que un reactor compuesto por la cantidad apropiada de tirio generaría electricidad a un ritmo seis veces mayor que el de todas las centrales nucleares de los Estados Unidos juntas.