A Race le encantaba. Lauren era todo lo que había deseado en una pareja (inteligente, extravertida y con humor ácido). En los partidos, ella resaltaba como el sol en un día nublado. Y cuando ella lo iba a buscar a la habitación y le sonreía al encontrarlo, Race se derretía.
Se enamoró de ella.
Y entonces, Lauren logró una beca para estudiar durante un año en el Instituto Tecnológico de Massachussets para estudiar física teórica o algo así. Ella se fue. El la esperó. La típica relación a distancia. Amor vía telefónica. Race le fue fiel. Vivía por y para su llamada semanal.
Y, por fin, ella regresó.
Estaba en el aeropuerto esperándola. Tenía un anillo en el bolsillo. Había practicado el discurso miles de veces para, cuando llegara el momento adecuado, arrodillarse y pedírselo.
Pero cuando salió de la puerta de llegadas aquel día, Lauren ya tenía un anillo de diamantes en su dedo anular.
—Will, lo siento —dijo—. Pero… Bueno… He conocido a alguien.
Race no pudo siquiera sacar el anillo del bolsillo.
Y así se había pasado el resto de su estancia en la universidad, rodeado de libros, soltero convencido e inconcebiblemente miserable.
Se licenció el cuarto de su clase en lenguas antiguas y, para su total sorpresa, recibió una oferta para enseñar en la Universidad de Nueva York. Con nada que desear ni que querer hacer, salvo quizá cortarse las venas, la aceptó.
Y ahora… ahora era un humilde profesor que trabajaba en un viejo despacho en la ciudad de Nueva York mientras que ella era una física teórica que trabajaba en el departamento principal de armas de alta tecnología mejor considerado de los Estados Unidos.
Mmm
.
Race jamás esperó volver a verla.
Ni tampoco
, pensó,
quería volver a verla
. Pero cuando Frank Nash había dicho su nombre por la mañana, algo dentro de él había hecho clic. Sentía la curiosidad de ver qué había sido de ella.
Bueno, ahora ya la había visto y le había quedado muy claro. Ella había logrado muchas más cosas que él.
Race parpadeó y apartó a un lado ese pensamiento.
Volvió al presente y cayó en la cuenta de que estaba mirando su alianza.
Por Dios, contrólate
, pensó para sí.
—Frank ha dicho que hiciste un buen trabajo con el manuscrito —dijo Lauren.
Race tosió, tanto para aclararse la voz como las ideas.
—Todo lo bien que pude… Bueno, es a lo que me dedico.
—Deberías estar orgulloso de lo que haces —dijo. Después le sonrió—. Me alegro de volver a verte, Will.
Race le devolvió la mejor sonrisa de la que fue capaz.
A continuación, Lauren se puso en pie y miró a su alrededor.
—Bueno, será mejor que vuelva a mi sitio. Parece que vamos a aterrizar.
El Hércules aterrizó a última hora de la tarde en una polvorienta pista de aterrizaje privada al borde del valle de Cuzco.
El equipo bajó del avión para subir al camión que había hecho el viaje a Sudamérica en las entrañas del aparato y que sería el que transportaría a la tropa. El enorme camión retumbó al bajar por la rampa de carga trasera y puso rumbo inmediatamente al norte, hacia el río Urubamba, por un camino deficientemente pavimentado.
Fue un trayecto movido. Race estaba sentado en la parte trasera del camión al lado de su guardaespaldas, el sargento Van Lewen.
Los otros miembros del equipo (los tres miembros de la DARPA: Nash, Lauren y el físico con cara de halcón, Copeland; Chambers, el antropólogo, y Gaby López, una mujer latinoamericana sorprendentemente joven que era la arqueóloga del equipo) estaban sentados con sus respectivos militares guardaespaldas.
En un punto del viaje, el camión subió por una colina y Race pudo ver la extensión del valle de Cuzco.
En el lado izquierdo del valle, sobre una colina cubierta de hierba, se encontraban las ruinas del Sacsayhuaman, la fortaleza sobre la que tan recientemente había leído. Todavía podían distinguirse sus tres gigantescos niveles, pero el paso del tiempo y las condiciones meteorológicas le habían robado su majestuosidad. Lo que hacía cuatrocientos años había sido una espléndida e imponente fortaleza digna de los ojos de los reyes, ahora eran ruinas dignas solo de los ojos de los turistas.
A la derecha, Race vio un mar de tejados de terracota, la ciudad actual de Cuzco. La muralla que la rodeaba había sido quitada hacía tiempo. Más allá de los tejados estaban las montañas baldías del sur de Perú, pardas y agrestes, tan desoladoras como espectaculares eran las cimas cubiertas de nieve de los Andes.
Diez minutos después, el camión llegó al río Urubamba, donde esperaba un hombre de treinta y tantos años vestido con un traje de lino blanco y un sombrero panamá color crema. Su nombre era Nathan Sebastian y era teniente del ejército de los Estados Unidos.
Tras Sebastian, flotando perezosamente sobre el río al lado de un embarcadero en forma de «T», había dos helicópteros militares.
Eran Bell Textron UH-1N, Hueys. Pero habían sido ligeramente modificados. Habían quitado los largos y estrechos puntales de aterrizaje y los habían sustituido por pontones que flotaban sobre la superficie del río. Race vio que uno de los helicópteros tenía una serie de complejos dispositivos electrónicos suspendidos bajo su morro en forma de rana.
El camión derrapó y se paró cerca del embarcadero. Race y los demás se bajaron de él.
El teniente Sebastian fue directo hacia Nash.
—Los helicópteros están listos, coronel, tal como usted pidió.
—Buen trabajo, teniente —dijo Nash—. ¿Qué sabemos de nuestros competidores?
—Rastreamos hace diez minutos con el escáner, señor. En estos momentos Romano y su equipo están sobrevolando Colombia rumbo a Cuzco.
—Dios, ya están sobre Colombia —dijo Nash mordiéndose el labio—. Están acortando distancias.
—El tiempo estimado de su llegada a Cuzco es de tres horas, señor —dijo Sebastian.
Nash miró su reloj. Eran las cinco en punto.
—Entonces no tenemos mucho tiempo —dijo—. Carguemos los helicópteros y pongámonos en marcha.
Nash no había terminado de dar la orden y los boinas verdes ya estaba cargando seis enormes maletas Samsonite en los dos Hueys. Una vez las hubieron guardado, los doce miembros del equipo se dividieron en dos grupos de seis y subieron a bordo.
Los dos helicópteros despegaron del río. Sebastian, mientras, permanecía en el embarcadero sujetándose su estúpido sombrero.
Los dos Hueys se elevaron sobre las cimas montañosas cubiertas de nieve.
Race estaba sentado en la parte de atrás del segundo helicóptero, observando sobrecogido los espectaculares desfiladeros que se vislumbraban bajo ellos.
—Muy bien, escúchenme todos —se oyó decir a Nash a través de los auriculares—. Creo que tenemos cerca de dos horas más de luz. Me gustaría avanzar todo lo que pudiéramos a la luz del día. Lo primero que tenemos que hacer es encontrar el primer tótem. ¿Walter? ¿Gaby?
Nash tenía a Chambers y a Gaby López con él en el helicóptero principal. Los dos Hueys se dirigieron hacia las montañas, pasado el río Paucartambo, en dirección a los tres pueblos que se mencionaban en el manuscrito de Santiago: Paxu, Tupra y Roya.
De acuerdo con el manuscrito, encontrarían el primer tótem cerca del último pueblo mencionado: Koya. Ahora era menester de Chambers y López, el antropólogo y la arqueóloga, deducir la localización actual de aquel pueblo situado a orillas del río.
Y así, reflexionó Race, lo que a Renco Capac y Alberto Santiago les había llevado once días, ellos lo hicieron en cincuenta minutos. Tras sobrevolar por encima de las cimas puntiagudas y recortadas de los Andes durante cerca de una hora, de repente, las montañas bajo ellos se quedaron a un lado y Race vio una extensión espectacular de follaje verde y plano que se extendía hasta donde alcanzaban sus ojos. Aquel era un paisaje increíble. El inicio de la cuenca del río Amazonas.
Volaron bajo, rumbo al noreste. Las palas del rotor de los dos helicópteros golpeaban con fuerza el silencioso aire de la tarde.
Sobrevolaron algunos ríos, líneas marrones alargadas y gruesas que serpenteaban hasta la impenetrable selva. En ocasiones veían los restos de pueblos antiguos en la ribera del río; algunos de ellos con restos de piedras en el centro de las plazas, otros cubiertos por la maleza.
En un momento del viaje, Race vio el resplandor amarillo y tenue de unas luces eléctricas que se asomaban por el cada vez más oscuro horizonte.
—La mina de oro Madre de Dios —informó Lauren inclinándose hacia él para ver mejor el resplandor—. Una de las mayores minas a cielo abierto del mundo, y también una de las más antiguas. Es lo más parecido a la civilización que se encuentra por aquí. Un cono de tierra hundido en la zona. Había oído que la habían abandonado el año pasado. Supongo que la han vuelto a abrir…
En ese momento se escucharon voces alborotadas por la radio. Chambers y López estaban diciendo algo acerca del pueblo que se encontraba bajo los dos Hueys.
La siguiente voz que se escuchó pertenecía a Frank Nash. Estaba ordenando a los helicópteros aterrizar.
Los dos helicópteros aterrizaron sobre un claro desierto al lado de la ribera del río. Nash, Chambers y López bajaron de su helicóptero.
En medio del claro cubierto de hierba había algunos monumentos pétreos invadidos por el musgo. Tras examinar durante unos minutos los monumentos y compararlos con sus cuadernos, Chambers y López afirmaron que con casi total certeza ese era el emplazamiento del pueblo de Roya.
Tras confirmar la identidad del pueblo, Race y el resto del equipo bajaron de los helicópteros y comenzaron a inspeccionar los alrededores. Diez minutos después, Lauren encontró el primer tótem de piedra, a cerca de quinientos metros al noroeste del pueblo.
Race se quedó mirando el tótem gigante de piedra, sobrecogido.
Era infinitamente más aterrador de lo que se imaginaba.
Medía casi dos metros ochenta de alto y era todo de piedra. Había sido víctima de algunos actos de vandalismo: crucifijos y símbolos cristianos que habían sido grabados por conquistadores temerosos de Dios cuatrocientos años atrás.
La talla en piedra del
rapa
, sin embargo, no se parecía a nada de lo que hubiera visto anteriormente. Era absolutamente espeluznante.
Estaba mojada, cubierta por un hilo de agua. Y esa capa de humedad le daba a la talla un efecto realmente extraño. Hacía que la estatua pareciese cobrar vida.
Race tragó saliva mientras contemplaba el decrépito y antiguo tótem.
Dios santo.
Una vez hubieron encontrado el primer tótem, el equipo corrió a los helicópteros y despegaron a toda velocidad.
El helicóptero de Nash era el que encabezaba la marcha, volando bajo sobre la selva y siguiendo la dirección de la cola del
rapa
.
Race oyó la voz de Nash a través de los cascos.
—… Conectad el magnetómetro. Una vez hayamos obtenido una lectura sobre el próximo tótem, volveremos a usar los focos…
—Entendido.
Race frunció el ceño. Quería preguntar a alguien qué era un magnetómetro, pero no quería quedar como un ignorante delante de Lauren, no más de lo que ya había quedado.
—Es un dispositivo que emplean los arqueólogos para localizar reliquias situadas bajo tierra —dijo Lauren sonriéndolo irónicamente.
Maldita sea
, pensó Race.
—También tiene un uso comercial, pues las empresas que se dedican a la exploración de recursos lo emplean para detectar reservas subterráneas de petróleo y mineral de uranio —añadió.
—¿Cómo funciona?
—Un magnetómetro de cesio como el que estamos utilizando detecta las variaciones mínimas en los campos magnéticos de la Tierra, variaciones causadas por objetos que interrumpen la corriente ascendente de ese campo magnético. Durante años los arqueólogos han usado los magnetómetros en México para encontrar restos aztecas enterrados. Nosotros estamos usando el nuestro para encontrar el siguiente tótem.
—Pero los tótems están en la superficie —dijo Race—. ¿No le causará problemas al magnetómetro que haya animales y árboles alrededor?
—Puede ser un problema —dijo Lauren—, pero no en este caso. Nash habrá ajustado su lector para que solo detecte objetos de una densidad y profundidad concreta. Los árboles tienen una densidad de apenas unos miles de megabares y los animales, puesto que se componen de carne y hueso, tienen todavía menos. La piedra inca, sin embargo, es cerca de cinco veces más densa que el más grueso de los árboles de la selva…
—Muy bien —dijo de repente la voz de Nash—. Tengo una lectura. Justo delante. Cabo, encienda los focos.
Y así se hizo.
Durante la hora siguiente, mientras la luz iba desapareciendo y las sombras se cernían más y más sobre nosotros, Race se limitó a escuchar, mientras Nash, Chambers y López descubrían un tótem tras otro. Después de que el magnetómetro detectara un tótem, los Hueys se mantenían en el aire sobre la zona y la iluminaban con los cegadores focos blancos de los helicópteros. A continuación, dependiendo del tótem que hubiesen descubierto, iban en dirección de la cola del
rapa
o bien a la izquierda de la criatura, en la dirección de la Marca del Sol.
Los dos helicópteros volaron hacia el norte junto a la meseta que separaba las montañas de la selva.
Justo cuando estaba anocheciendo, Race escuchó de nuevo la voz de Nash.
—De acuerdo, nos estamos acercando a la meseta —dijo Nash—. Puedo ver una catarata…
Race se incorporó de su asiento y se inclinó para mirar a través del parabrisas delantero de su helicóptero. Vio cómo el Huey se alzaba sobre una magnífica catarata que marcaba el borde de la meseta.
—De acuerdo… Sigamos ahora el río…
El día fue oscureciéndose más y más, y muy pronto todo lo que Race pudo ver fueron las luces rojas de la cola del helicóptero de Nash, que se ladeaba e inclinaba mientras el Huey seguía la senda del enorme y negro río bajo ellos. El haz de luz de los focos se posaba sobre las olitas de la superficie del agua. Ahora se dirigían hacia el oeste, hacia la muralla de montañas que descollaban sobre la selva.
Y, de repente, Race vio cómo el helicóptero de Nash se ladeaba bruscamente hacia la derecha y doblaba una curva del río densamente arbolada.
—Un segundo —dijo la voz de Nash.