En el pueblo de Coico había una cantera. Como ya dije anteriormente, los indígenas son unos maestros en el arte de la mampostería. Todos sus edificios están construidos con piedras finamente talladas, algunas de ellas más altas que seis hombres juntos y con un peso superior a cien toneladas. Esas piedras se extraen de las colosales canteras de pueblos como Coico.
Tras hablar brevemente con el jefe del pueblo, Renco fue acompañado a la cantera, un enorme socavón que había sido cavado en un lateral de la montaña. Volvió después con un saco de piel de cabra en su mano. De su interior sobresalían objetos de bordes afilados y rocosos. Renco le pasó el saco a Bassario y seguimos nuestro camino.
No sabía lo que había en ese saco, pero cuando nos parábamos a descansar por la noche, Bassario se escabullía a un rincón del lugar donde acampábamos y encendía su propio fuego. Después se sentaba con las piernas cruzadas y trabajaba con lo que quiera que fuese el contenido del saco de espaldas a Renco y a mí.
Tras once días de un viaje terrible y cruel, salimos de las montañas y contemplamos una visión memorable, algo que j amas antes había contemplado.
Vimos cómo la selva tropical se extendía ante nosotros, una alfombra verde inmaculada que se prolongaba hasta el lejano horizonte. Lo único que alteraba la uniformidad de aquella alfombra eran las mesetas, las formaciones planas y escalonadas del paisaje que marcaban la transición gradual de las accidentadas montañas a la cuenca verde del río, y las amplias bandas marrones que serpenteaban a través de la densa selva, los grandes ríos de la selva tropical.
Y así fue cómo nos adentramos en la selva. Aquello era como el Infierno en la Tierra.
Durante días viajamos por las sombras eternas de la selva. Había humedad, todo parecía mojado y, Dios, cuan peligroso era. Serpientes obscenamente gruesas pendían de los árboles, pequeños roedores corrían bajo nuestros pies y una noche (estoy seguro de ello), vi la silueta velada de una pantera, una sombra superpuesta en la oscuridad, que se movía silenciosa sobre sus zarpas acolchadas en alguna rama cercana.
Y luego, por supuesto, estaban los ríos, donde acechaba el mayor de los peligros.
Los caimanes.
La visión de sus escarpadas cabezas triangulares era suficiente para que a uno se Ir helara la sangre, y sus cuerpos (oscuros, pesados y blindados), tenían al menos dos metros de largo. Sus repulsivos ojos de reptil nos observaban sin pestañear.
Descendimos por los ríos en canoas de junco donadas por las gentes de los pueblos de Paxu, Tupra y Roya, barcas que parecían patéticamente pequeñas en comparación con los desmesurados caimanes a nuestro alrededor. Descendimos los empinados acantilados de las mesetas con la ayuda de expertos guías incas.
Por las noches, a la luz del fuego, Renco me enseñaba su lengua, el quechua. A cambio, yo le enseñaba el arte de la espada con los dos sables españoles que habíamos hurtado mientras escapábamos de Cuzco.
Mientras Renco y yo practicábamos la esgrima, Bassario, si no estaba trabajando en algún rincón alejado del campamento, practicaba con su arco. Según parece, antes de ser encarcelado (por motivos que desconozco), Bassario había sido uno de los mejores arqueros del imperio inca. Como para no creerlo. Tal era su habilidad que una noche lo vi lanzar al aire una fruta tropical y atravesarla instantes después con una flecha.
Tiempo después, sin embargo, nos percatamos de que las duras condiciones del terreno habían ralentizado a nuestros perseguidores. Los ruidos de Hernando y sus hombres cortando a hachazos las ramas de la selva tras nosotros se volvían cada vez más débiles. Incluso llegué a pensar que quizá Hernando había renunciado a su propósito.
Pero no. Cada día, mensajeros de los pueblos que habíamos atravesado nos alcanzaban y nos informaban del saqueo de sus pueblos. Hernando y sus hombres todavía iban tras nosotros.
Así que seguimos avanzando.
Y entonces un día, no mucho después de que dejáramos el pueblo de Roya, cuando yo estaba encabezando nuestra expedición, eché a un lado una rama enorme y me encontré con los ojos de una criatura felina.
Retrocedí con un grito y caí de lleno en el fango.
Lo siguiente que oí fue a Bassario riendo entre dientes.
Alcé la vista y vi que había revelado un enorme tótem de piedra. El felino que había visto no era más que una talla en piedra de una enorme criatura felina. Pero la talla estaba cubierta por un hilo de agua que hacía que el viajero incauto pensara que estaba vivo de verdad.
Cuando lo miré más de cerca, sin embargo, me di cuenta de que la talla del tótem no era muy distinta a la del ídolo causante de nuestro frenético viaje. Era una especie de jaguar, con grandes fauces, que gruñía, no, rugía, al incauto explorador que tropezaba con él.
Más de una vez me pregunté el porqué de la fascinación de los incas hacia esos animales.
Idealizaban a esas criaturas y los trataban como a dioses. Es más, los guerreros que mostraban una coordinación felina en sus movimientos eran los más reverenciados en sus ejércitos, pues se consideraba una gran habilidad poder caer de pie y a continuación volver inmediatamente al ataque. Se decía que esos guerreros estaban poseídos por el
jinga
.
La noche antes de que me topara de una forma tan vergonzosa con el tótem de piedra, Renco me había contado que la criatura más temida de su mitología era un enorme felino negro conocido como el titi en aimara, o el
rapa
en quechua. Al parecer, esta criatura es tan negra como la noche y casi tan alta como un hombre, incluso a cuatro patas. Además, mata con una ferocidad sin igual.
Es más, Renco dijo que es el animal salvaje más temido, el tipo de animal que mata por el mero placer de matar.
—Bien hecho, hermano Alberto —dijo Renco mientras yo yacía en el fango mirando al tótem—. Acaba de encontrar el primero de los tótems que nos conducirán hasta Vilcafor.
—¿Cómo nos guiarán hasta allí? —le pregunté mientras me ponía en pie.
Renco dijo:
—Hay un código que solo conocen los nobles incas…
—Pero si te lo dice, tendrá que matarte —interrumpió Bassario con una descortés sonrisa.
Renco sonrió con indulgencia a Bassario.
—Cierto —dijo—. Pero en caso de que muriera, alguien debería continuar con mi misión. Y, para hacerlo, ese alguien tendría que conocer el código de los tótems. —Renco se giró y me miró—. Esperaba que estuviera dispuesto a cargar con esa responsabilidad, Alberto.
—¿Yo? —dije tragando saliva.
—Sí —dijo Renco—. Alberto, veo en usted cualidades de un héroe, incluso aunque no lo sea. Posee honor y coraje en mayores cantidades que la media. No dudaría en confiarle el destino de mi gente en caso de que yo cayera, si quisiera hacerlo.
Incliné la cabeza y asentí, accediendo a sus deseos.
—Bien —sonrió Renco—. Tú, por otra parte —dijo sonriendo sarcásticamente a Bassario—, me crearías muchas dudas. Aléjate un poco.
Una vez Bassario se hubo alejado unos cuantos pasos de nosotros, Renco se inclinó hacia mí y me señaló la talla de piedra del
rapa
que estaba delante de nosotros.
—El código es simple: sigue la cola del
rapa
.
—Sigue la cola del
rapa
… —dije mirando al tótem. Cierto, en la parte de atrás de la talla había una cola de felino que señalaba en dirección norte.
—Pero —Renco alzó de repente un dedo—, no debemos seguir todos los tótems basándonos en esa directriz. Esa es una regla que solo los nobles de más edad conocen. De hecho, solo me lo dijo la alta sacerdotisa del Coricancha cuando llegamos allí para coger el ídolo.
—¿Cuál es la regla entonces? —pregunté.
—Tras el primer tótem, no hay que hacer lo mismo con el segundo. En esos casos se debe seguir el tótem por la dirección de la Marca del Sol.
—¿La Marca del Sol?
—Una marca no muy distinta de esta —dijo Renco señalando la pequeña marca triangular bajo su ojo izquierdo, la mancha marrón oscura que parecía una montaña invertida.
—Cada segundo tótem después del primero —dijo—, no debemos seguir la cola del
rapa
, sino ir en la dirección de la Marca del Sol.
—¿Qué ocurre si se continúa siguiendo la cola del
rapa
? —pregunté—. ¿No se darán cuenta nuestros enemigos de que están viajando en la dirección equivocada cuando vean que no hay más tótems?
Renco me sonrió.
—Oh, no, Alberto. Hay más tótems, incluso aunque se vaya en la dirección equivocada. Pero solo llevan al viajero engañado más y más lejos de la ciudadela.
Y así seguimos los tótems a través de la selva tropical.
Estaban colocados en intervalos distintos (algunos a unos cientos de pasos de sus predecesores y otros a kilómetros por tierra), así que teníamos que tener cuidado de viajar sin dar rodeos. A menudo nos ayudaba el sistema del río, pues algunos tótems habían sido cuidadosamente colocados a lo largo de las riberas de los mismos.
Nos desplazamos, siguiendo los tótems, en dirección norte, y cruzamos la cuenca de la enorme selva hasta llegar a una nueva meseta que conducía a las montañas.
Esta meseta se extendía de norte a sur. Era una meseta gigante cubierta por la selva, un paso que Nuestro Señor había construido para ayudarle a acercar la selva a las faldas de las montañas. Había cataratas en toda su extensión. Era una visión realmente increíble.
Trepamos por la cara este de la meseta, similar a un acantilado, transportando con nosotros las canoas de junco y las palas. Fue entonces cuando llegamos a un tótem final que nos dirigía río arriba, hacia unas montañas gigantes cubiertas de nieve que se elevaban sobre la selva.
Remamos contracorriente bajo la lluvia torrencial de la tarde. Sin embargo, poco después, la lluvia cesó y la neblina que lo siguió le dio un aspecto espeluznante a la selva. Un silencio sepulcral se apoderó de nosotros y, por raro que parezca, los sonidos de la selva también cesaron abruptamente.
Los pájaros dejaron de gorjear. No había roedores en la maleza.
Sentí cómo el miedo recorría mi cuerpo.
Algo no iba bien.
Renco y Bassario debieron de sentirlo también, pues comenzaron a remar más despacio, metiendo los remos con cuidado en la superficie cristalina del agua, como si no se atrevieran a romper ese silencio antinatural.
Giramos en una curva del río y, de repente, vimos una ciudad en la ribera de este, escondida en los pies de una enorme sierra montañosa. Una imponente estructura de piedra se alzaba orgullosa en el centro de un grupo de diminutas cabañas. Una zanja similar a un foso rodeaba todo el enclave.
La ciudadela de Vilcafor.
Pero ninguno de nosotros se fijó demasiado en la ciudadela. Ni tampoco nos percatamos de que el pueblo alrededor de la ciudadela estaba en ruinas.
No. Solo teníamos ojos para los cuerpos, las veintenas de cuerpos que yacían en la calle principal de la ciudad, cubiertos de sangre.
Lunes, 4 de enero, 15.40 horas
Race le dio la vuelta a la página, buscando el siguiente capítulo, pero no estaba allí. Según parecía, esa era la última página del manuscrito.
Maldita sea
, pensó.
Miró por la ventanilla del Hércules y vio los motores sobre el ala pintada de verde y las cimas cubiertas de nieve de los Andes bajo ellos.
Observó a Nash, que estaba sentado al otro lado del pasillo, trabajando con su portátil.
—¿Es todo lo que hay? —preguntó.
—¿Perdón? —Nash frunció el ceño.
—El manuscrito. ¿Eso es todo lo que tenemos?
—¿Quiere decir que ya lo ha terminado de traducir?
—Sí.
—¿Ha encontrado el emplazamiento del ídolo?
—Bueno, más o menos —dijo Race mirando a las notas que había tomado mientras traducía el manuscrito. Estas decían así:
• abandonan cuzco. Van a las montañas.
• pueblos:
rumac, sipo, huanco, Ocuyu.
•
colco
. río paucartambo. Allí hay una cantera.
• 11 días. Llegan a la selva.
• pueblos a lo largo del río:
paxu. tupra. roya
.
• los tótems de piedra tallados con la forma de una criatura felina negra conducen
a la ciudadela de vilcafor.
•
código del tótem
: para el primer tótem, seguir la cola del rapa; para cada segundo tótem, seguir la «marca del sol».
• siguen los tótems. Van hacia el norte por la cuenca de la selva; llegan a una meseta que conduce a los pies de una montaña.
• tras el tótem final se dirigen río arriba hacia las montañas; encuentran la ciudadela en ruinas.
—¿Qué quiere decir «más o menos»? —preguntó Nash.
—Bueno, esa es la cuestión —dijo Race—. El manuscrito prácticamente termina en mitad de una frase, cuando han llegado al pueblo de Vilenfor. Obviamente, hay más por leer, pero no está aquí. —Omitió que In historia le estaba empezando a parecer muy interesante y quería seguir leyéndola—. ¿Está seguro de que eso es todo lo que tenemos?
—Me temo que sí —dijo Nash—. Recuerde que esto no es el manuscrito original, sino una copia a medio terminar transcrita por un monje muchos años después de que Santiago escribiera el original. Es todo lo que hay, todo lo que el otro monje pudo copiar del original.
Frunció el ceño.
—Esperaba que con esta copia del manuscrito lográramos averiguar el emplazamiento exacto del ídolo, pero, dado que no es así, lo que necesito saber son las generalidades: dónde buscar, dónde empezar a hacerlo. Disponemos de la tecnología para localizar el ídolo si sabemos dónde comenzar nuestra búsqueda. Y parece que, por lo que ha leído hasta ahora, dispone de suficiente información para decirme dónde comenzar a buscar. Así que cuénteme qué es lo que sabe.
Race le enseñó a Nash sus notas y le contó la historia de Renco Capac y su viaje desde Cuzco. A continuación le explicó que, por lo que había leído, el lugar al que Renco pretendía llegar era un pueblo ciudadela a los pies de los Andes llamado Vilcafor. También le dijo a Nash que, siempre que averiguaran una cosa, el manuscrito les diría cómo llegar a ese pueblo.
—¿Y cuál es esa cosa? —preguntó Nash.
—Dando por sentado que los tótems siguen allí —dijo Race—, deben averiguar qué es la Marca del Sol. Si no saben lo que es, entonces no podrán leer los tótems.