El mundo entero se estremeció.
Se produjo una enorme explosión en la Rigid Raider y su onda expansiva salió disparada en todas direcciones.
Se extendió hasta los árboles situados a ambos lados del río, incinerándolos en un instante, reduciéndolos a la nada.
Se propagó bajo la superficie del río como un muro de calor en ebullición que descendía a una velocidad inimaginable. La explosión hizo bullir las aguas y mató a todo lo que se topó en su camino mientras descendía en picado como un cometa.
La explosión también alcanzó el cielo, provocando un destello brillante como el flas de una cámara; un destello monumental y arrollador que tuvo que ser percibido desde el espacio.
Pero las cosas fueron todavía a peor, pues aquel muro expansivo de luz candente comenzó a recorrer la superficie del río tras lo que quedaba de la flota.
La Escarabajo de Van Lewen y el Goose de Doogie seguían surcando las aguas a la cabeza de la flota, delante de la descomunal ola cegadora que tenían pegada a los talones y que estaba devorando el río.
Hasta cierto punto, habían tenido suerte. Cuando la carga M-22 había explotado, ellos se encontraban unos trescientos metros por delante de la Rigid Raider de Schroeder.
Las otras embarcaciones (la última barcaza, las dos Pibbers restantes y el barco de mando) no.
Y ahora aquella onda expansiva de luz candente se cernía sobre ellos como un enorme monstruo mitológico, a punto de absorberlos. Y, de repente, en un segundo, la cegadora pared de luz consumió la barcaza y las Pibbers, haciéndolas explosionar al entrar en contacto con ellas para, a continuación, devorarlas y seguir con su carga voraz.
Su siguiente objetivo fue el barco de mando. Al igual que un rinoceronte que intenta dejar atrás a un camión MAC fuera de control, el catamarán aceleró, intentando alejarse del muro abrasador que se cernía sobre él.
Pero la explosión era demasiado rápida, demasiado poderosa.
Al igual que había hecho antes con la barcaza y las Pibbers, el muro expansivo de luz alcanzó con sus garras al barco de mando, borrándolo del mapa en un abrasador instante.
Y entonces, tan rápido como había surgido, el enorme muro de luz comenzó a apagarse y a desvanecerse. Pronto perdió su impulso y se hundió en la distancia.
Van Lewen miró una última vez al río y a la jungla humeante y chamuscada que tenía tras de sí. Vio cómo una nube de humo tenue y negra se alzaba hasta el cielo por encima de las copas de los árboles. Sin embargo, esta se vio interrumpida por la lluvia subtropical que acababa de empezar a caer.
Fue entonces cuando miró a su alrededor y supo que solo quedaban su Escarabajo y el Goose de Doogie en el río.
El único otro superviviente de la persecución que acababa de concluir era una pequeña mancha blanca que iba haciéndose cada vez más pequeña por encima de los árboles que se elevaban ante ellos.
El helicóptero Bell Jet Ranger.
Martes, 5 de enero, 18.15 horas
—¿Quién es usted? —preguntó Odilo Ehrhardt en alemán mientras abofeteaba con fuerza el rostro de Renée.
—Ya se lo he dicho —le gritó—. Mi nombre es Renée Becker y soy agente especial de la
Bundes Kriminal Amt
.
El helicóptero blanco estaba ahora volando bajo sobre el río en dirección este. Race y Renée estaban sentados en el compartimiento posterior del helicóptero, esposados. Enfrente estaban Ehrhardt, Anistaze y Cara Cráter. En la parte delantera, manejando el helicóptero, se encontraba un piloto.
Ehrhardt se giró para mirar a Race.
—Entonces, ¿quién es usted?
—Es estadounidense… —dijo Renée.
Ehrhardt la golpeó de nuevo. Con dureza.
—No estaba hablando con usted. —Se giró de nuevo hacia Race—. ¿Y bien? ¿Quién es usted? ¿Del FBI? ¿De la Armada? ¿De un equipo de las fuerzas especiales? Por Dios santo, para haber abordado nuestras embarcaciones de esa forma tienen que ser por lo menos de los SEAL.
—Somos de la DARPA —dijo Race.
Ehrhardt frunció el ceño. Después comenzó a reírse entre dientes.
—No, no lo son —dijo inclinándose hacia delante, pegando su rostro orondo y rollizo a la cara de Race.
Race creyó que iba a vomitar.
Ehrhardt era un ser repugnante, asqueroso, de un obeso que rozaba lo grotesco. Apestaba a sudor y su cara era redonda como una luna maléfica. Cada
vez
que hablaba se le quedaba entre los labios un hilillo de saliva y su aliento olía a rayos.
—Trabajo con el doctor Frank Nash —dijo Race intentando a toda costa mantener la calma—. Es un coronel retirado del ejército que trabaja con la Agencia de Investigación de Proyectos Avanzados de Defensa junto con miembros del ejército de los Estados Unidos.
—Así que Frank Nash —dijo Ehrhardt echándole aquel aliento nauseabundo y rancio al rostro de Race.
—Sí.
—Y, entonces, ¿quién es usted, pequeño hombrecito que intenta hacerse el valiente? —preguntó mientras le quitaba la gorra de los Yankees de la cabeza.
—Mi nombre es William Race —dijo agarrando la gorra con sus manos esposadas—. Soy profesor de lenguas antiguas de la Universidad de Nueva York.
—Ah —dijo Ehrhardt asintiendo con la cabeza—. Así que usted es la persona que han traído para que les tradujera el manuscrito. Muy bien, muy bien. Antes de que le matemos, William Race, profesor de lenguas antiguas de la Universidad de Nueva York, me gustaría corregir una impresión errónea que usted parece tener.
—¿Y bien?
—Frank Nash no trabaja con la DARPA.
—¿Qué? —dijo Race frunciendo el ceño.
—Es más, tampoco es un coronel retirado del Ejército. Al contrario, sigue en activo, muy en activo. Para su información, el coronel Francis K. Nash es la persona que está al frente de la División de Proyectos Especiales del ejército de los Estados Unidos.
—¿Cómo?
Race no lo comprendía. ¿Por qué iba a decir Nash que era de la DARPA cuando no era así?
—¡Aja! —Ehrhardt se rió socarronamente y dio una palmada—. Me encanta ver el rostro de una persona traicionada cuando está a punto de morir.
Race estaba tremendamente confundido.
No sabía qué pensar.
Aun incluso si Nash no estuviera con la DARPA, ¿qué importaba? La Supernova era un proyecto del Ejército, y Nash estaba en la División de Proyectos Especiales del Ejército.
A menos que…
Ehrhardt se volvió hacia Anistaze.
—Así que el ejército estadounidense también está aquí. ¿Qué tiene que decir al respecto?
—Debe de haber otro topo —dijo Anistaze ignorando por completo a Race y a Renée.
—¿En la DARPA? —dijo Ehrhardt.
Anistaze asintió.
—Sabíamos del vínculo con el grupo terrorista estadounidense, pero no sabíamos esto…
—¡Bah! —Ehrhardt agitó la mano restándole importancia—. Eso no importa ahora, porque somos nosotros quienes tenemos el ídolo.
—¿Qué esperan conseguir con todo esto? —les preguntó desafiante Renée—. ¿Quieren destrozar el mundo?
Ehrhardt la sonrió con indulgencia.
—No quiero destrozar el mundo,
Fraulein
Becker. Nada más lejos de mi propósito. Quiero reconstruirlo. Reordenarlo de la forma en que debería estar.
—¿Con qué? ¿Con cien mil millones de dólares? ¿De eso se trata? ¿De dinero?
—Mi querida
Fraulein
Becker, ¿tan estrecha de miras es usted? No se trata de dinero. Se trata de lo que el dinero puede hacer. Cien mil millones de dólares, ¡bah! Eso no es nada. Solo el medio para lograr un fin.
—¿Y cuál es ese fin?
Ehrhardt entrecerró los ojos.
—Cien mil millones de dólares me servirán para comprar un nuevo mundo.
—¿Un nuevo mundo?
—Valerosa
Fraulein
Becker, ¿qué es lo que cree que quiero? ¿Un nuevo país, quizá? ¿Perseguir el antiguo objetivo nazi de establecer una nación aria con la
Herrenvolka
la cabeza y los
Untermenschen
debajo? ¡Bah!
—¿Qué es lo que quiere, entonces? ¿Cómo va a comprarse un nuevo mundo?
—Vendiendo en los mercados financieros mundiales cien mil millones de dólares al precio de ganga de un centavo cada uno.
—¿Cómo? —dijo Renée.
—La economía estadounidense está atravesando una situación muy precaria, quizá la más precaria de los últimos cincuenta años. La deuda externa acumulada asciende a aproximadamente ochocientos treinta mil millones de dólares, con déficits presupuestarios brutos cada año. Pero de lo que depende Estados Unidos es de una moneda fuerte con la que reembolsar sus deudas en el futuro.
»Sin embargo, si el valor de la moneda cayera drásticamente, pongamos, hasta una cuarta parte de su valor actual, entonces Estados Unidos sería incapaz de reembolsar esas deudas.
»Estaría en bancarrota. Su moneda no tendría valor. Lo que pretendo hacer con mis cien mil millones de dólares es paralizar la economía estadounidense.
Los ojos de Ehrhardt refulgían mientras despotricaba contra Estados Unidos.
—Desde la Segunda Guerra Mundial este mundo ha sido un mundo estadounidense, se ha visto alimentado a la fuerza por su cultura, se le ha obligado a soportar el dominio comercial y la política implacable de esclavitud económica dirigida y aprobada por el gobierno estadounidense. He determinado que la medida que me propongo sería suficiente para paralizar el dólar estadounidense hasta términos irrecuperables. Las empresas estadounidenses no valdrán nada. Los estadounidenses no tendrán poder adquisitivo para comprar nada, porque su dinero no valdrá siquiera el papel en el que está impreso. Los Estados Unidos se convertirán en el mendigo del mundo y este volverá a comenzar de nuevo. Eso es lo que estoy haciendo,
Fraulein
Becker. Me estoy comprando un nuevo mundo.
Race no podía creer lo que estaba escuchando.
—No puede estar hablando en serio —dijo.
—¿No? —dijo Ehrhardt—. Mire a George Soros. En 1997, el Primer Ministro de Malasia acusó públicamente a Soros de ser el responsable de la crisis en la economía asiática por haber introducido en el mercado cantidades ingentes de divisas asiáticas a un valor inferior al real. Y eso lo hizo un hombre, un solo hombre, y no tenía ni una décima parte de la riqueza que yo estoy dispuesto a utilizar. Pero, claro, yo voy tras un pez mucho más gordo.
—¿Qué pasará si no le dan el dinero? —dijo Renée.
—Lo harán. Porque soy el único hombre del mundo que posee una Supernova operativa.
—Pero, ¿qué hará si no lo hacen?
—Entonces haré explotar la Supernova —contestó Ehrhardt sin más.
El general nazi se giró sobre su asiento y miró al exterior por el parabrisas delantero del helicóptero.
Race y Renée siguieron su mirada.
Se encontraron con una imagen espectacular.
Vieron la selva amazónica, que se extendía hasta el horizonte como un enorme manto infinito de un verde ilimitado.
Un poco más cerca, sin embargo, había una ruptura en ese manto verde: un enorme cráter marrón de forma cónica enterrado en la tierra.
Estaba situado justo sobre el río y era enorme. Tenía al menos ochocientos metros de diámetro. Senderos ligeramente empinados serpenteaban hacia la base del enorme cráter de tierra. En el borde, unos focos de grandes dimensiones iluminaban el cráter como si se tratara de un estadio de fútbol americano bajo la tenue luz del atardecer.
En el centro del cráter, colgando por encima de una red de cables, estaba una cabina blanca con forma de caj a, una especie de cabina de control, con ventanas alargadas en los cuatro lados.
La única ruta de acceso a la cabina de control eran dos puentes de cable colgantes que atravesaban el cráter desde extremos opuestos: desde el norte y desde el sur. Cada puente tenía una longitud de algo menos de cuatrocientos metros y estaban hechos de unos cables de acero muy gruesos.
Era la mina de oro.
La mina de oro Madre de Dios.
El helicóptero Bell Jet Ranger tomó tierra en una pista de aterrizaje montada sobre pontones que flotaba en la superficie del río, no muy lejos del borde de la mina a cielo abierto.
La mina se encontraba en la parte meridional del río Alto Purús, río con el que estaba conectado mediante una serie de construcciones antiguas y destartaladas, tres estructuras similares a almacenes que habían acusado notablemente el paso del tiempo.
La mayor de estas estructuras sobresalía del río y estaba construida sobre pilotes. Unas puertas similares a las de los garajes, para el almacenaje de barcos e hidroaviones, se alineaban a lo largo de la misma. Race supuso que hace años ese habría sido el lugar donde los barcos y aviones de la compañía minera eran cargados con el oro.