Nash, Copeland y Lauren estaban delante del portal con las manos en la nuca. Los boinas verdes, a su lado, estaban desarmados.
Walter Chambers observaba asombrado, con los ojos como platos, al pelotón de soldados que los rodeaban. Gaby López los miraba con calma y frialdad.
Van Lewen y Race estaban separados del grupo.
Race miró atemorizado a los soldados de negro, observando con detenimiento sus máscaras negras de hockey. Había visto máscaras como aquellas antes. La policía antidisturbios sudamericana las llevaba en las manifestaciones violentas para protegerse el rostro de las piedras y demás objetos arrojadizos.
Amparados por la oscuridad, tras el círculo de soldados, había otro grupo de gente, hombres y mujeres. No iban vestidos de uniforme ni llevaban máscaras. Vestían ropa de civil, no muy distinta a la que llevaba Lauren.
Científicos
, pensó Race.
Científicos alemanes que habían venido por el ídolo
.
Miró al portal, a la roca que bloqueaba la entrada. De ella salían numerosos cables, los de los explosivos C2.
Justo entonces, uno de los soldados dio un paso adelante y fue a quitarse la máscara.
Race se puso tenso, esperando ver tras ella las marcadas facciones de Heinrich Anistaze, el otrora agente de la
Stasi
al mando del pelotón de asesinos alemanes responsables de la matanza en el monasterio.
El soldado se quitó la máscara.
Race frunció el ceño. No lo reconocía.
No era Anistaze.
Aquel era un hombre corpulento y mayor, con el rostro redondo y surcado de arrugas y un tupido bigote gris.
Race no sabía si sentirse aliviado o aterrorizado.
El hombre no dijo una palabra. Pasó rozando a Race y se agachó delante del portal.
Escudriñó los cables que salían de la roca y resopló. Después soltó los cables y se dirigió hacia Frank Nash.
Miró fijamente al coronel retirado, evaluándolo, valorándolo.
De repente se dio la vuelta y comenzó a gritar órdenes a sus tropas:
—
Feldwebel Dietrich, bringen Sie sie ins Dorf und sperren Sie sie ein
!
Hauptmann von Dirksen, bereiten Sie alles vor um den Tempel zu óffnen
.
Race tradujo mentalmente lo que había dicho: «Sargento Dietrich, llévelos al pueblo y enciérrelos. Capitán Von Dirksen, prepárense para abrir el templo».
Los diez estadounidenses, guiados por Dietrich y rodeados por seis de los soldados enmascarados, recorrieron bruscamente el camino de vuelta. Cruzaron el puente de cuerda y descendieron por el sendero en espiral.
Cuando llegaron a la superficie del cráter, les indicaron que se dirigieran a la fisura de la meseta que conducía al sendero del río. Tras veinte minutos de caminata, regresaron de nuevo al pueblo.
Pero el pueblo estaba distinto.
Dos enormes focos halógenos iluminaban la calle principal, bañándola en luz artificial. Los dos helicópteros Apache que Race había visto en la cima de la torre estaban ahora en mitad de la calle. Cerca de doce soldados alemanes se encontraban a la orilla del río con la mirada fija en este.
Race siguió su mirada y vio los maltrechos Hueys de su equipo. Al lado de los dos Apaches, los Hueys de Frank Nash parecían viejos y destartalados.
Fue entonces cuando Race vio lo que los soldados alemanes estaban mirando realmente.
Estaba detrás de los dos Hueys, sobre la superficie del río y empapado por la incesante lluvia nocturna.
Un hidroavión.
Pero no era un hidroavión corriente. Su envergadura debía de medir al menos sesenta metros. Y su vientre, la parte majestuosamente posada sobre el agua, era enorme, mucho más grande que el fuselaje principal del Hércules que los había transportado a Race y a los demás a Perú.
Cuatro motores turborreactores pendían en la parte inferior de sus enormes alas, mientras que dos pontones bulbosos salían de cada ala, tocando la superficie del río y estabilizando el aparato.
Era un Antonov An-111 Albatros, el mayor hidroplano del mundo.
El avión estaba girando lentamente sobre la superficie del río cuando Race y los demás surgieron del sendero de la ribera guiados por Dietrich, el sargento alemán. Estaba dando marcha atrás, en dirección a la ribera del río.
Tan pronto como encalló en el terreno embarrado, una rampa de carga comenzó a descender de sus cuartos traseros.
Una vez la rampa hubo tocado terreno seco, dos vehículos salieron del avión: un todoterreno de ocho ruedas (que más bien parecía un tanque sobre ruedas), y un Humvee con el techo rígido.
Los dos vehículos acorazados derraparon hasta detenerse en mitad de la calle principal. Race y los demás fueron conducidos hasta ellos. Cuando llegaron a los vehículos, Race vio a dos soldados alemanes más que estaban llevando a
Tex
Reichart y a
Doogie
Kennedy en su dirección.
—Caballeros —dijo Dietrich en alemán a los otros soldados—. Pongan a los soldados y a la gente del Gobierno en el todoterreno y a los demás en el Humvee. Enciérrenlos dentro y después inutilicen los vehículos.
Nash, Copeland y los seis boinas verdes fueron conducidos al tanque todoterreno. A Race, Lauren, López y Chambers los metieron a empellones dentro del Humvee.
El Humvee era como un
jeep
descomunal, solo que mucho más amplio y con un techo de metal reforzado. También tenía ventanillas Lexan que, por el momento, estaban bajadas.
Después de meterlos en el Humvee, uno de los soldados alemanes levantó el capó y se inclinó sobre el motor del vehículo. Apretó un interruptor que estaba debajo del radiador e inmediatamente todas las puertas del Humvee quedaron cerradas. Las ventanillas se subieron automáticamente.
Una prisión portátil
, pensó Race.
Fantástico.
Mientras tanto, la cima de la torre era un hervidero de actividad.
Todos los soldados alemanes allí presentes pertenecían a los
Fallschirmtruppen
, las tropas paracaidistas de respuesta rápida del ejército alemán, y se movían como tales, con rapidez y eficiencia.
El militar al mando de su pelotón, el general Gunther C. Kolb, el hombre de bigote gris que había evaluado con frialdad a Frank Nash, estaba gritándoles órdenes en alemán.
—¡Muévanse, muévanse! ¡Vamos! ¡No tenemos mucho tiempo!
Mientras sus hombres corrían en todas direcciones, Kolb contemplaba la escena a su alrededor.
Los explosivos C2 colocados en la roca que bloqueaba el templo habían sido quitados y sustituidos por cuerdas. El equipo de entrada estaba listo y habían colocado una videocámara digital delante del portal para grabar la apertura del templo.
Kolb asintió para sí, satisfecho.
Estaban listos.
Era el momento de entrar.
La lluvia golpeaba con fuerza en el techo del Humvee.
Race estaba sentado, más bien, desplomado, en el asiento del conductor. Walter Chambers estaba a su lado en el asiento del copiloto. Lauren y Gaby López estaban sentadas en la parte trasera.
Race vio a través del parabrisas salpicado de gotas de lluvia que los soldados alemanes que se encontraban en el pueblo estaban mirando atentamente a un monitor.
Race frunció el ceño.
Vio una pequeña pantalla de televisión en la consola central del salpicadero del Humvee, en el lugar donde en un coche normal estaría la radio. Se preguntó si el cierre del motor del Humvee afectaría a los sistemas eléctricos. Apretó el botón de encendido de la televisión para averiguarlo.
Poco a poco, una imagen comenzó a tomar vida en la pantalla.
Race vio cómo los alemanes que se encontraban en el templo se colocaban alrededor del portal. A través de los altavoces del televisor pudo escuchar sus voces:
—
Ich kann nicht glauben, dass sie Sprengstoff verwenden wollten. Es hatte das gesamte Gebaude zum Einsturz bringen kómen. Mach die Seile fest
…
—¿Qué están diciendo? —preguntó Lauren.
—Están quitando los explosivos que colocasteis alrededor de la roca —dijo Race—. Creen que el C2 va a derribar toda la estructura. Van a utilizar cuerdas.
A continuación, se escuchó la voz de una mujer a través de los altavoces que hablaba a en alemán a toda velocidad.
Race se lo tradujo a los demás:
—Intenten contactar con el cuartel general. Dígales que hemos llegado al templo y que hemos encontrado y reducido a miembros del ejército de los Estados Unidos. Permanecemos a la espera de instrucciones…
Después dijo algo más.
—…
Was ist mit dem anderen amerikanischen Team
?
Wo sind die jetz
?
¿Qué demonios
!, pensó Race.
«
Das andere amerikanische Team
?»Al principio pensó que no lo había oído bien.
Pero sí que lo había oído. Estaba seguro.
Pero no tenía ningún…
Race frunció el ceño y omitió la traducción de esa frase al resto de los allí presentes.
En la pantalla, los soldados alemanes estaban colocando cuerdas alrededor de la roca.
—
Alles klar, macht eug fertig
…
—De acuerdo. Todos en posición.
Los soldados levantaron las cuerdas.
—
Zieht an
!
—Y… ¡Tiren!
En la cima de la torre, las cuerdas se tensaron y la roca que bloqueaba la entrada al portal comenzó a moverse, chimando contra el suelo de piedra de la entrada.
Ocho soldados alemanes tiraban de la cuerda para mover la gigantesca roca del lugar donde había permanecido los últimos cuatrocientos años.
La roca comenzó a desplazarse muy, muy lentamente del portal, desvelando un interior sombrío y oscuro.
Una vez la hubieron quitado, Gunther Kolb dio un paso adelante y escudriñó el oscuro interior del templo.
Vio unas escaleras de piedra que descendían hacia la oscuridad situada bajo sus pies, hacia el mismísimo corazón de la increíble estructura subterránea.
—De acuerdo —dijo en alemán—. Equipo de entrada. Es su turno.
En el Humvee, Race se giró hacia Lauren.
—Van a entrar.
De nuevo en la cima de la torre, cinco soldados alemanes perfectamente equipados dieron un paso al frente. El equipo de entrada.
Encabezado por un joven y enjuto capitán llamado Kurt von Dirksen, el equipo se dirigió hacia Kolb y la entrada del templo con sus armas en ristre.
—Sin complicaciones —le dij o Kolb al j oven capitán—. Encuentren el ídolo y salgan de…
En ese preciso instante y sin previo aviso, una serie de agudos silbidos cortó el aire a su alrededor.
Y, de repente, algo alargado y afilado se clavó en el musgo del muro del templo, justo al lado de la cabeza de Kolb.
Este observó el objeto asombrado.
Era una flecha.
Por la pantalla de la pequeña televisión del Humvee comenzaron a escucharse gritos mientras una lluvia de flechas caía sobre los soldados alemanes reunidos en el templo.
—
Was zum Teufell Duckt euch
!
Duckt euch
!
—¿Qué está pasando? —le preguntó Lauren, inclinándose sobre el asiento del conductor.
Race se giró hacia ella, atónito.
—Creo que están siendo atacados.
El ensordecedor estruendo de las ametralladoras volvió a apoderarse de la cima de la torre cuando los soldados alemanes alzaron sus MP-5 y Steyr-AUG y comenzaron a disparar contra sus oponentes.
Los soldados estaban desplegados alrededor del portal del templo, mirando al exterior y apuntando al lugar de donde provenían las flechas: el borde del cráter.
Guarecido en las paredes del portal, Gunther Kolb escudriñó la oscuridad en busca de sus enemigos.
Y los vio.
Vio un grupo de figuras vagas e imprecisas congregadas en el borde del cañón.
Debían de ser unos cincuenta en total: cincuenta enjutas formas humanas que disparaban primitivas flechas de madera a los soldados que se encontraban en la cima de la torre.
¿Pero qué demonios
!, pensó Kolb.
Race seguía escuchando atónito las voces alemanas que reproducían los altavoces de la televisión.
—¡Equipo del templo! ¿Qué está ocurriendo ahí arriba?
—Estamos siendo atacados. Repito, ¡estamos siendo atacados!
—¿Quiénes les están atacando?
—Parecen indígenas. Repito. Indígenas. Nativos. Nos están disparando desde el borde superior del cráter. Pero parece que estamos logrando que se replieguen. Espere. No, espere un segundo. Se retiran. Se retiran.
Un segundo después, el estruendo de las ametralladoras cesó y se produjo un largo silencio.
Nada.
Más silencio.
Por la pantalla se veía cómo los alemanes miraban con cautela a su alrededor con sus armas aún humeantes.
En el Humvee, Race intercambió miradas con Chambers.
—Una tribu de indígenas en la zona —dijo Race.
Gunther Kolb estaba bramando órdenes.
—¡Horgen! ¡Vell! ¡Cojan un pelotón y formen un perímetro alrededor del borde del cráter! —Se giró hacia Von Dirksen y el resto del equipo de entrada—. De acuerdo, capitán. Pueden entrar en el templo.
Los cinco miembros del equipo de entrada se reunieron ante el portal, que se abría ante ellos oscuro, amenazador.
El capitán Von Dirksen dio con cuidado un paso adelante, arma en ristre, y permaneció un instante en el umbral del portal, en la primera de las escaleras de piedra que conducían hasta las entrañas del templo.
—De acuerdo —dijo de manera ceremoniosa por su micrófono de garganta—. Veo unas escaleras de piedra delante de mí.
—Bajando las escaleras —dijo la voz de Von Dirksen a través de los altavoces del Humvee.
Race observó atentamente la imagen de los cinco soldados entrando lentamente por el portal, hasta que la cabeza del último soldado desapareció por debajo de la línea del suelo y ya no se pudo ver más que la entrada de piedra vacía.
—Capitán. Informe de la situación —dijo la voz de Kolb a través de los auriculares de Kurt von Dirksen el momento en que el joven capitán alcanzó el último de los peldaños de piedra. La luz de su linterna se abría paso a través de la oscuridad que le rodeaba.
Ahora se encontraba en un túnel de estrechos muros de piedra que se extendía en línea recta ante él hasta llegar a una curva que obligaba a torcer a la derecha. Allí el túnel descendía abruptamente en espiral hasta la penumbra del corazón del templo. Unos nichos irregulares y de pequeño tamaño se alineaban en sus muros.