—Hemos llegado al final de las escaleras —dijo—. Delante de mí veo un túnel curvo. Nos dirigimos hacia él.
El equipo de entrada se separó y entró cautelosamente por el túnel inclinado. Las luces de sus linternas se posaban sobre las paredes húmedas. Un sonido, similar al gotear de la lluvia, retumbaba desde algún lugar de las entrañas del templo.
Von Dirksen dijo: —Equipo, aquí Uno. Llamando.
El resto del equipo de entrada respondió rápidamente.
—Aquí Dos.
—Tres.
—Cuatro.
—Cinco.
Se aventuraron por el túnel.
Race y los demás observaron la pantalla de televisión del Humvee en tenso silencio, para poder escuchar los murmullos del equipo de entrada alemán. Race les fue traduciendo.
—… Está todo mojado. Hay agua por todas partes.
—Estén atentos. Tengan cuidado por donde pisan.
Justo entonces se escuchó una interferencia por los altavoces de la televisión.
—¿Qué ha sido eso? —dijo von Dirksen al instante—. Aquí Uno llamando al equipo.
—Aquí Dos.
—Tres.
—Cuatro.
Y después nada.
Race esperó expectante a que el último soldado respondiera. Pero no lo hizo.
No llegó a escucharse ningún «Cinco».
En el interior del templo, Von Dirksen se giró.
—Friedrich —susurró mientras seguía avanzando por el túnel con el resto del equipo a la zaga.
Habían descendido una parte del túnel en espiral y ahora se encontraban rodeados, a excepción de las linternas, por la más absoluta oscuridad.
Tras ellos, más arriba del gradiente, se podía ver la luz de la luna sobre la curva del túnel, indicando el camino de vuelta a la superficie.
Von Dirksen miró hacia atrás.
—¡Friedrich! —susurró en la oscuridad—. ¡Friedrich! ¿Dónde está?
En ese preciso instante, Von Dirksen escuchó un fuerte golpe a sus espaldas.
Se dio la vuelta.
Solo vio a dos de sus hombres. El tercero ya no se encontraba allí.
Von Dirksen se giró de nuevo hacia la entrada. Estaba a punto de decir algo por su micrófono cuando de repente vio a una silueta inusitadamente alargada torciendo sigilosamente la curva del túnel situada encima de ellos y, en ese instante, el capitán perdió por completo la capacidad del habla.
La luz de la luna recortaba su silueta.
Era absolutamente aterradora.
La tenue luz de la luna iluminó su negra y musculosa ijada. La luz de la linterna de Von Dirksen iluminó sus dientes, afilados como cuchillas.
El capitán alemán, anonadado, se quedó mirando a la criatura que tenía ante él en silencio.
Era enorme.
De repente, vio que otra criatura idéntica surgía por detrás y se unía a la primera.
Deben de haberse escondido en los nichos de los muros
, pensó Von Dirksen.
Habían estado esperando. Esperando a que él y sus hombres les pasaran para así cortarles la retirada.
Entonces, la primera criatura se abalanzó sobre él. Von Dirksen jamás tuvo la más mínima posibilidad. Aquella bestia se movía con una rapidez increíble para un animal de su tamaño. En segundos, las garras del animal llenaron el campo de visión del capitán y lo único que Von Dirksen pudo hacer fue gritar.
A través de los altavoces se escucharon unos gritos terribles.
Race y los demás contemplaron la escena, horrorizados.
Los gritos de los últimos tres miembros del equipo de entrada resonaron a través de la pequeña pantalla. Race escuchó disparos, pero solo duraron unos segundos hasta que tanto el fuego como los gritos cesaron de repente y solo quedó el silencio.
Un silencio eterno.
Race miró la pantalla de la televisión, que emitía la imagen del portal abierto del templo.
—Von Dirksen, Friedrich, Nielson. Situación.
No se produjo ninguna respuesta de los hombres que estaban dentro del templo.
Race miró a Lauren.
Y, de repente, se escuchó una nueva voz por los altavoces.
Era una voz sin aliento, jadeante y atemorizada.
—¡Señor, aquí Nielson! Repito. ¡Aquí Nielson! Oh, Dios mío… Dios, ayúdanos. ¡Salgan de aquí, señor! ¡Salgan de aquí mientras…!
Se escuchó un golpe seco, como si algo golpeara fuertemente a aquel hombre llamado Nielson.
Los ruidos y sonidos propios una refriega se apoderaron del silencio y, de repente, Race escuchó un grito que le heló la sangre y luego, por encima del grito, escuchó otro sonido infinitamente aterrador.
Era un rugido, un rugido terrible, estruendoso y fiero como el eje un león.
Solo que más fiero, fuerte y estruendoso que el de este.
Los ojos de Race volvieron a posarse en la pantalla del televisor. Se quedó helado.
Lo vio.
Lo vio surgir de la oscuridad del portal.
Y, mientras observaba a aquella criatura gigante salir de la entrada del templo, Race sintió un nudo en la boca del estómago.
Porque en ese preciso instante supo que, a pesar de toda su tecnología, de todas sus armas y de sus ansias egoístas por encontrar una fuente de energía nueva y fantástica, los hombres que se encontraban en la torre de piedra habían infringido una ley de la evolución humana muchísimo más sencilla.
Algunas puertas deben permanecer cerradas.
Gunther Kolb y los cerca de doce alemanes que se encontraban en la parte superior de la torre se quedaron mirando atónitos al animal que acababa de asomar por el portal.
Era increíble.
Medía un metro y medio de alto, incluso a cuatro patas, y era completamente negro, negro azabache de los pies a la cabeza.
Un inmenso jaguar negro.
Los enormes ojos del felino relucieron con la luz de la luna. Con aquellas cejas surcadas por la ira, aquel musculoso lomo encorvado y aquellos dientes como puñales, parecía la encarnación del mismísimo demonio.
De repente, la tenue luz de la luna que iluminaba el portal del templo fue reemplazada por un relámpago y, tras el ensordecedor trueno que le sucedió, el animal rugió.
Aquello bien podría haber sido una señal.
Porque en ese instante, en ese preciso instante, alrededor de doce negros felinos gigantes surgieron de la oscuridad del templo y atacaron a los alemanes que se encontraban en la cima de la torre.
A pesar de ir armados con fusiles de asalto y ametralladoras, los miembros de la expedición alemana no pudieron hacer nada.
Los felinos eran demasiado rápidos. Demasiado ágiles. Demasiado poderosos. Atacaron al atónito grupo de soldados y científicos con una ferocidad sin igual, lanzándose y saltando sobre ellos, atacándolos, arrebatándoles la vida.
Algunos soldados consiguieron disparar a los felinos. Uno de ellos cayó al suelo con violentos espasmos.
Pero no importaba, el resto apenas parecía percatarse de las balas que pasaban zumbando a su alrededor. En segundos, los felinos estaban encima de todos los soldados, desgarrándoles la carne, mordiéndoles las gargantas, asfixiándolos con sus poderosas fauces. El aire de la noche se llenó de gritos atroces.
El general Gunther Kolb echó a correr.
Húmedas frondas de helechos golpeaban con dureza su cara mientras corría escaleras abajo en dirección al puente colgante.
Si pudiera llegar al puente
, pensó,
y desatarlo de los contrafuertes del otro lado, entonces los felinos quedarían atrapados en la torre de piedra
.
Kolb bajó a toda velocidad por las losas de piedra. El sonido de su aliento resonaba fuertemente en sus oídos, pero el sonido de algo mucho más grande abriéndose paso entre el follaje era todavía mayor. Las frondas de los helechos seguían golpeándole el rostro, pero le daba igual. Ya estaba casi…
¡Allí!
Lo vio.
El puente de cuerda.
Algunos de sus hombres estaban cruzándolo, intentando desesperadamente escapar de la matanza.
Kolb bajó los últimos escalones y echó a correr por la cornisa.
Iba a lograrlo.
De repente, el general alemán escuchó el golpe sordo de un peso tremendo a sus espaldas y cayó al suelo.
Se golpeó con la cara en la superficie fría y húmeda de la cornisa. Buscó desesperadamente algo a lo que aferrarse para poder ponerse en pie, cuando de repente una zarpa negra gigante le golpeó la muñeca y lo inmovilizó en el suelo.
Kolb alzó la vista horrorizado.
Era uno de los felinos.
Estaba encima de él.
El demoníaco felino negro lo escudriñó atentamente, examinando con curiosidad a la extraña criatura que tan tontamente había intentado escapar de él.
Kolb miró temeroso sus malvados ojos amarillentos. Entonces, con un gruñido estremecedor que le heló la sangre, la cabeza del animal se precipitó hacia él. Kolb cerró los ojos y esperó su final.
Un silencio sepulcral se apoderó del pueblo.
Los doce soldados alemanes arremolinados alrededor del monitor se miraron los unos a los otros, atónitos.
Por la pantalla vieron a sus compañeros correr por la cima de la torre en todas direcciones. De vez en cuando, alguno de los soldados atravesaba la pantalla y abría fuego con un MP—5, pero instantes después una forma felina los sacaba con violencia del encuadre.
—Hasseldorf, Krieger —dijo el sargento llamado Dietrich—. Desmantele n la estructura del puente occidental.
Dos de los soldados alemanes rompieron el círculo de inmediato.
Dietrich se giró para mirar a su radiotelegrafista.
—¿Ha podido contactar con alguien de la cima de la torre?
—Lo estoy intentando, señor, pero nadie responde —dijo.
—Siga intentándolo.
Race observaba a través de las ventanillas salpicadas de lluvia del Humvee a Dietrich y a los soldados alemanes congregados en el monitor cuando de repente escuchó un grito.
Se dio la vuelta al instante.
Vio a uno de los soldados de la cima de la torre corriendo por el sendero de la ribera del río.
El soldado agitaba los brazos frenéticamente mientras gritaba:
—
Schnell, zum Flugzeug! Schnell zum Flugzeug! Sie kommen
!
—¡Al avión, rápido! ¡Al avión! ¡Vienen tras de mí!
Justo entonces un relámpago iluminó el sendero y Race vio que algo corría tras él.
—Oh, Dios mío…
Era una de las gigantescas criaturas felinas, idéntica a la que había salido hacía algunos minutos del templo.
Pero la imagen que había visto en la diminuta pantalla del Humvee no le hacía ninguna justicia.
Era aterradora. Corría con la cabeza gacha y sus puntiagudas orejas aplastadas. Sus poderosas espaldas lo impulsaban hacia delante, tras la presa humana que huía de él.
Sus movimientos eran de una gran belleza, de una gracilidad felina; esa llamativa combinación de equilibrio, potencia y velocidad común en todos ellos.
El soldado alemán corría con toda su alma, pero no tenía ninguna posibilidad de lograr escapar del enorme animal que iba tras él. Intentó virar bruscamente para ocultarse tras los árboles que había al lado del sendero, pero el felino era demasiado ágil. Parecía un guepardo en pleno vuelo. Sus poderosas patas se ajustaban a los movimientos de su presa, girando a la izquierda, virando a la derecha, manteniendo su centro de gravedad bajo, sin perder el paso.
Fue acercándose cada vez más hacia el desventurado alemán y, cuando estaba lo suficientemente cerca, el felino se abalanzó sobre él y…
De repente, el relámpago desapareció y el sendero se sumió en la oscuridad más absoluta.
Oscuridad.
Silencio.
Race escuchó un gritó.
Entonces otro relámpago iluminó la ribera del río. Cuando fue capaz de registrar la escena que tenía ante sí, Race sintió cómo se le helaba la sangre.
El enorme felino negro estaba a horcajadas sobre el cuerpo del soldado con la cabeza inclinada a la altura del cuello de este. De repente, el felino abrió sus fauces y, con un sonido desgarrador, arrancó la garganta del soldado de su cuerpo.
Otro relámpago refulgió en el cielo e iluminó al felino, que rugía triunfante.
Durante un minuto interminable, ninguno de los que se encontraban encerrados en el Humvee articuló palabra alguna.
Walter Chambers rompió el silencio.
—Estamos metidos en un buen lío.
Y tenía razón, pues en aquel momento, en aquel terrible momento, los demás felinos surgieron del follaje y atacaron a todo ser viviente con el que se toparon.
Los felinos irrumpieron por todos los flancos del pueblo, cogiendo totalmente desprevenidos a Dietrich y a sus hombres, que seguían alrededor del monitor en el centro del pueblo.
Saltaron a la calle principal como murciélagos salidos del mismísimo Infierno, chocando y golpeando a los soldados alemanes, tirándolos al suelo antes de que pudieran siquiera coger sus armas y arrancándoles las gargantas a dentelladas.
Race no estaba muy seguro de cuántos felinos había allí. Al principio contó diez; luego doce, después quince.
Dios santo.
De repente, escuchó un tiroteo y se giró. Vio a los dos soldados que Dietrich había enviado para levantar el puente de madera occidental, Hasseldorf y Krieger, que disparaban en un intento desesperado por contener la avalancha de felinos.
Los dos soldados lograron alcanzar a dos de los pavorosos animales, que cayeron violentamente al fango, antes de que el resto de los felinos se abalanzara sobre ellos.
Uno de ellos se lanzó sobre la espalda de Hasseldorf y le sacó la columna vertebral de cuajo. Otro clavó sus fauces en la garganta de Krieger, partiéndole el cuello con un crujido nauseabundo.
El resto del pueblo parecía una zona catastrófica. Los soldados alemanes corrían en todas las direcciones: hacia los dos helicópteros Apache, hacia las cabanas del pueblo, hacia el río… intentando escapar de los felinos.
—¡A los helicópteros! —gritó alguien—. ¡A los…!
Justo en ese momento, Race escuchó el ruido de un motor. Se volvió y vio cómo las palas del rotor de los dos helicópteros de ataque Apache comenzaron a girar lentamente.
Los soldados alemanes corrieron desesperadamente hacia los dos helicópteros, pero eran demasiado pequeños: solo había sitio para un piloto y un artillero.
El primer Apache comenzó a despegar justo cuando un soldado aterrorizado saltó sobre el punta] de aterrizaje y tiró de la puerta de la cabina del piloto. Pero antes siquiera do que intentara entrar, uno de los felinos saltó al puntal tras él, deshaciéndose del soldado y deslizándose por entre la puerta de la cabina.