El templo (14 page)

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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

BOOK: El templo
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Race miró por el parabrisas. El helicóptero de Nash comenzó a dirigirse hacia la ribera situada a su izquierda.

—Espere… Veo un claro. Parece estar cubierto de musgo y hierba, pero… Un momento, es ahí. Sí, puedo verlo. Puedo distinguir los restos de un edificio con forma piramidal… Parece la ciudadela. De acuerdo, pues. Listos para aterrizar.

En el mismo momento en que los Hueys de Nash estaban aterrizando en el pueblo de Vilcafor, tres aviones militares mucho más grandes aterrizaban en el aeropuerto de Cuzco. ¡Eran aeroplanos: un avión estratégico de carga C-17 Globemaster III y dos cazas F-14. Los tres aviones rodaron hasta detenerse al final de la pista de aterrizaje, donde les esperaba un grupo de aparatos que habían llegado a Cuzco minutos antes.

Tres enormes helicópteros CH-53E Super Stallion esperaban al final de la pista al avión de carga Globemaster. Conformaban una imagen imponente. De gran tamaño y dureza, eran los helicópteros pesados más rápidos y potentes del mundo.

El traspaso de pasajeros y enseres se realizó rápidamente.

Tres siluetas salieron del Globemaster y corrieron por la pista hasta los helicópteros. Uno de ellos (negro, con gafas de montura dorada y menor estatura que los otros dos) llevaba algo baj o su brazo, un obj eto que parecía un libro con tapas de cuero.

Los tres subieron a bordo de uno de los Super Stallion. Tan pronto como subieron a bordo, los tres helicópteros despegaron de la pista y pusieron rumbo al norte.

Pero alguien los había estado observando.

Situado a una distancia prudente del aeropuerto y observando a los helicópteros con unos potentes prismáticos, había un hombre vestido con un traje de lino blanco y un sombrero panamá color crema.

El teniente Nathan Sebastian.

Los dos Hueys de Frank Nash aterrizaron sobre el río, junto a lo que quedaba de Vilcafor, bajo la tenue luz del anochecer y un aguacero de lluvia torrencial.

Tras posarse sobre la superficie del río, los dos pilotos giraron sus aparatos de forma que sus pontones encallaran con cuidado en el lodo de la ribera.

Los boinas verdes fueron los primeros en bajarse con sus M-16 en ristre. Los miembros civiles del equipo bajaron tras ellos. Race fue el último de todos en bajar. Permaneció en el borde del río, desarmado, mirando sobrecogido los restos de la ciudadela de Vilcafor.

El pueblo se componía fundamentalmente de una calle central cubierta de hierba a casi cien metros de distancia del río. Estaba flanqueada a ambos lados por chozas de piedra sin tejado cubiertas de musgo y maleza. Todo el pueblo estaba cubierto de follaje. Era como si la selva que lo rodeaba hubiese cobrado vida y lo hubiera devorado entero.

Al final de la calle, donde se encontraba Race, se hallaba el río y los restos destartalados de un viejo embarcadero de madera. Al otro extremo de la calle, mirando por encima del pueblo como si de algún tipo de dios protector se tratara, estaban los restos de la ciudadela de forma piramidal.

A decir verdad, la ciudadela no era mucho mayor que una casa residencial de dos pisos. Pero estaba construida con algunas de las piedras más sólidas que Race jamás había visto. Era la manipostería inca de la que hablaba el manuscrito. Las gigantes rocas cuadradas que habían sido trabajadas por los canteros incas y perfectamente colocadas después junto a rocas trabajadas de forma similar. No era necesario el mortero y no lo habían utilizado.

La ciudadela tenía dos niveles, ambos de forma circular. El nivel superior formaba un círculo concéntrico que descansaba encima del inferior, de mayor tamaño.

Toda la estructura, sin embargo, parecía desgastada, deteriorada y en mal estado. Las otrora intimidantes murallas de piedra estaban ahora surcadas de verdes enredaderas y una red de grietas zigzagueantes. Todo el nivel superior estaba desmoronado. El nivel inferior estaba en buena parte intacto, pero totalmente cubierto de maleza. Una enorme puerta de piedra descansaba en un extraño ángulo dentro de la entrada principal al edificio.

A un lado de la ciudadela, algo llamó su atención.

El pueblo de Vilcafor estaba rodeado por un foso vacío, una zanja enorme con forma de herradura que rodeaba todo el pueblo; comenzaba en la ribera del río y acababa en la misma. Dos enormes diques de piedra evitaban que el agua del río entrara en el foso.

Debía de tener cerca de cuatro metros y medio de ancho y la misma profundidad. Matorrales espinosos se abrían paso hasta su fondo, seco. Dos viejos puentes hechos con troncos de madera lo atravesaban. Al igual que en el resto del pueblo, la selva invasora también los había cubierto. Entre los troncos que conformaban los puentes, descontroladas enredaderas surgían y se entrelazaban entre sí.

Race se quedó inmóvil allí, donde la antigua calle inca llegaba a su fin. La lluvia torrencial le goteaba por la visera de su gorra.

Se sentía como si se estuviera adentrando en otro mundo.

Un mundo antiguo.

Un mundo peligroso.

—No te quedes demasiado tiempo cerca del agua —le dijo Lauren cuando pasó a su lado.

Race se volvió, pues no entendía bien a qué se podía referir. Lauren encendió su linterna y señaló el río situado a sus espaldas.

Fue como si alguien hubiera dado al interruptor de la luz.

Race los vio enseguida, brillando bajo la luz de la linterna de Lauren.

Ojos.

No menos de cincuenta pares de ojos que sobresalían del agua, negra como la tinta, y que lo observaban desde la superficie del río salpicada de gotas de lluvia.

Se giró rápidamente hacia Lauren.

—¿Caimanes?

—No —dijo Walter Chambers acercándose a él—.
Melanosuchus niger
. Caimanes negros. El más grande de la familia de los
crocodylidae
de este continente. Hay quien dice que el más grande del mundo. Su tamaño es mayor que el de cualquier caimán, si bien en lo que respecta a su biología se parece más a un cocodrilo. De hecho, el caimán negro es pariente cercano del
Crocodylus porosus
, el enorme cocodrilo australiano de agua salada.

—¿Cómo de grandes son? —preguntó Race. Solo podía ver la extraña e inquietante constelación de sus ojos. No era capaz de decir con exactitud cuánto podrían medir.

—Más de seis metros y medio —dijo Chambers sin inmutarse.

—Más de seis metros y medio. ¿Y cuánto pesan?

—Más de mil kilogramos.

Mil kilos
, pensó Race.
Una tonelada métrica
.

Fantástico.

Los caimanes empezaron a sobresalir de entre las oscuras aguas y Race pudo ver sus lomos acorazados y las láminas afiladas de sus colas.

Parecían túmulos oscuros que se cernían sobre el agua. Túmulos oscuros y enormes.

—No irán a salir del agua, ¿verdad?

—Podrían —dijo Chambers—, pero probablemente no lo hagan. La mayoría de estos animales prefiere coger a sus víctimas por sorpresa en el borde del agua y así seguir amparados en ella, pues, a pesar de que los caimanes negros son cazadores de noche, raramente salen del agua por la noche por la sencilla razón de que hace demasiado frío. Al igual que todos los reptiles, tienen que controlar su temperatura corporal.

Race se apartó del río.

—Caimanes negros —dijo—. Genial.

Frank Nash estaba en el otro extremo de la calle principal de Vilcafor, solo y con los brazos cruzados, observando atentamente el destartalado pueblo que se alzaba ante él.

Troy Copeland fue a su encuentro.

—Acaba de llamar Sebastian desde Cuzco. Romano ya ha llegado al aeropuerto de la ciudad. Llegó en un Globemaster acompañado por dos cazas Tomcat. En el aeropuerto les esperaban unos helicópteros. Cargaron el material, se montaron en ellos y pusieron rumbo a esta dirección.

—¿Qué tipo de helicópteros?

—Super Stallions. Tres.

—¡Dios santo! —exclamó Nash. Un CH-53E Super Stallion a plena carga podía transportar hasta cincuenta y cinco soldados totalmente equipados. Y ellos tenían nada menos que tres. Así que Romano también había portado consigo su arsenal.

—¿Cuánto tiempo tardamos en llegar desde Cuzco hasta aquí? —preguntó rápidamente Nash.

—Cerca de dos horas y cuarenta minutos —dijo Copeland.

Nash miró su reloj.

Eran las 19.45.

—Tardarán menos en los Stallions —dijo—, si siguen los tótems correctamente. Tenemos que actuar con rapidez. Diría que nos quedan cerca de dos horas hasta que lleguen aquí.

Los seis boinas verdes comenzaron a descargar las maletas Samsonite de los helicópteros y las colocaron en la calle principal de Vilcafor.

Nash, Lauren y Copeland las abrieron al unísono, revelando un equipo de alta tecnología en su interior: portátiles Hexium, lentes telescópicas de infrarrojos y unos botes de acero inoxidable con un aspecto muy futurista.

Los dos profesores, Chambers y López, se encontraban fuera del pueblo propiamente dicho. Estaban examinando la ciudadela y las estructuras circundantes.

Race, al que le habían dado una
parka
verde del Ejército para protegerse de la lluvia, se acercó a donde se encontraban los boinas verdes para ayudarles a descargar los helicópteros.

Cuando llegó a la ribera del río se encontró con
Buzz
Cochrane, que estaba hablando con el miembro más joven de su equipo, un cabo de aspecto lozano llamado Douglas Kennedy. El sargento Van Lewen y el capitán Scott, el militar al mando de los boinas verdes en esta misión, no se encontraban allí.

—En serio, Doogie, ¿podría ser más inalcanzable para ti? —estaba diciendo Cochrane.

—No sé, Buzz —dijo otro de los soldados—. Yo creo que debería invitarla a salir.

—Qué buena idea —dijo Cochrane volviéndose baria Kennedy.

—Callaos ya —dijo Doug Kennedy con un marcado acento sureño.

—No, en serio,
Doogs
. ¿Por qué no vas y la invitas a salir?

—He dicho que os calléis —dijo Kennedy mientras sacaba una Samsonite de uno de los Hueys.

Douglas Kennedy tenía veintitrés años, era delgado y guapo, con cara de niño. Tenía los ojos de un vivo color verde y llevaba la cabeza afeitada. Sin embargo, el chaval estaba casi tan verde como sus ojos. Su apodo, Doogie, hacía referencia al carácter bueno y honesto del protagonista de una antigua serie de televisión,
Un médico precoz
, con el que decían que Doogie tenía muchas cosas en común. También era un apodo que sugería cierta torpeza e inocencia, dos características muy apropiadas para Doogie. En lo que a mujeres se refería, Doogie era especialmente tímido y torpe.

—¿Qué tal todo por aquí? —preguntó Race cuando se acercó a ellos.

Cochrane se giró, miró a Race de arriba abajo y le dio la espalda mientras decía:

—Oh, nada. Acabamos de pillar a Doogie mirando a la joven y guapa arqueóloga y le estábamos tomando un poco el pelo.

Race se giró y vio a Gaby López, la arqueóloga del equipo, que estaba con Walter Chambers en la ciudadela de Vilcafor.

Era realmente guapa. Tenía el pelo oscuro, una piel latina preciosa y un cuerpo firme y lleno de curvas. Con veintisiete años, o eso le había parecido oír a Race, era la adjunta más joven del Departamento de Arqueología de Princeton. Gaby López era una joven muy inteligente.

Race se encogió de hombros para sus adentros. Doogie haría más que bien en intentarlo.

Cochrane le dio a Doogie una palmada «efusivamente» fuerte en la espalda y escupió el tabaco que estaba mascando.

—No te preocupes, hijo. Haremos de ti un hombre. Mira al joven Chucky —dijo Cochrane señalando al siguiente miembro más joven de la unidad, un cabo de veintitrés años fornido y de cara redonda llamado Charles
Chuky
Wilson—. La semana pasada se convirtió por pleno derecho en un miembro del Club de los 80.

—¿Qué es el Club de los 80? —preguntó Doogie perplejo.

—Es algo muy sabroso, ciertamente —dijo Cochrane relamiéndose los labios—. ¿No es cierto, Chucky?

—Sí, Buzz.

—Peras, tío —sonrió burlonamente Cochrane.

—Peras —respondió Chucky con una sonrisa de oreja a oreja.

Mientras los dos soldados se reían, Race miró con cautela a Cochrane, consciente de lo que el boina verde había dicho en el avión cuando pensaba que Race no los escuchaba.

El cabo Buzz Cochrane debía de rondar los cuarenta. Era pelirrojo, tenía la cara completamente surcada de arrugas y una barbilla áspera y sin afeitar. Era un hombre fornido, de pecho abultado y brazos gruesos y poderosos.

Su solo aspecto era suficiente para que a Race no le gustara.

Parecía haber algo malo y miserable en él; el típico matón del colegio que gracias a su tamaño, y no a su inteligencia, tenía acogotados al resto de los compañeros. La típica bestia que se había alistado en el Ejército porque era un lugar donde la gente como él podía llegar a ser algo. No era de extrañar que, a punto de cumplir los cuarenta, todavía fuera cabo.

—Escucha, Doogie —dijo de repente Cochrane—. ¿Qué te parecería si yo fuera y le dijera a esa guapa arqueóloga que tenemos un joven soldado un poco tontaina que querría invitarla a una hamburguesa y al cine…?

—¡No! —exclamó Doogie, realmente alarmado.

Los otros boinas verdes se echaron a reír.

Doogie se puso rojo de la vergüenza.

—Y no me llaméis tonto —murmuró—. No soy ningún tonto.

Justo entonces, Van Lewen y Scott regresaron del otro helicóptero. La risa de los soldados cesó inmediatamente.

Race vio cómo Van Lewen posaba su mirada con recelo en Doogie y luego en los demás, de la forma en que un hermano mayor miraría a los torturadores de su hermano pequeño. A Race le dio la impresión de que había sido por la presencia de Van Lewen más que por la del capitán Scott que los soldados habían dejado de reír.

—¿Qué tal van las cosas por aquí? —dijo Scott a Cochrane.

—Sin problemas, señor —dijo Cochrane.

—Entonces coja su equipo y diríjase al pueblo —dijo Scott—. Están a punto de realizar la prueba.

Race y los soldados entraron en el pueblo. Seguía lloviendo a mares.

Mientras bajaban por la calle embarrada, Race vio a Lauren, que estaba con Troy Copeland al lado de la maleta Samsonite más grande de todas.

Era una maleta negra enorme, de al menos metro y medio de alto. Copeland estaba desplegando los paneles laterales, convirtiendo la maleta en una especie de mesa de trabajo portátil.

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