A más de doscientos metros por encima de la base de la mina, el doctor Fritz Weber tecleaba sin cesar en la consola de un ordenador. A su lado, un dispositivo de corte por láser estaba a punto de comenzar a funcionar sobre el ídolo de tirio, que se encontraba dentro de una cámara sellada al vacío.
Detrás de Weber estaba Ehrhardt. Y, detrás de Ehrhardt, en el centro exacto de la cabina de control, estaba un imponente dispositivo de vidrio y plata de metro ochenta de alto.
Dos cabezas termonucleares, cada una de aproximadamente de noventa metros de altura y forma cónica, estaban colocadas dentro de un cilindro de cristal. Estaban dispuestas en lo que se conoce como «formación de reloj de arena»: la cabeza superior señalando hacia abajo y la inferior hacia arriba, de forma que todo el dispositivo parecía un enorme temporizador. Entre las dos cabezas, en el cuello del reloj de arena, había una fina cámara de titanio donde se colocaría una masa subcrítica del tirio.
La Supernova.
Un par de recipientes cilindricos revestidos de plomo del tamaño de un cubo de basura se hallaban al lado del arma. Eran cápsulas de cabezas nucleares, unos recipientes enormes a prueba de radiaciones que se empleaban para transportar de una forma segura cabezas nucleares.
Como Weber bien sabía, un arma nuclear convencional necesitaba cerca de dos kilos de plutonio. La Supernova, por otro lado y de acuerdo con sus cálculos, requeriría mucho menos, unos ciento quince gramos de tirio. Razón por la que en ese momento, con la ayuda de dos superordenadores Cray Y-MP y un rayo láser de alta resolución que podría cortar con una precisión perfecta la milésima parte de un milímetro, iba a extraer un pequeño corte cilíndrico de tirio del ídolo.
La ciencia nuclear había avanzado muchísimo desde los trabajos de J. Robert Oppenheimer en el Laboratorio Nacional de Los Álamos durante la década de 1940.
Con la ayuda de superordenadores multitareas como los dos Cray, las ecuaciones matemáticas más complejas (relativas a los radios de fuerza, tamaño y masa del núcleo radioactivo) podían concluirse en minutos. La purificación del gas inerte, el enriquecimiento de protones y el aumento de las ondas alfa podían hacerse de forma simultánea.
Y la parte de los cálculos, la parte crucial, la que les había llevado a Oppenheimer y su equipo seis años dominar con la ayuda de primitivos ordenadores, podía hacerse ahora en segundos con los Y-MP.
A decir verdad, lo que más le había costado a Weber había sido la construcción del arma. Incluso con la ayuda de los superordenadores, había tardado más de dos años en construirla.
Mientras el láser cortaba la piedra de acuerdo con un radio preprogramado de peso-por-volumen basado en el peso atómico del tirio, Weber introdujo algunas fórmulas matemáticas en uno de los ordenadores que tenía al lado.
Instantes después, el dispositivo de corte por láser emitió un
bip
fuerte y volvió al modo «stand-by».
Ya había acabado.
Weber se acercó y apagó el dispositivo láser. Después, con la ayuda de un brazo robótico, pues los brazos humanos eran demasiado inexactos para esa tarea, extrajo el corte cilíndrico del tirio de la base del ídolo.
A continuación, colocó aquel fragmento de tirio dentro de una cámara sellada al vacío y lo bombardeó con ondas alfa y átomos de uranio, convirtiéndolo en una masa subcrítica de la sustancia más potente jamás habida en la Tierra.
Momentos después, el brazo robótico llevó la cámara a la Supernova donde, con la mayor de las precisiones y con la masa subcrítica en su interior, la colocó dentro de la cámara de titanio que pendía entre las dos cabezas termonucleares.
La Supernova estaba terminada.
La masa subcrítica del tirio se encontraba ahora en posición horizontal dentro de su trono sellado al vacío, entre las dos cabezas termonucleares, como si contuviera el poder de Dios.
Lo cierto es que así era.
En las pantallas dispuestas en la cabina de control aparecían cantidades ingentes de datos. Bajo el encabezamiento «Instalación hidrodinámica y radiográfica de doble eje», una serie interminable de unos y ceros avanzaban por una de las pantallas.
Weber hizo caso omiso de los números y comenzó a teclear en el teclado incorporado en la parte delantera de la Supernova. En la pantalla apareció un aviso: «Insertar código de activación».
Weber lo hizo.
«Supernova armada»
Weber tecleó: «Iniciar secuencia del temporizador de detonación».
Secuencia del temporizador de detonación iniciada.
Insertar duración del temporizador».
Weber tecleó: 00.30.00
La pantalla cambió al instante.
DISPONE DE
00:30:00
PARA INTRODUCIR EL CÓDIGO DE DESACTIVACIÓN
INTRODUZCA EL CÓDIGO DE DESACTIVACIÓN
Weber se detuvo y contempló la pantalla. Respiró profundamente.
Después pulsó la tecla «intro».
00.29.59
00.29.58
00.29.57
—¿Dónde está el
Unterscharführer
Kahr? —preguntó Anistaze en voz alta mientras observaba desde la oficina del cobertizo el inmenso cráter del exterior—. Ya debería haber regresado.
Anistaze se volvió.
—Usted —dijo lanzándole una radio a uno de los dos técnicos con batas de laboratorio que estaban en una terminal—. Vaya al foso y vea qué es lo que le está llevando tanto tiempo al
Unterscharführer
.
—Sí, señor.
Renée y Race llegaron al mismo tiempo hasta una de las paredes del cobertizo.
Unos instantes antes, Uli los había dejado y se había dirigido hacia el cráter, hacia el puente de cable septentrional.
Renée se asomó por la puerta de garaje que tenía a su lado.
El interior del cobertizo estaba desierto, en concreto, la parte comprendida entre las oficinas acristaladas a su derecha y los puestos de amarre a su izquierda.
No se oía el más mínimo ruido. No había nadie a la vista.
Asintió con la cabeza a Race.
¿Listo?
Race respondió a su señal agarrando su Glock un poco más fuerte.
Listo.
Entonces, sin intercambiar palabra, Renée entró por la puerta ligeramente agachada y con el G-11listo para disparar.
Race fue a seguirla cuando una puerta a sus espaldas se abrió de repente. Se tiró al suelo y se guareció tras un viejo barril de gasoil.
Un joven técnico nazi, ataviado con una bata blanca de laboratorio y con una radio en la mano, salió por la puerta y echó a correr por el camino que conducía al foso de residuos.
A Race se le abrieron los ojos de par en par.
Iba al foso de residuos, donde encontraría el cuerpo del soldado nazi muerto y… nada más.
—Mierda —dijo Race—. Uli…
Era el momento de tomar una decisión. Podía ir tras el técnico… ¿y luego qué? ¿Matarlo a sangre fría? A pesar de todo por lo que había pasado, Race no estaba seguro de si podría hacer eso, matar a un hombre. Por otro lado, podía avisar a Uli. Sí, esa era una opción mucho mejor.
Entonces, en vez de seguir a Renée al interior del cobertizo, Race rodeó el almacén y se dirigió hacia el cráter y Uli.
Uli llegó al puente de cable septentrional.
El puente se extendía ante sus ojos, pendiendo intrépido sobre una caída vertiginosa de doscientos quince metros. Desde allí, las barandillas de cables de acero convergían como dos vías férreas que iban menguando hasta convertirse en pequeñas manchas en la puerta de la cabina de control, a unos trescientos sesenta metros de distancia.
—
Unterscharführer
—dijo de repente una voz a sus espaldas.
Uli se volvió.
Detrás de él se encontraba el mismísimo Heinrich Anistaze.
—¿Qué está haciendo? —le preguntó Anistaze.
—Iba a ver si el
Oberstgruppenführery
el doctor Weber necesitaban ayuda en la cabina de control —respondió Uli, quizá demasiado rápido.
—¿Ha eliminado a los dos prisioneros?
—Sí, señor.
—¿Dónde está Dieter?
—Eh… Tenía que ir al baño —mintió Uli.
En ese exacto instante, el técnico de laboratorio al que Anistaze había enviado llegó al foso de residuos.
Vio el cuerpo de Dieter, tumbado boca abajo en el barro con los sesos y la sangre supurándole por la parte posterior de la cabeza.
Ni rastro de los estadounidenses. Ni tampoco de Uli.
El técnico de laboratorio cogió la radio.
—
Herr Obergruppenführer
—Anistaze escuchó la voz del técnico por su auricular.
—Sí.
Anistaze seguía con Uli en el inicio del puente de cable septentrional. Los cuatro dedos de la mano izquierda del comandante nazi daban toquecitos silenciosos en la pernera de su pantalón mientras escuchaba atentamente a la voz del auricular.
—Dieter está muerto, señor. Repito. Dieter está muerto. No veo a los prisioneros ni al
Unterscharführer
Kahr por ninguna parte.
—Gracias —dijo Anistaze mientras miraba a Uli—. Muchas gracias.
Los ojos oscuros y fríos de Anistaze se posaron en los de Uli.
—¿Dónde están los prisioneros,
Unterscharführer
?
—¿Cómo dice,
Herr Obergruppenführer
?
—Le he preguntado que dónde están los prisioneros.
Fue entonces cuando Uli vio una Glock en la mano derecha de Anistaze.
Renée se movía silenciosa por el cobertizo con su arma en ristre.
Race no la había seguido y se preguntó qué le habría pasado. Pero no podía esperar, todavía tenía una cosa que hacer.
El silencio reinaba en el cobertizo. La cinta transportadora que surgía del túnel a su derecha estaba inmóvil. No vio a nadie en la oficina.
Se escuchó el ruido de un motor.
Renée se volvió.
Y vio cómo las palas del rotor del helicóptero Bell Jet Ranger volvían lentamente a la vida.
Después vio al piloto que, tumbado de costado en el suelo de la cabina y ajeno a su presencia, estaba realizando algunas reparaciones en el helicóptero.
Entonces, con un zumbido estridente, las palas cogieron velocidad y el rugido ensordecedor de su movimiento se apoderó del enorme espacio del cobertizo. Renée se sobresaltó.
Si no hubiese sido por el ruido de las palas, sin embargo, Renée probablemente habría oído cómo se acercaba a hurtadillas hacia ella.
Pero no lo hizo.
Y en ese momento, cuando Renée se acercaba hacia el piloto y el helicóptero con su G-11 en alto, algo muy pesado la golpeó en la cabeza y cayó al suelo.
—
Herr Obergruppenführer
—dijo Uli, que se encontraba en el borde del enorme cráter, levantando las manos—. ¿Qué va a…?
¡Pam
!
Anistaze disparó su Glock; un solo disparo que impactó en el estómago de Uli. Este se encorvó y cayó al suelo.
Anistaze se acercó hacia él con la pistola en la mano.
—Así que,
Unterscharführer
, ¿debo suponer que usted también es escoria de la BKA?
Uli, apretando los dientes del dolor, rodó por los suelos y se topó con los pies del comandante nazi.
—No me responde —dijo Anistaze—. Bueno, ¿qué tal esto entonces? ¿Qué le parece si le vuelo los dedos de su mano derecha, uno a uno, hasta que me diga para quién trabaja? Y, cuando haya acabado con la derecha, empezaré con la otra.
—
¡Argh
! —gruñó de dolor Uli.
—Respuesta incorrecta —dijo Anistaze apuntando con su pistola a la mano de Uli y apretando el gatillo.
Anistaze disparó.
Momento en el que William Race apareció y arremetió de costado a Anistaze, golpeándolo y haciendo que la Glock se le cayera de la mano.
Pero los dos perdieron el equilibrio y se golpearon contra uno de los contrafuertes que sostenían el puente. El pie derecho de Anistaze se resbaló por el borde y, mientras intentaba mantener el equilibrio y no caerse, agarró con la mano un brazo de Race. Antes de que este supiera qué estaba ocurriendo, los dos se cayeron.
Por suerte, las paredes de la mina no eran totalmente verticales sino que tenían una inclinación de unos setenta y cinco grados aproximadamente. Cayeron a gran velocidad, pero no fue una caída recta. Removieron toda la mugre y suciedad del lugar mientras resbalaban y se golpeaban contra las paredes del cráter. Treinta metros después aterrizaron con un golpe sordo en tierra firme.
En el cobertizo, Renée se golpeó contra el suelo también y, durante unos instantes, vio las estrellas.
Se giró y se puso boca arriba, momento en el que vio cómo una especie de tubería o tubo que sostenía un segundo técnico de laboratorio nazi se acercaba peligrosamente a su rostro. Volvió a rodar por el suelo y el tubo golpeó las tablas de este, a escasos centímetros de su cabeza.
Se puso en pie de una voltereta y miró a su alrededor, buscando su arma. El fusil G-11estaba en el suelo, a poco más de un metro, fuera de su alcance.
El técnico intentó golpearla de nuevo.
Renée se agachó y el tubo le pasó rozando la cabeza. Después se levantó y golpeó al técnico en la cara, lanzándolo contra una pared.
La espalda del técnico se golpeó contra un panel de control que había en la pared. Debió de apretar algún botón, supuso Renée, porque en ese momento escuchó un atronador ruido de maquinaria tras las paredes del cobertizo y de repente, sin previo aviso, la cinta transportadora que recorría todo el cobertizo comenzó a moverse.
Un movimiento brusco sacudió a Race y a Anistaze.
Ambos se encontraban algo aturdidos tras su caída de treinta metros a la mina. Estaban incorporándose cuando el suelo comenzó a moverse, a avanzar hacia delante.
Race se tambaleó un poco y miró al suelo que se movía bajo sus pies.
No era terreno firme. Era el final de la cinta transportadora, la misma cinta que salía al cobertizo.
Solo que ahora se estaba moviendo.
Hacia arriba.
Race se volvió justo a tiempo para ver cómo el puño de cuatro dedos de Anistaze se acercaba a su rostro. El golpe del soldado alemán acertó de lleno en su blanco y Race cayó como un saco de patatas en la cinta transportadora.
Anistaze se acercó a él y, de repente, todo se volvió oscuro.
Al principio Race no sabía qué estaba ocurriendo. Después cayó en la cuenta. Anistaze y él, montados sobre la cinta transportadora, acababan de entrar al largo y oscuro túnel que conducía hasta el cobertizo.